Los viajeros que pasan a alta velocidad por la autopista ven una pequeña ciudad del interior como cualquier otra.
A través de la barrera de contención se deja adivinar la vida de los suburbios. La agitación de los marchantes en el mercado; las largas filas de pasajeros que en la parada esperan el bus; los rezagados corriendo en pos del camión de la basura; los niños que en tropel van o vienen de la escuela cargados con mochilas tan grandes que parecen tortugas bajo sus caparazones de colores decorados con personajes de caricaturas.
Al tomar la curva, el viajero alcanza a ver de reojo a este hombre en uniforme del servicio público cortando el pasto con la desbrozadora, en ese triangulito de jardín que separa la carretera del trébol del bulevar, o a aquel otro que, a unos metros, se agacha a levantar una basura para meterla en el gran costal de rafia que ha dejado a un lado. Gracias a ellos la ciudad está siempre limpia. Y más allá, en un desvío, unos policías dirigen el tránsito ficticio enfundados en brillantes impermeables amarillos.
Si el viajero se detuviera solo un momento (pero eso no pasa nunca), se daría cuenta de que cada uno de estos gestos es eterno, congelado en el tiempo. Que no corren aunque parezcan correr esas mujeres apresuradas halando a sus niños de la mano ni sudan esos señores que van de vuelta a casa cargados con las bolsas del mercado bajo el sol abrasador. Pero nadie baja la velocidad y la ilusión de que se trata de una ciudad cualquiera se mantiene.
No hay accesos a la ciudad desde la autopista y a nadie le importa. Es una ciudad cualquiera, de paso, sin importancia, a la que ningún acontecimiento histórico ha cubierto de gloria ni hay en ella nada que invite a desviarse del destino marcado en el GPS para descubrir encantadores rincones ocultos. No invita a soñar con una vida más tranquila y nadie de renombre nacerá jamás en una de sus casas. No es más que una ciudad, ni fea ni bonita, en la que la gente estudia, trabaja, fornica, sale a beber los viernes por la noche. Nada que ver, ningún atractivo que visitar, nada que a nadie le importe un carajo. Uno imagina sin esfuerzo que sus habitantes llevan una vida agradable, aunque seguro también se la pasan mal de vez en cuando. Como todos. Ni su felicidad ni su sufrimiento pueden ser tan grandes como para ponerse a pensar en ello.
Al caer la noche, la penumbra va ocultando poco a poco a los habitantes de fibra de vidrio. Entre las sombras se intuye a algún trabajador exhausto que vuelve a casa después de las horas extras que el patrón regateará y demorará en pagar, seguro. A la luz de los faros parpadeantes, aparece y desaparece la universitaria que de día se apura para no llegar tarde a clase y que, de noche, se apresura después de haberse entretenido hasta tarde con los colegas, tal vez el novio, la novia, tal vez la biblioteca, porque es una estudiante dedicada, una buena amiga, una amante afectuosa y una hija modelo o todo lo contrario. En una esquina, un grupo de muchachos parece estar armando jaleo o celebrando el resultado del último partido de fútbol.
Ya con las primeras luces de la mañana, los viajeros madrugadores —y los que ya con los ojos cansados de haber viajado toda la noche tratan de mantenerse alertas atendiendo a los pequeños detalles—, pueden ver a los vecinos de impertérrita sonrisa que a las puertas de las casas y en las esquinas se dan animadamente los buenos días, a las muchachas de esbelta figura que agitan la mano en perpetua despedida.
A pesar de ser una ciudad pequeña, no para nunca. Durante las vacaciones, el paso incesante de los carros permite ver a cualquier hora del día y de la noche una actividad intensa, febril casi, tal vez demasiado para una ciudad de provincia.
¡Pobre gente!, piensa el que pasa durante la tormenta. Pobre gente, tener que esperar el camión bajo esta lluvia torrencial.
