Una vez imaginé como sería comer la semilla de una manzana. Miré el rojo brillante que iluminaba mi cara y vi como un hilo de baba mojaba el cuello de mi uniforme. Mi hermano comía en silencio su tostada; papá preparaba jugo; mamá cortaba la carne para las loncheras. Si quería comerla, nadie me iba a decir nada. Total, nadie estaba mirando.

Mordí un bocado y dejé que el jugo iluminara la superficie de la semilla. Me dolía el diente de leche medio suelto, una mordida más y chau paleta. Lo hice igual y la bandeja hizo un ruido con el impacto del hueso. Entonces todos levantaron la mirada y tuve que suspender los siguientes bocados hasta después que llegara el ratón Pérez.

La mañana siguiente me levanté con diez pesos en mi almohada y fragmentos de un sueño. Comía la semilla y en mi panza empezaba a crecer un árbol. No era un manzano para mi decepción, pero si era uno muy lindo que le crecían flores de todo tipo: rosas, jazmines, margaritas, esas florecitas que crecen en el jardín de otoño y primavera. Cada vez que tomaba agua crecía y de un segundo al otro, de mi boca se asomaban flores. Y de otro segundo al otro, tenía ramas en la nariz, en la oreja, ¡hasta en los ojos! Me vi en los ojos de un tercero y se veía tan lindo que, al despertar, lo único que quería hacer era comer la semilla.

Seguí mordiendo la manzana hasta que la semilla salió a la superficie. La arranqué con mis uñas rosas y la apoyé en la mesa. Con la luz del escritorio, parecía de otro mundo. Un picaporte esperando conocer el misterio del otro lado. Estuve unas largas horas mirando la semilla e imaginando que pasaría. En mi sueño, tenía flores en las orejas. Fue algo que pasó, estuvo en mi cabeza, así qué ¿por qué no creerle? Una parte de mí necesitaba un poco de misterio, así que la guardé en un frasquito y bajé a desayunar.

En el cole, les conté a mis amigos sobre mi nueva aventura. Todos se interesaron y pasaron todo el recreo haciéndome preguntas. Para las cuatro y media, tenía toda la mochila cargada de regalos para mi árbol. Una botella de agua para regarla, galletitas para que no tenga hambre, pulseras para que esté a la moda. Cuando le conté a mi mamá sobre mi plan, dijo que tenga cuidado. Que las semillas son más peligrosas de lo que pienso, si como muchas podía ver cosas que no me iban a gustar. Quería preguntarle cómo qué cosas, pero prendió la radio y sonó mi canción favorita.

El cielo ya estaba oscuro. Cerré la puerta de mi cuarto con el pilón de ropa sucia para que nadie pudiera entrar. Apagué todas las luces - menos la de mi escritorio - y saqué la semilla del frasquito. Ahí estaba de nuevo, el picaporte esperando ver el otro lado. Estaba más brillante de lo usual. Apoyé la cabeza en mis manos y estiré la lengua. Toqué apenas la superficie, pero sentí un sabor muy asqueroso que casi vomito. Sabía peor que la medicina de mi hermano cuando tenía gripe, con razón salió corriendo y mamá y papá lo tuvieron que perseguir por todo el patio para que la tomara. Miré la mochila llena de regalos, si no comía la manzana, ¿qué les iba a decir a mis compañeros? Pensé en agarrar el queso rallado y sepultar la semilla en una montaña, pero no, eso iba a arruinar el queso y nada puede arruinarme el queso. Guardé la semilla en la cajita y me fui a dormir. Mañana veo, pensé.

