Por Benjamín Hernández Bastarrica

“Qué infierno, nos enamoramos primero y nos encontramos después. ¿Quién sos? Decido no seguir leyendo tus diarios. Hay en ellos demasiadas pistas.”. Con este fragmento cierra la primera página de Soy Harold (2023), última novela publicada a la fecha por Ediciones Overol, y aquella con la cual debuta Daniela Demarziani como novelista. Un texto tejido a través de su carácter fragmentario y disgregado, donde aquellas experiencias que lo constituyen dan significado a una escritura que a veces registra y a veces confiesa; que, finalmente, encarna una voz que lucha, por una parte, contra el recuerdo —las anotaciones actúan como registro del proceso de superación de una ruptura, como vestigio de un tiempo que se dilata y sin embargo parece tan corto—, y, por otra, contra sí misma, intentando definirse a sí misma por medio de una reflexión continua que intercala lo acontecido y lo que deriva de aquellos pasajes que impregnan el relato, cuestionando el estatuto mismo de la escritura, pero también de la traducción.

La protagonista, una traductora y profesora de inglés, no sólo lidia con esta ruptura amorosa a través del esbozo de un diario de vida, sino que además en sus ratos libres se dedica a la traducción de los poemas de Harold Norse, poeta estadounidense de la Generación Beat, cuyos poemas se nos presentan, en una suerte de traducción recíproca, no sólo como traducciones por parte de la narradora hacia los textos, sino, asimismo, como tentativas de “traducción” de las emociones de la traductora: “Para no pensarte reviso la traducción del poema, pero la poesía es oracular.”

Entonces, escritura y traducción se hallan entrelazadas como formas de batalla, de supervivencia; ambas existen y atraviesan a la narradora en su necesidad de no terminar de derrumbarse y al mismo tiempo de reconstituirse entre las piezas que quedan de sí misma: “Hay una voz que habla y es muy mía y otra parcialmente mía que selecciona con un criterio que desconozco las palabras que se escriben en este diario”. Persiste una búsqueda, materializada en el registro de los días, de las circunstancias, de los pensamientos. Acaso, como si en la relectura del tiempo y sus acontecimientos se hallara algo oculto, algo que no puede vislumbrarse si no es a través de un examen posterior. Pero también, aquella misma búsqueda, vislumbrada en esa “pretensión de documentarlo todo”, como comenta la narradora; la pulsión de la escritura —sea “frenéticamente”— se presenta como una especie de apuesta donde sólo se escribe a fin de dar con algo, donde sea posible plasmar algo que no se encontraba —quizá conscientemente— en uno, pero que de algún modo ha conseguido traspasarse al papel —cabe recordar que traducción deriva del latín traductio: «trasladar de un punto a otro», «tránsito de un orden a otro»— precisamente a través de ese criterio desconocido, esa voz que surge, dicta y que tenemos por cometido intentar traducir: “La voz es escribir algo y después borrarse del medio. La escritura como un ejercicio para dejar de escucharse y empezar a escuchar esa voz que no es la propia. O es más bien quitar a las otras voces del medio, ir a la originaria, la primitiva voz que es más escueta.”. Esas mismas “pistas” que menciona la narradora en el fragmento citado al inicio, la escritura como traducción de nosotros.

Es curioso, en todo caso, que pese a ser un diario de vida, no existe un recuento del tiempo como tal. Es decir, las diferencias entre nota y nota se dan sólo a través de sus separaciones por medio de un asterisco y no por medio de fechas —días, meses, años—. A este respecto, es difícil discernir el paso del tiempo si no es por una serie de circunstancias mayores —algún cambio de trabajo, algún viaje entre país o ciudad—, o por declaración explícita de la narradora. El tiempo se disuelve entre la escritura apresurada, entre los escenarios — precarios en su mayoría— de la propia redacción del diario: “A propósito de las condiciones materiales y la escritura de este diario: escribo en trenes y en colectivos, entre una escuela y otra escuela, y en un anotador azul pequeño que hace que en los textos prime esta inusitada concisión”.

 

Soy harold. Daniela Demarziani. Ediciones Overol.

