Por Eduardo Omar Honey Escandón

 

Las líneas naranjas del amanecer cortaron de golpe la blancura del muro y la oscuridad de mi habitación. Parpadeé una vez más y observé a mi alrededor, buscando los puntos brillantes que se alojan en las indefinidas negruras de las esquinas o que se arrastran sobre el desvencijado suelo. La tranquilidad del día solapó cualquier amenaza nocturna al limpiar las alternas posibilidades de un suceso presente... o eso creía hasta hace no mucho.

Miro al frente, al tocador donde aún se encuentran alineados tus perfumes y cosméticos como un ejército congelado en el invierno del tiempo. El espejo devuelve mi imagen con el cabello entrecano, revuelto, con un rostro marcado por media centuria del que dos pozos sombríos cuelgan bajo mis ojos, y una insípida, maltrecha barba, establece una frontera alrededor de la línea de mi boca, cáustica, quemante en su tristeza. A mi lado, donde por décadas fue tu lugar, la superficie de la almohada está levemente hundida. El trazo sobre las sábanas remarca dónde depositas tu mano y tu brazo, el valle de tu cadera y el remolino causado por tus pies. 

En el exterior, el sol rompe a plenitud y los naranjos huyen ante la invasión de la luz. La concavidad en tu almohada se evapora cuando tu inexistente yo se levanta. Las marcas de tu mano y brazos se difuminan mientras giras sobre tu invisible cadera redondeando el valle en lo que era nuestra cama. El remolino a tus pies hace estallar un remolino en la blanca tela.  Dos leves medias lunas aparecen en el borde del colchón y se profundizan cuando te levantas, dejando detrás la continuidad rota de la superficie de las sábanas. Sé que si intento buscarte en el espacio de la habitación será inútil por lo que no quito la vista del espejo. Repetirás la rutina de cada día: caminarás alrededor de la cama, unos leves destellos marcarán el momento en que te acomodas el cabello y luego, delicadamente, por un momento, se delineará tu figura mientras te agachas para observar tu rostro en el cristal. Te darás cuenta que sigo recostado y me entregarás un beso y una sonrisa apenas esbozada en el aire. Entonces, la luz del exterior parpadeará y te habrás esfumado. 

Al final de Avatares de la tortuga, Borges escribió “El mayor hechicero (escribe memorablemente Novalis) sería el que se hechizara hasta el punto de tomar sus propias fantasmagorías por apariciones autónomas. ¿No sería ese nuestro caso?”. Daría la razón a Borges si eso que transcurre en la casa con aspecto autónomo fuera producto ilusorio de un hechizo personal para despejar el dolor. Es cuando bendecimos la locura en otros para así, evadir la crudeza del vivir.

Estás en todos los reflejos y no los de mi memoria. Ojalá fuera mías y sólo en mi espejo. 

Adele, tras depositar tus cenizas en la tumba familiar, amigos y parientes se mostraron preocupados por mi persona. Se ofrecieron enviarme de viaje, quedarme con ellos o redecorar la casa pasado un tiempo prudencial. Rechacé las ofertas. Los lutos de la vida son un asunto personal y los míos requerían la soledad dentro de los espacios amados. Así que me devolví a lo que fue nuestro hogar por algo más de cuatro décadas. Los restos de la lucha del último año contra tu enfermedad cubrían cualquier espacio. Saqué una bolsa negra para arrojar los cadáveres de las medicinas, guantes, toallitas húmedas, pañales, barbijos, gasas y demás material médico. Al anochecer, deposité dos enormes bolsas en el contenedor de la basura en el sótano del edificio y, agotado, me tiré en la cama.

Dormí profundamente y de corrido, por primera vez en semanas. Si soñé, fue un mundo negro, sin dimensión. Olvidé correr la cortina así que un sol irradiante me despertó. 

Fue cuando me di cuenta que sobre el tocador había dejado medicamentos. Con un gesto de culpa mezclado con enojo debido a que quería que el ayer se quedara en el pasado, el momento ido donde el acto de desechar representara un punto y aparte, me levanté para recoger lo que hubiera olvidado. Tomé los dos frascos de medicina y me busqué en el espejo para aceptar que yo y sólo yo seguía presente en nuestro lecho. La marca de los meses cuidándote me habían dejado cicatrices que quizás serían para toda la vida. Mi rostro estaba descompuesto, agotado. Dejé el egoísmo de verme y, casi mecánicamente, te busqué en la cama como fue desde nuestro primer día juntos.

Adoraba verte dormir, perdida en tus sueños, el cabello recogido y tu cuerpo, suaves colinas hace cuarenta años, luego, se transformó en sinuosas cordilleras tras varios años. Al final se convirtió en un casi ininterrumpido páramo con tremores causados por el brutal dolor interno de tu enfermedad. Pero sólo vi a mi lado un espacio vacío, un pozo de soledad, el abismo de un lugar que vivió con tu presencia. Triste contradicción decir que está ocupado por lo no ocupado.

