Por Tomás Araya 

 

Era de noche y habíamos caminado casi todo el día, el resto del trayecto lo habíamos hecho a dedo. El último fue un caballero que nos recogió a dos kilómetros de Ancud yendo a Chacao. Estaba lejos de ser nuestro destino, pero con mi amigo Luqui no teníamos otra opción de alojo.

Habíamos llegado de noche, el día lo habíamos empezado por Cucao. El primer dedo fue un grupo de chicos de nuestra edad, eran de Puerto Montt y andaban en auto con dirección a Dalcahue. Nos ofrecieron un pito que aceptamos. Luego de eso, caminamos tres kilómetros hasta que nos recogió una señora de cincuenta. En un principio se mostraba con una actitud pasiva-agresiva, nos encaraba por nuestra ropa sucia, pero luego comenzó a hablar con mi amigo sobre leyes al enterarse que él estudiaba derecho. Como a las cinco llegamos a Ancud en donde nos dejó la señora. Recorrimos la Plaza de Armas del lugar, ahí le compramos unas hamburguesas de soya a un punki, luego, caminamos hasta la carretera para hacer dedo. Finalmente llegó el caballero que nos dejó en Chacao cuando ya eran las nueve de la noche.

¿Dónde vamos a dormir?, en la playa nomás, me respondió el Luqui. Parecía un pueblo fantasma mientras lo recorríamos. La niebla se hacía espesa, los pájaros hacían un ruido extraño como si estuvieran sufriendo. Nos topamos con un almacén abierto, era la única casa de madera que emitía luz a esa hora. Entramos saludando a la señora que atendía. Nos respondió con la cara fruncida y los brazos cruzados. Nos vigilaba con la mirada mientras me paseaba sacando unas galletas, una botella de coca cola de litro y cuatro marraquetas. Ya frente a la caja, le pasamos las cosas y le pedimos un cuarto de queso y un cuarto de jamón. De mala gana se paró, sacó un pedazo cuadrado de cada uno y lo fue cortando en rebanadas. Mientras pasaba todo esto, se había metido un viejo al local, un poco más chico que yo con un gorro de lana. Se paseó por la tienda buscando una caja de vino tinto.

¿Y de dónde vienen?, preguntó la señora cuando le pasábamos la plata. Venimos mochileando de Santiago, dijo mi amigo. La cara con la que nos miraba no dio para una conversación más larga, así que apenas le pagamos salimos a la niebla que había en la calle. ¡Oigan!, dijo una voz detrás de nosotros. Nos dimos vuelta y estaba el viejo del almacén ¿Onde se están quedando? Ahora en ningún lugar, pero tenemos pensado ir pa' la playa ¿Y no quieren ir a tomarse este vinito conmigo?, Luqui me miró y yo lo miré. El cansancio era mayor, pero la verdad es que no habíamos tenido malas experiencias yendo a meternos a casas en el sur.  Hace unos días, una familia nos había pasado el patio, nos dio sopaipillas y pan con huevo, también una pareja que nos llevó a dedo nos dio unas galletas. Por lo general, hasta el momento, no nos había pasado nada que nosotros no buscáramos, así que lo vimos y le dijimos que sí.

Atravesamos las calles hasta llegar a la plaza de armas del pueblo. Había un grupo de personas a lo lejos que reían, pero apenas se lograban distinguir entre la bruma. Luego llegamos a un camino de tierra que iba en una leve pendiente, la niebla se hacía más intensa. Unos pájaros comenzaron a hacer ruidos como si estuvieran sufriendo. Sonaron un buen rato hasta que pasó un viento fuerte que hizo sonar las ramas de los árboles. Cuando estábamos llegando, un vecino de él iba entrando a su casa. ¿Cómo está Don Arnaldo?, dijo el viejo. El vecino lo ignoró.