 

Creo, por un lado, que esto rompe un poco con el proyecto estético de la obra, con su afán de organizar las notas a modo de conjunto, con la tarea de constituir un diario, a fin de cuentas, dado que —a mi juicio— todo diario, necesariamente, responde a una historicidad situada. La gracia de los grandes diarios, tanto los reales como los ficticios, radica no sólo en la intimidad retratada, sea del autor o del narrador, sino además en cómo dichas intimidades responden a tiempos históricos específicos, ya que, nuestra propia subjetividad se halla, sea total o parcialmente, de manera inevitable, condicionada por el tiempo y el espacio que habitamos. Lo mismo en lo que concierne a las experiencias concretas a través de las cuales se vehiculan dichas intimidades: todo es más interesante —más entendible, a veces— cuando somos capaces de situarlo. En este sentido, un diario que reniega de este componente se siente extraño, menos atemporal que falso, quizá poco verosímil. Pero creo, también, que la escritura apresurada que menciona la narradora, la cual condiciona los textos —esa escritura en espacios incómodos y de tránsito— permite cierta apertura a esta posibilidad de la indeterminación del tiempo, de notas escritas entre la prisa de una vida acelerada en la capital. La compulsión de escribir e incluso la propia desorientación consecuente al proceso de ruptura, permiten esta superposición de notas escritas fugazmente, perdidas entre el conjunto de los textos. La propia escritura se automatiza por la escucha de los dictados de una "voz originaria", para luego hacer caso a aquel “criterio desconocido” que selecciona y escribe. Las palabras mismas se ven trazadas según la prisa y las posibilidades que estos escenarios capitalinos permiten al momento de escribir: “Me sorprende que las palabras se ubiquen una al lado de la otra involuntariamente y decididamente justo antes de ser escritas”.

Entre algunos flaqueos, la novela también se vuelve débil en algunos fragmentos, ya que, por ratos, estos se sienten algo inconexos entre sí. La idea de un relato único —que, según se entiende, corresponde al tiempo y al proceso posterior de la ruptura—, si bien siempre se halla subyacente, por ratos se pierde o se desvía un poco, haciendo que la narración se sienta como un conjunto desarticulado de notas, como un relato que se pierde y que luego debe volver a centrarse; elementos, quizá, coherentes con aquella desorientación latente de la protagonista, pero que finalmente vuelve, a ratos, la lectura poco interesante. Existe otro aspecto que busca desarrollarse, pero con poca eficiencia: aquel relativo a los estatutos de verdad y ficción. Por ratos, y muy tardíamente, la novela pareciera querer poner en tela de juicio la presunta veracidad de lo escrito, pero estas “reflexiones” se limitan solo a menciones breves, sin una mayor indagación. La puesta en cuestión del estatuto de veracidad de un diario, de su planteamiento como proyecto estético antes que documental, no es para nada nuevo, y esta novela no sólo no aporta en su abordaje, sino que lo menciona de paso, acaso como un tanteo, pero sin apostar nada.

Con todo esto, Daniela Demarziani debuta con una propuesta narrativa que resulta interesante en sus abordajes de las nociones de escritura y traducción. Presenta una voz sensible, no sólo desencantada amorosamente, sino también de su propio oficio y proyecto de vida, frente a lo cual, su intento continuo de reconfortarse no sólo se halla en la labor de la traducción en sus ratos libres, sino también, más estrechamente aún, en su relación con la literatura. De cierto modo, el relato es también una historia de las lecturas y de cómo estas se relacionan afectivamente con la protagonista. Después de todo, el paso previo a la traducción —o el paso necesariamente paralelo— es siempre el de la lectura, y la lectura, como la traducción y la escritura, aquí se hallan como formas de ser en el mundo. De esta tríada «Escritura — Lectura — Traducción» está construido todo: desde la narración y sus circunstancias, hasta los procesos que se trabajan e incluso la propia subjetivación de aquella que escribe y vive: “A lo mejor traducir es, para mí, la única forma de fusión con otro, la única posibilidad de sublimar mi deseo de fundirme con el Todo”. 

 

Daniela Demarziani