En el gran bulevar que pasa bajo la autopista, el tránsito de las seis de la tarde se convierte en el de las ocho de la mañana y luego en el de las dos, la hora del almuerzo de incansables trabajadores a los que se cree ver correr de aquí para allá para cumplir con su apretada agenda.
La ciudad fue abandonada hace mucho. La gente se fue yendo poco a poco, casi sin darse cuenta. Los que prometían regresar no regresaban nunca, hasta que un buen día no quedaba nadie. Cuando se percataron, las autoridades conjeturaron con sorprendente lucidez que el abandono masivo de una ciudad —aunque pequeña y de provincia— no podía ser una buena propaganda para la administración en turno. Después de mucho pensarlo, decidieron que era mejor no causar revuelo ni propiciar quién sabe qué clase de especulaciones malintencionadas de la oposición y optaron por no tocar públicamente el tema. Pero la ciudad seguía ahí y no era posible desviar la carretera, acción que hubiera requerido una partida presupuestal extraordinaria que además de levantar sospechas razonables, hubiera disminuido los pingües beneficios que obtenían de rascar el fondo de las arcas del Estado con obras de dudosa utilidad. Y así, se discutía sotto voce por los pasillos del gran edificio del gobierno central qué hacer con tan extraño caso, hasta que a unos funcionarios lumbreras se les ocurrió una solución que resolvía de una vez por todas el problema y atajaba cualquier clase de objeciones: cerrar los accesos de la carretera y poblar la ciudad con maniquíes; después de todo, de lo que se trataba era solo de evitar que pareciera abandonada. Y contra toda lógica, el plan, de hecho, funcionó.
De tiempo en tiempo hay cambios en el paisaje que no se pueden ocultar fácilmente: el viento tira un árbol, la lluvia abre un socavón en la avenida, un caserón en ruinas se viene abajo. Y el viajero que hace mucho no pasaba por allí se siente obligado a comentar en voz alta para que todos sepan que es un viajero experimentado: “Esto está ya muy cambiado. La última vez que vine por aquí…”. En cambio, el viajero frecuente percibe siempre el mismo bullicio, la misma efervescencia en el mercado, los mismos pasajeros esperando el autobús, los niños que muy disciplinadamente no se pierden un día de escuela porque no enferman nunca. Para ellos, ya acostumbrados a su día a día, se trata de una ciudad en la que nunca pasa nada. A final de cuentas, tampoco se equivocan.
A 110 kilómetro por hora nadie se fija en los rostros ya deformados de pintura desconchada, en las ropas cada día más verdosas por las algas, aterciopeladas por la proliferación de hongos, en los suaves líquenes que hacen más abundantes los cabellos de fibras sintética, en los caracoles que pueblan las cuencas vacías.
En esta ciudad ella es feliz. Después de todo, ¿qué tenía antes allá que fuera mejor que esto? Nada. Allá estaba sola, estaba triste. Aquí, en cambio, ¡ha hecho tantos nuevos amigos haciendo fila para tomar un autobús que nunca pasa!
Oaxaca, México. Gustavo Escobedo (2024) Fuente: No Ordany Eyes, Facebook.
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Abril Alcaraz (México, 1982). Directora de teatro y video documental, escritora, fotógrafa, divulgadora y performer. Ha cursado la carrera de Literatura Dramática y Teatro en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, y el Diplomado en Historia del Arte de la Universidad del Claustro de Sor Juana. Ha publicado artículos, cuento y poesía en las revistas Libido, aliter.tv, Rigor Mortis y Pretextos Literarios (México), y en las revistas y sitios digitales Máquina Combinatoria (Colombia), Perro Negro de la Calle (Lagos de Moreno), Óclesis (Puebla), Penumbria (México), Espejo Humeante (México), Poesía en órbita (Ciudad de México), Mimeógrafo (Tuxtla Guriérrez), Fanzine Ultramar (Ciudad de México), Dogevena (México) y Phantasma (Chile). Finalista del certamen Lo mejor de la ciencia ficción mexicana 2023, con el cuento “Ciudad monstruo”, publicado por la revista Penumbria.