Esa noche tuve un sueño muy raro. Y no me gustan los sueños raros. La última vez soñé con mariachis que venían a casa, y no me gustó nada de nada. Estaba en mi cuarto mirando la cajita, la sepultaba con queso y fideos y comía la semilla. Esta vez no sabía taaan mal. La tragué junto a todo el queso y no sentí nada raro. Me miré al espejo para ver si ya se veían raíces, pero nada. Estaba como siempre. No tenía un árbol en la panza. No me salían flores. Me puse triste y cuando estaba yendo a hablar con mamá y papá, sentí un pinchazo. Corrí al espejo, nada. Apagué la luz y busqué la lamparita de papá. Cuando alumbré mi panza, un árbol chiquito crecía. Se veían ramas, se veían flores, ¡todo se veía! Entonces tres ramas empezaron a crecer muy muy rápido y se pelearon por pasar por mi garganta. Me dieron ganas de vomitar, pero ¡tenía un árbol en el cuerpo! Las ramas se asomaron por mi boca y empezaron a abrazarme los brazos, las piernas, la panza. Quería gritarle a mi hermano para que venga, pero las ramas no me dejaban hablar. Miré todo desde el espejo, sin poder creerlo. Estiré el brazo para grabarme con la Tablet cuando una rama empezó a quemarse. Sostenía mi pecho, todas sus flores empezaron a marchitarse por un fuego que apareció de la nada. Las llamas trepaban desde mi panza, me dolían los dientes. Dejaban un camino de cenizas que caían al piso y manchaba todo con negro. Entonces el fuego llegó hasta el fin de la rama y la hizo caer en seco. Las cenizas se llevaron las últimas flores. Me quedé parada mirando todo, cuando otra rama empezó a romperse. Esta se rompía más lento, pero cada vez dolía más. Solo escuchaba el crack y un sonido medio nublado que gritaba ¡tu culpa! desde muy lejos. Pero en un momento los gritos se volvieron más fuertes y cuando escuché ¡es todo tu culpa! como si lo estuviera gritando yo, la rama cayó el seco. Me quedé mirando las cenizas y la rama rota en el piso. Quería llorar y gritar. No entendía nada y eso me asustaba, no me gusta no entender. Salté hacia la cama para esconderme cuando una luz salió del piso. Toda tapada, pispé por un agujerito y vi que las cenizas y la rama rota ahora eran flores. El piso estaba lleno, llenísimo, de margaritas. Fruncí el ceño y, toda tapada, me acerqué gateando. Las margaritas brillaban y en el centro de toda la montaña, había un lápiz y un papel que escribían algo. No llegaba a ver, pero sí podía ver que todas las ramas que me agarraban el cuerpo le estaban saliendo margaritas. Margarita en el brazo, Margarita en la panza, en todas partes. Yo era una margarita. Cuando el lápiz dejó de escribir y me incliné para ver, las ramas desaparecieron y mis ojos se abrieron.

Apenas me levanté, fui corriendo al cuarto de mamá y papá. Los dos dormían, pero cuando abrí la puerta, papá ya estaba alerta. Mamá se asustó cuando le toqué el hombro y papá preguntó qué pasaba. El pecho me empezó a golpear de los nervios y tartamudeé. Papá entonces se levantó de la cama y dijo de ir abajo. Mamá me agarró la mano para ir por el pasillo de la cocina. Nos sentamos y les conté todo lo que había soñado y mi duda sobre si comer la semilla o no. Papá entonces dijo que él cuando tenía mi edad, comió una semilla. Me dijo que también soñó algo rarísimo como yo, pero que lo más raro de todo fue que después, cuando se hizo más grande, todo pasó. Mamá me agarró la mano y dijo que no quería que ahora viva con miedo a lo que iba a pasar, sino que disfrute. La vida misma me va a sorprender. Le dije que tenía miedo del fuego y de la rama rota, y que no entendía por qué me crecían margaritas. Mamá dijo que capaz eso significa que todo se va a arreglar. Papá adivinó que capaz las margaritas iban a ser mis flores favoritas.

Esa noche dormí en su cama y cuando me desperté, llamé a mi hermano y fuimos corriendo hasta mi escritorio. Le mostré la semilla y le dije que era una máquina del futuro. Él me preguntó si podía comerla también. Le dije que no porque se iba a asustar, que yo la comía y después le contaba qué pasaba. Él se quejó, pero bueno, después papá trajo alfajores y el enojo se fue. Miré la semilla dudando si comerla o no. 

Al final la comí. Todo iba a pasar, así que era lo mismo. Tenía miedo, no me gusta no saber. Entonces agarré una hoja y me puse a escribir un cuento.

 

Small Tree in Late Autumn (1911). Egon Schiele.

 

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Matilda Leyría Villar. Buenos Aires, Argentina. Tengo 18 años y estudio Licenciatura en Letras en la Universidad del Salvador.