El patio del viejo estaba hecho mierda. Era un huerto que tenía malezas con alguna que otra cosa por ahí, parecían lechugas enterradas en la tierra donde se veía difícil poner una carpa. Las apuntó y dijo que eran sus cosechas, también nos señaló la pieza que nos iba a pasar. En un principio pensé que era una bodega sin puerta, pero cuando encendió la luz se dejaron ver paredes de madera podrida y un colchón sucio entre tierras y hongos. La casa del viejo no era muy distinta. Su casa era un rectángulo que tenía una cocina llena de platos cochinos con una cama de hierro al lado del refrigerador. La pared estaba llena de fotos enmarcadas, algunas en blanco y negro. En la que se veía más reciente aparecía un milico con unas personas de cincuenta y algo, parecían ser sus padres. ¿Su familia?, le preguntó Luqui, pero el viejo miró a otro lado y no respondió.

Cuando se puso a lavar tres vasos sucios, nosotros dejamos las mochilas en el piso y nos sentamos en unas sillas alrededor de la mesa. Nos sirvió el vino y empezamos a tomar. Los vasos todavía tenían costras de suciedad. El viejo se tomó el vaso de un sorbo y se sirvió otro. ¿Cuánto llevan viajando? Como dos semanas más o menos. ¿Y por donde han pasado? Llegamos a Puerto Montt, pasamos unos días en Cochamo, de ahí nos fuimos a Hornopirén y volvimos a bajar a Puerto Montt, de ahí fuimos directo a Cucao para después volver a baja y así llegamos pa' acá. Manso pique que se pegaron dijo, mientras terminaba de tomar su segundo vaso. Cuando ya iba por el tercero yo recién iba por la mitad, Luqui se estaba sirviendo el segundo. El cansancio y hambre del recorrido hacía que no me dieran ganas de tomar, mirar al dueño de casa seguir tomando con los cachetes rojos hacía que me dieran menos ganas.

¿Esos son familiares?, preguntó Luqui apuntando la foto donde aparecía el milico. El viejo se puso serio y se sirvió lo que quedaba en la caja. Balbuceo lo que parecía un sí, y vi que la cara de mi amigo se ponía incómoda, yo también. Sí, es mi familia, respondió apenas. Ninguno de los dos se atrevió a seguir preguntando por ellos. El caballero comenzó a divagar sobre algo del sur, comenzó a balbucear algunas cosas de la familia. ¿Quieren salir a ver mi huerto?

Afuera hacía más frío que antes y la calle apenas se veía entre la niebla. Nos hizo esquivar unos pequeños montículos de tierra. Se puso en cuclillas para mostrarnos lo que parecía una lechuga, mientras yo alumbraba con la linterna del celular. ¿Esto lo hizo usted? Sí, con esto me alimento yo, y mire este de acá, nos dijo señalando lo que parecía ser acelga. Siguió mostrándonos lo que había plantado, también tenía un naranjo y unos cultivos de arvejas. Esta linda la luna, dijo apuntándola con el dedo. Ni yo ni Luqui sabíamos qué más decir, tampoco teníamos muchas ganas de seguir quedándonos.

De repente el caballero se paró y comenzó a balbucear mirando el piso. Se fregó los ojos con el antebrazo como si se estuviera secando las lágrimas, pero no lloraba. Comenzó a decir algo de la familia, que se sentía solo y terminó con una palabra que parecía ser cáncer. Cuando dijo esto último se sacó el gorro de lana y nos mostró su calva con una cicatriz roja con pequeñas coagulaciones. Me voy a morir, nos dijo mientras comenzaba a llorar. Le puse la mano en la espalda y mi amigo hizo lo mismo. Lo llevamos adentro y lo sentamos en la cama. Creo que nos vamos, dijo Luqui, mientras agarrábamos nuestras mochilas. ¿Les puedo dar un abrazo? Sí, no hay problema, respondió mientras me miraba. Lo abrazó y le dio un beso en la mejilla, hizo lo mismo conmigo. 

Salimos a la calle y apenas se lograba notar la luz de los focos entra la niebla. Hace más frío que la chucha, dije mientras nos encaminábamos a la playa. Ya eran las una de la mañana y los pájaros del sur emitían sus extraños ruidos como si estuvieran muriendo.

 

Paisaje del Maule 

Alberto Orrego Luco