Ryūnosuke Akutagawa
(1892 - 1927)
[El relato corto a continuación fue tomado de Vida de un idiota y otras confesiones, editado por Alianza Editorial y traducido por Yamuki Matsumoto y Jordi Torders en el año 2011. Ahora, la subsiguiente selección está a cargo de Ángeles Díaz para Revista Phantasma. En ella se presenta un comentario sobre la relación entre el personaje del mendigo y el posible alcance con la divinidad. No obstante, sin mayores pretensiones, la figura del primero en conjunto a la del protagonista, no es otra que la expresión del autor japonés dando cuenta de su sentimiento de patetismo, homologando así la acción última del cuento con la del suicidio].
¡Guau!
Por Ryunosuke Akutagawa
Al anochecer de un día de invierno, Yasukichi roía una tostada grasienta en el piso superior de un sucio restaurante. Frente a una mesa había una pared blanca y agrietada. Colgaba de ella, diagonalmente, un papel alargado en el que estaba escrito: «También tenemos hot sándwiches». (Un compañero de trabajo suyo, al leer esto, se había extrañado mucho). A la izquierda había una escalera que llevaba a un sótano y, justo a la derecha, una ventana. Mientras roía el pan, a veces miraba absorto por la ventana. Fuera, al otro lado de la calle, había una tienda de ropa de segunda mano con tejado de zinc en la que se amontonaban monos de trabajo azul y abrigos de color caqui.
Ese día, desde las seis y media de la tarde, iba a tener un lugar en la escuela un encuentro del grupo de inglés para practicar conversación. Aunque Yasukichi ya había acabado sus clases, como no vivía en esa zona, se había visto obligado a hacer tiempo hasta las seis y media en semejante lugar. Sin duda era una canción de Aika Toki —disculpadme si no estoy en lo cierto—. La letra decía así: «Viniendo de tan lejos, tener que mordisquear este bistec de mierda, ¡ay, de mi esposa! ¡Ay, mi esposa querida!». Cada vez que venía a este lugar, se acordaba de la canción. Solo que el aún no había conseguido a la esposa que supuestamente tanto anhelaba. Pero contemplaba la tienda de ropa de segunda mano, mordisqueaba un pan pringoso y, al ver el papel de «hot sándwiches», espontáneamente le salían de los labios las palabras: «¡Ay, mi esposa! ¡Ay, mi esposa querida!».
Yasukichi sí se percató de la presencia de dos jóvenes militares de la Marina que tomaban cerveza en el restaurante. Había uno cuya cara le sonaba: era el intendente de su misma escuela. No sabía su nombre, pues apenas lo conocía. Bueno, ni su nombre ni su cargo. ¿Era teniente segundo o teniente a secas? No estaba seguro. Lo único que sabía era que, cuando recibía la paga mensual, esta pasaba siempre por sus manos. Al otro no lo conocía de nada. Cada vez que pedían otro vaso de cerveza, lo hacían a voces, soltando con rudeza «¡Eh!» u «¡Oye, tú!».
A pesa de todo, la camarera no les ponía mala cara y, con un vaso en cada mano, subía y bajaba las escaleras rauda y veloz. Yasukichi, en cambio, no conseguía que le llevaran a la mesa con la misma diligencia la taza de té que había pedido. Pero no era una situación exclusiva de ese local. En todo el barrio, ya fuese en la cafetería o en el restaurante, ocurría o mismo.
Mientras los dos militares bebían cerveza, hablaban a gritos. Yasukichi, por supuesto, no tenía interés en escuchar lo que decían, pero de repente le sorprendió oír: «¡Di guau!». A él no le gustaban los perros, un desagrado compartido por otros escritores, como por ejemplo, nada menos que Goethe y Strindberg. Esta coincidencia le pareció graciosa.
Por eso, cuando escuchó estas palabras, imaginó un gran perro occidental de los que se solían criar por esta zona. Al mismo tiempo sintió inquietud, como si uno merodeara detrás de él.
Sigilosamente volvió la mirada. Por suerte no vio nada parecido a un perro. Tan solo aquel intendente que miraba por la ventana y que no dejaba de reírse burlonamente. Yasukichi supuso que tal vez el perro estuviera bajo la ventana. Sin embargo, por alguna razón tuvo una sensación extraña. Luego el intendente dijo otra vez:
—Di guau: vamos, di guau.
Yasukichi disimuladamente echó un vistazo a la parte interior de la ventana. Lo primero que vio fue una farola que todavía no estaba encendida y que también era un anuncio de Masamune. Luego vio un toldo enrollado. Después atisbó una geta, que alguien se había dejado olvidadas, secándose sobre el barril de cerveza que hacía de cubo para recoger el agua de la lluvia. Luego vio un charco en la calle. Y después…
Bueno…, hubiese lo que hubiese después, no había rastro del perro por ningún lado. En su lugar, un mendigo de unos doce o trece años miraba hacia la ventana del primer piso.