Borges había escrito, “uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”. Había errado (aunque la cita fue incorrecta, según menciona él mismo en su texto). Podía hablar de espejos pero no los conocía. Ni los conoció. En realidad, la abominación de los espejos radica en que multiplican el número de ausencias, de soledades. Ni siquiera la cópula es abominable, sólo es un patético intento para llenar con temporales existencias esos espacios vacíos que se reflejan como un río continuo del tiempo verdadero.

A punto de desbordar las primeras lágrimas que me permitía en estas semanas, en estos meses, noté que estabas y no estabas en la sombra de tu figura, en las concavidades de la cama, al observar cómo te transformabas en el blanco desierto de la sábana, y luego, al tenerte junto a mí susurrada en un reflejo.

Me quedé congelado mientras el sol ascendía. Quizás el dolor de la pérdida es lo que abre la puerta de las visiones. No se necesita hundirse uno en el alcohol, ni en psicotrópicos ni en sectas. Basta con que el inexistente filo de ese dolor rebane capa tras capa nuestro interior, segmentando corazón y mente para que, por azares de un dios ciego e idiota, se rearmen con una disposición levemente distinta. Y así observemos la verdadera realidad. Presintiendo que estabas a mi lado con la vitalidad y presencia que no te había visto en un lustro, corrí a la biblioteca donde nuestros escritores estaban lado a lado. Te busqué detrás de las carpetas y las pilas de libros que allí dejaste, antes de que te debilitaras tanto que no podías estar sentada.

Pero no te hallé. Regresé a la habitación y tiré al suelo la sábana que cubría el espejo de cuerpo entero, ese que compramos una vez que salimos en un viaje a provincia y del cual te enamoraste, como de la sala y el comedor rústico que luego conseguimos para que todo estuviera a juego. Paso a paso por el peso del marco y la delicadeza del cristal, lo arrastré fuera la habitación y crucé el pasillo. Dentro de la biblioteca tuve que hacer espacio para liberar dos asientos del peso de decenas de libro, y luego, ponerlos de forma horizontal, usando los ejemplares desplazados para así equilibrar horizontalmente lo que debiera estar vertical. Fui detrás de mi mesa y miré de nuevo a tu lugar. Me costó trabajo, pero finalmente alcancé a ver un borde multicolor como si la luz de la mañana se escindiera en secretos y tímidos arcoíris del grosor de un cabello.  Igual que las memorias que se me estaban secando por dentro pude apreciar cómo, inclinada, con una pluma compuesta de aire, trazabas esas exquisitas grafías de tu puño y letra. Me concentré y pude apreciar leves detalles que me hicieron recordarte cuando usabas el cabello corto, poco más arriba de los hombros. Ese tú, la que escribía, eras aquella de hace veinte años cuando tejía un primer poemario. No dejé de mirarte por horas. 

Al día siguiente, repetí desde tu salida de la cama una tú de hace tres décadas atrás. Y luego te encontré en el reflejo del baño, en los pequeños espejos colgados en la entrada. Lo más difícil fue aprender a separar los años y las décadas para escoger una tú en un momento preciso, como era cada cumpleaños que te celebraba. Una vez conquistada tu existencia, nuestro devenir en el pasado, fue fácil salir a las calles e intentarlo en las vitrinas, en los cafés, en los centros comerciales. Volví a vivir contigo cada salida acumulada año tras años. Uno nunca sabe cuántas veces recorre la misma calle en la compañía de quien amas hasta que te deja, sin saber el tesoro que cada superficie reflejante contiene al ser la memoria de una vida.

Novalis y Borges entrevieron un único reflejo que nos devuelven las superficies reflejantes, los espejos en especial, y las interpretaron según sus limitaciones tanto personales como literarias. Pero cada ventana, espejo, fuente, lágrima, cristal, almacena eternos haces de luz para enhebrar el presente con las memorias de las vidas que reflejaron. Sí, allí, bien lo sabes, donde los fotones besan el espejo creando un aleph de pasados.  Mientras te escribo esta tesis, impregno más ecos para ti como para aquel que quiera buscarme justo a tu lado, en el ahora y en el antes.

Para siempre, mientras haya luz.

 

Self-portrait (La Fenêtre de l'atelier)

Ambrose Patterson

 


Eduardo Omar Honey Escandón (México, 1969) Ing. en sistemas. Participante desde los 90s en talleres literarios bajo la guía de diversos escritores. Publica constantemente en plaquettes, revistas físicas, virtuales e internet. Textos suyos fueron primer lugar (Teresa Magazine 2020, Nyctelios 6ª. Ed.) o finalistas (XVIII Certamen Internacional de Microcuento Fantástico miNatura 2020, 1er. Concurso de Cuento Breve Plétora Editorial 2020, Mención de Honor del Jurado, Quequén 2020, Supraversum 2021, Novum 2021, VIII Concurso Internacional de Microrrelatos "Jorge Juan" 2021, Madrid Sky 2021, II Concurso Literario "Relatos legendarios" 2021). Ha sido seleccionado para participar en diversas antologías. Imparte talleres de escritura para la Tertulia de Ciencia Ficción de la CDMX. Pertenece a la generación 2020-2021 de Soconusco Emergente. Prepara su primera novela.