Por Francisco Cardemil

Desde el centro, un anillo de crecimiento recorre el tronco hacia el extremo. La edad en perpendicular al corte de hacha o motosierra. Leer funcionaría así: un acto de violencia que respira, que se apoya en la rotura para levantar algún signo, algún retazo que luego podríamos unir. En Ciruelo (Cuadro de Tiza, 2022), primera publicación de Mónica Navarro, la poeta levanta un árbol en fragmentos. Breves capas —o fragmentos que entiendo como capas— que contienen una vida vegetal en sus últimos momentos, fibra por fibra, de la corteza al centro, de la corteza al parásito, a la enfermedad, a la tala. Capas, quizás, pensando en cómo la estructura invita a un orden lineal: veinte poemas numerados del 0 al XIX. Pero no creo que haya linealidad en ellos. Estos poemas o fragmentos parecen más sus propias pequeñas piezas que no requieren un origen general o una concatenación para asentarse. No hay, en ese sentido, un elemento cronológico fundamental que invite o espejee esa linealidad del orden propuesto —más allá de la tala del ciruelo, cada fragmento podría cambiar su posición sin alterarse a sí mismo radicalmente—. Más bien, presiento en el número una recolección, una especie de inventario: tras un vidrio, las partes del árbol caído: cada hoja, cada rama, cada nuevo brote ahora seco, murmurando un atisbo de posibilidad.

Pero la capa no es solo una forma de ordenar, sino que comunica otras maneras de entender el ser vegetal, ese no humano en el que se apoya la escritura. La ausencia de linealidad también podría sugerir un rechazo a jerarquías propias de lo humano para aproximarse a lo no humano. «Penetrar el medio que rodea es ser penetrado por él», dice el filósofo italiano Emmanuele Coccia en la cita que abre el libro. Un umbral que permite discernir las maneras en que la poeta se aproxima a su objeto. Un lenguaje sintético y preciso inunda cada retazo, cada fragmento elabora su propia forma de aproximarse al «medio». «Penetrar el medio que rodea es ser penetrado por él», volvemos a los fragmentos. El árbol se asoma en el libro desde distintos ángulos. La poeta pareciera capturar una imagen y organizar. «Penetrar el medio» sería entonces su propia mano, su propia voz que convierte al árbol en un tú, que lo trenza con sus propias dimensiones, sus propias ramas, dos miradas que desembocan en la hablante. Una posición que ambos comparten desde el fragmento 0: 

 

cuando las grietas aparecen se presenta dolorido

guarda silencio

no parece ser él quien avanza en el prefacio

guardo silencio (...)

 

Esta idea del medio y de sus fragmentos me conducen instintivamente al problema de la representación. Ver a la poeta como una dibujante o fotógrafa que se enfrenta a la elaboración de una estrategia representacional que dé cuenta de las dimensiones del árbol rebasando su condición meramente material. La historiadora Sylvia Lavin ofrece para esto un problema que multiplica la complejidad de la propia especie vegetal a ser representada. Refiriéndose a La arquitectura de los árboles (1983) —libro de los arquitectos italianos Cesare Leonardi y Franca Stagi que compila 20 años de dibujos, grabados, fotografías y descripciones de 212 especies de árboles—, repara, primero, en un problema de la serie fotográfica dedicada a la especie Saphora japonica varietas pendulum: «El nombre refleja la compleja historia de esfuerzo por capturar al árbol en el lenguaje: aunque el nombre científico esté en latín, su variedad deriva de su nombre en árabe (...) se le llama árbol de las pagodas (...) pero es más conocido como falsa acacia del Japón, aunque solo es nativo de China». La serie en cuestión implicó su propio esfuerzo: dieciséis impresiones en gelatina de plata del mismo árbol que intentaban capturarlo en todas sus dimensiones. El mismo Emmanuele Coccia diría de este trabajo que uno de los puntos más interesantes aparece al pensar en el árbol como su propio diseñador, como si estuviera preguntándose a cada momento, y obedeciendo a su propia función de hospedar a un número creciente de especies, «¿qué forma debo darme?». 

¿Y qué forma debe darse el ciruelo? ¿Y el conjunto mismo? Este es el problema de representación —tanto el del árbol caído, a ser talado, enfermo, como del conjunto en cuanto libro— que sugieren pasajes como: «estampar el ciruelo en otra forma / otro estado / criarlo nuevamente»; o: «gestarse es más difícil que hacer un cuerpo». Los elementos corporales que cohabitan entran en el terreno de la conformación y la gestación. De alguna manera, el problema de la forma aparece también en la interrelación no solo de la hablante con el árbol, sino del árbol con la casa que lo circunda: «habitar la casa fue habitarlo a él». Más allá de cuál es la relación uno a uno con el árbol de Leonardi y Stagi, lo que me importa aquí es lo que rodea, ese problema de capturar a otro en el lenguaje. 

«Penetrar el medio es ser penetrado por él». Como una especie de mantra, el epígrafe ronda el conjunto y nos hace poner la vista en ese intercambio mutuo, en la compenetración de medio y observador. Entrar a un libro no como la sierra penetra el árbol, sino de puntas, sin pisar, sin desarmarlo. Dejar en cambio que el texto nos penetre y hacer un recuento de esa afectación; cómo ciertas ideas nos conmocionan en su propio estado sin que añadamos nosotros una intención para ellas, sin revestirlas de un propósito temático. La escritura de Navarro me parece desligada de esa preocupación. Pienso en que la hablante y su objeto lírico se vinculan en un diálogo de empatía: «muevo el aire y la estructura / allá lejos / se conmueve». Toda acción de uno repercute en el otro. Un orden estético enfrenta un orden emocional. La relación humano-no humano se balancea entre el desgarro que produce una pérdida y la belleza de las imágenes que esa pérdida deja como una especie de escombro. Así, la hablante es arrojada a un luto que, sin embargo, no la hace abandonar ese estilo cercano al objetivismo de George Oppen o Lorine Niedecker, con esa emocionalidad sobria que los caracteriza: «tan bella / el centro de la rama joven / rojizo, brillante // por desgracia / solo se puede apreciar una vez talada».

El ciruelo, siguiendo la lectura de Sylvia Lavin, es parte no de un «paisaje» —inerte, sin vida, sin individualidad o agencia— sino de un «ambiente» o medio familiar. Es una extensión de la vida doméstica cuya enfermedad, tala y ausencia desbaratan un orden ya establecido. Es este desbaratamiento lo que recogen los retazos de esta plaquette. Es ahí donde la representación hace su juego, donde Navarro se propone «capturar» al árbol en el lenguaje, dando cuenta a su vez de la imposibilidad de la interrelación. En el fragmento XI aparece un elemento que suponemos —y quizás esto es sobreinterpretar— alude en parte a una motosierra: «la redención llega primero como tarea / luego herramienta / y se rinde ante el mecanismo». El mecanismo inserto erróneamente es quizás una forma de dar cuenta de una imposibilidad: el árbol intentó corregirse, redimirse en la interrelación, solo para revelar que la relación no funciona. Sin embargo, Navarro tiene en mente que, luego de rendirse, «los nombres / en la ausencia / / permanecen». Ciruelo, ya desde su título, pareciera representar y ocuparse de esa permanencia.

 

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Texto leído en la presentación de la plaquette Ciruelo, de Mónica Navarro.