—¡Di guau, que digas guau! —volvió a ordenarle el intendente.
Estas palabras parecían ejercer un mágico influjo sobre el corazón del mendigo. El muchacho, casi como un sonámbulo y con los ojos mirando hacia arriba, se acercó uno o dos pasos hacia la ventana. Al instante Yasukichi descubrió la maldad del intendente. ¿Maldad?… Quizás no fuera eso. ¿Hasta qué punto está dispuesto el ser humano a sacrificar su dignidad cuando el hambre le corroe las entrañas? Se trataba de un experimento relacionado con esta pregunta. Yasukichi pensaba que, a estas alturas del mundo, no era necesario ningún experimento para responderla. Esaú había renunciado a su primogenitura a cambio de carne asada y el propio Yasukichi se había hecho profesor a cambio de pan. Bastaba con mirar alrededor. Pero, no era suficiente para aquel improvisado psicólogo. Necesitaba llevar a cabo su experimento y saciar así su espíritu investigador. Se podría aplicar lo que ese día les había enseñado a sus alumnos: De gustibus non est disputandum. Sobre gustos no hay nada escrito. Si se quiere experimentar, que se experimente. Mientras Yasukichi pensaba esto, contemplaba al mendigo que seguía debajo de la ventana.
El intendente se quedó callado durante un rato. Entonces, el mendigo, intranquilo, se puso a mirar a todos lados. Quizá no tuviera ningún problema en imitar a un perro, aunque, sin duda, vacilaba ante las posibles miradas ajenas, pero mientras nadie se fijara en él… El intendente asomó la cabeza por la ventana y esta vez enseñó algo que agitaba con la mano:
—Di guau. Si dices guau, te doy esto.
Durante unos instantes, el rostro ruborizado del muchacho pareció que fuera a arder. Yasukichi sentía a veces un interés romántico por la figura del mendigo como tal, aunque no había experimentado ni una sola vez algo parecido a compasión o lástima por ninguno. Solo a los tontos o a los mentirosos les podrían inspirar tales sentimientos. Sin embargo, ahora, al ver el brillo en los ojos del niño mendigo y su cuello inclinado hacia atrás, se conmovió ligeramente. No obstante, ese «ligeramente» era hablando con franqueza y sin exagerar, solo eso: «ligeramente». Porque era la silueta del mendigo, como trazada por el pincel de Rembrandt, lo que Yasukichi amaba.
—¿No lo dices? ¡Eh! ¡Que digas guau!
El mendigo se esforzó por fruncir el ceño.
—Guau.
La voz era casi imperceptible.
—¡Más fuerte!
—¡Guau, guau!
El mendigo, al final, ladró dos veces. Entonces, por la ventana, cayó una naranja nável. La escena que siguió no es necesario describirla. El mendigo se abalanzó sobre la naranja y el intendente, por supuesto, soltó una risotada.
Tan solo una semana más tarde, Yasukichi, el día de la paga, fue a la intendencia a cobrar su sueldo. Aquel intendente parecía muy ocupado abriendo el registro de cuentas del fondo o esparciendo los documentos por toda la mesa. Al ver su cara se limitó a decir:
—El sueldo, ¿verdad?
A lo que Yasukichi respondió también escuetamente:
—Así es.
Pero, el intendente, que tal vez tenía muchos asuntos pendientes, no le entregó el sueldo de inmediato y mostrando el trasero uniformado de militar, se quedó haciendo cálculos con el ábaco.
—Intendente —le dijo Yasukichi en todo de súplica tras esperar un rato.
El intendente se volvió mirando por encima del hombro. De sus labios claramente salieron las palabras:
—Enseguida.
Sin embargo, Yasukichi continuó con estas buenas palabras:
—Intendente, ¿desea que diga guau? Oiga, intendente.
Si nos basamos en lo que realmente afirma Yasukichi, su voz en aquel momento fue incluso más dulce que la de un ángel.
Ryūnosuke Akutagawa
(1892 - 1927)
Sobre el suicidio
por Ángeles Díaz
El escritor Ryunosuke Akutagawa (1892 – 1927) acabó su vida suicidándose. Al leer su biografía, es posible dar explicaciones a aquella decisión. Sin embargo, me detengo en Guau porque lo considero lo suficientemente didáctico para dar a entender el por qué la vida, desde un momento tan mísero y pequeño, puede convertirse en un trauma lo suficientemente evocador como para acabarla. La edición de Vida de un idiota y otras confesiones se compone de distintos relatos cortos los cuales tienen en común describir una pequeña instancia del cotidiano, por lo que vale pensarlas como actas autobiográficas. En menor grado, encontramos instancias terribles de la vida del escritor, como es la figura de la madre loca y su funeral, pero la gran mayoría son anotaciones del día a día.
Guau se recopila dentro de una sección llamada “Extracto de la agenda de Yasukichi”; es decir, estos fragmentos serian escritos por Yasukichi y luego re-escritos por un segundo narrador; parecido a cuando Cervantes comenta toparse con los manuscritos de Cide Hamete Benengeli. Lo importante de esto es que los escritos se divorcian de la categoría de cuento, pues se reconocen como anotaciones en una libreta, tensionando ficción y realidad. El relato inicia directamente con una descripción visual y sonora del espacio, por un lado, se cuenta el espacio del restaurante y la calle, por otro, se oye la tostada cociéndose. Se vuelcan a la memoria las obligaciones como asistir al instituto de inglés y una canción, para luego interrumpir con la detallada observación del comportamiento de los militares y la situación del mendigo.
La escena es tremendamente violenta, es una humillación publica totalmente gratuita; pienso que el punto álgido de la narración reside en que el protagonista solo se detiene a contemplar, pensar e incluso teorizar sobre la situación, pero en ningún momento genera alguna acción o la detiene, pues se siente excitado por el rubor del mendigo. Desde ahí se vuelve morbosa la imagen para cualquiera, pero Yasukichi solo observa brillos de belleza en el niño, entonces este ya no es el humillado, convirtiéndose en lo más hermoso de la escena, quitando poder y sumándole lo grotesco al intendente, pese a que el chico es el andrajoso. De este modo, existe belleza en lo patético.
Akutagawa escribe una nota dirigida a Kume Masao, donde divaga sobre su decisión al suicidarse y menciona la leyenda de Empédocles, filosofo, poeta y médico griego quien se arroja al volcán de Etna. Hölderlin escribe tres versiones de la tragedia, todas inconclusas, debido a la imposibilidad de encontrar un argumento razonable al suicido del filósofo. Finalmente, según las anotaciones del autor alemán en La oda trágica… texto escrito entre la segunda y tercera versión, Empédocles se habría suicidado por un deseo infrenable de aunar naturaleza y vida, pero también la intención de darles pruebas al pueblo sobre la reconciliación con el arte:
De aquí nace la fábula. Él lo hace con amor y repugnancia, pues el temor de llegar a ser positivo tiene que ser, de manera natural, su mayor temor, en virtud del sentimiento de que él cuanto más realmente exprese lo íntimo, más seguro es que sucumba. Él da su prueba; entonces ellos creen cumplido todo (Hölderlin 307).
De este modo, Empédocles seria la víctima para luego ser adorada como dios. La propuesta de dios y naturaleza coincide con la estética romántica. Goethe —autor mencionado en el cuento y lectura acusada en otras de las obras del nipón— en Poesía y Verdad también concibe lo divino con lo terrenal:
Dios en directa relación con la naturaleza, a la que reconocía y amaba como a su propia obra, me parecía el verdadero Dios, que por otra parte era perfectamente posible que también mantuviera una relación más solícita con el hombre, al igual que con todo lo demás, preocupándose por él tanto como por el movimiento de las estrellas, de las horas del día y de las estaciones y por los animales y plantas (Goethe 51).
No obstante, Yasukichi resiente que no lo atiendan como en otros lugares, pasa desapercibido en las cafeterías: no existe amor y compasión a los otros, sino, solamente su ocupación en la escritura. Hombres brutos como los militares son tratados cuidadosamente; pero entre parecerse al militar y al chico mendigo, este prefiere la segunda opción. De ahí el cierre del cuento, porque esta posee los destellos de Rembrandt e incluso roza lo angelical, sin dejar de estar en un nivel inferior; pues desde la imagen penosa se produce un irremediable interés. Entonces, Akutagawa se opone a la figura de Empédocles propuesta por Hördelin, no hay intención de ser un dios divino superando la sensibilidad romántica, la búsqueda de otro tipo de adoración no nace desde la admiración, sino que solo de la sensación del patetismo y lo penoso, constituyendo así una reflexión mucho más simple y austera del cierre del cuento y, pienso, que también de la acción del suicidio. El autor japonés comenta en su carta que este último se justifica por un estado de “angustia confusa”, probablemente, la misma que genera este relato corto que funciona como fotografía, y la misma que provoca el atrevimiento de ladrar ante el intendente buscando redención.
Referencias
Hölderlin, Friedrich. Empédocles. Hiperión. 2008.
Goethe, Johann Wolfgang. Poesía y verdad. Titivillus. s/f.