«¿Prometes elevarte a alturas moderadas con una personalidad tranquila y civilizada?», le pregunta, en uno de estos cuentos, una personaje a otra, mientras ambas dramatizan una obra de teatro; una comedia escrita por ambas chicas, dos estudiantes universitarias, artífices y protagonistas de la puesta en escena, que en este momento interpretan a una monja de colegio y a una escolar a punto de graduarse. «¿Prometes elevarte a alturas moderadas con una personalidad tranquila y civilizada?», pregunta la monja, y la estudiante responde «Sí, hermana», con inocencia e intención, pero bajo un velo de ironía. 

Las personajes centrales de los relatos reunidos en Show them a good time (Bloomsbury, 2019), mujeres entre los catorce y cuarenta y tantos años, parecen responder a esta misma pregunta mientras cada trama se desenvuelve en torno a sus pensamientos y acciones. No, no van a tener una personalidad tranquila y civilizada, según lo que dicta la normativa social. Van a tener personalidades que ellas mismas y otros perciben como particulares por uno u otro motivo; definidas con un alto nivel de agencia, o al menos de consciencia, como propias; con frecuencia extravagantes, alienadas y en transición. Van a pasarse los días, la vida, en algunos casos, cuestionando cuáles son esas alturas moderadas que se supone que deben alcanzar, que no deben superar, que sirven de referente para un camino homogéneo y esperado que no quieren o no son capaces de trazar.

En Abortion, a love story (“Aborto, una historia de amor”), la obra de teatro mencionada al inicio y que comparte nombre con el relato que la contiene –que podría ser una novela breve–, es una comedia armada a partir de una tragedia; un esfuerzo por arrancarle risas a las heridas haciendo uso de los destellos que emanan de sus grietas o más bien iluminando esos hoyos irregulares en un afán exploratorio, hasta que algo se asome. El ímpetu de la búsqueda es observar de otra forma los hechos, desde otro lugar, con otra mirada o bajo una nueva luz, hasta dar con el no lugar común que permita sonreírle al dolor fresco. «Lo revelarían y se reirían de ello».

Natasha y Lucy, las protagonistas de este relato, sufren por desamor, por la inseguridad del futuro, por las expectativas impuestas y autoimpuestas sobre sí mismas, por la dificultad de relacionarse con otras personas, por el daño que otros les, nos, causan y son, somos, capaces de causarnos. Ambas son personas solitarias, sin lazos familiares, sin un lugar al que regresar. Natasha tuvo una infancia complicada, se prohíbe tajantemente «divertirse», no va a sus clases ni lee sus correos, pasa el rato sentada en una banca en el campus o en la oficina de un profesor con el que se involucra sexualmente. Por su abandono es posible que no logre graduarse, llegó a su último año habiendo tomado menos créditos de los necesarios. Lucy es una cleptómana adicta a las marcas caras que vende fotos y videos de su cuerpo por Internet. No recuerda sus orígenes, de dónde viene o quiénes son sus padres, y tras terminar una relación se va a una playa española a pasar los días y las noches en su propia compañía, a costa de su tercera y última tarjeta de crédito. Eventualmente Natasha y Lucy se encuentran, a través del profesor, y montan esta sátira rebelde que quiere alegrar lo feo, transformar lo podrido.

 

 

En Show them a good time (“Haz que la pasen bien”), una ex actriz porno vuelve a su pueblo natal a trabajar en un garage. Sabe que sus atributos más valorables son su cara y su cuerpo y no aspira a mucho más, se abandona al tedio de pasar el tiempo esperando a que pase algo, cuidando la única planta del lugar, entregándose al alcohol. Traba algo similar a una amistad con su colega adolescente: «Él no pedía nada de mí. Eso no era poca cosa». En la ciudad su pareja, que también era su productor, le pegaba. Lo aguantó hasta que no lo aguantó y, sin preámbulo, se fue. Sus reflexiones son iluminadas y divertidas. 

En Hump (“Joroba”), seguimos la historia de una recepcionista o asistente ejecutiva de una pequeña empresa que, mientras vive el duelo por la muerte de su padre yéndose a vivir a su casa, cree notar que le está saliendo una joroba. Va al doctor, hace ejercicio, la joroba no se va. En el intertanto, se acuesta con su jefe y abandona sus labores de trabajo hasta que la obligan a tomarse unos días por duelo. Al final termina la relación, con alegría, pensando en «clases nocturnas, el mar, redecorar», como hacemos todos.

En Not the end yet (“Todavía no es el fin”), Angela, una mujer separada en sus cuarentas, asiste a cita tras cita en un restaurant oscuro y destartalado. Siempre pide lo mismo, la conversación en todas las instancias es bastante similar, el curso de los hechos parece repetirse en un loop: comer, hablar de trabajo y de música, ir a su auto a charlar más íntimamente, posiblemente irse juntos a la casa de alguno de los dos. Angela declara disfrutar de este proceso, o no ser capaz de detenerse; lo enfrenta no con frustración, ni siquiera con entereza, como podría mirarlo uno de afuera, sino, al parecer, con placer.

En estos fragmentos quizás no estoy dejando traslucir la veta cómica de cada relato, que va en sutilezas difíciles de traducir. Son momentos, miradas, pensamientos, palabras, que cargan los hechos, hechos felices y tristes, celebratorios y trágicos, con y sin sentido, como la vida misma, de humor. ¿Quién dedica todo su esfuerzo y energía laboral a cuidar la planta de la oficina? ¿Quién se preocupa de una joroba cuando un padre cercano y compañero acaba de morir? ¿Quién busca el amor nuevo mediante los mismos ritos? ¿Quién monta una obra de teatro absurda para enfrentar el absurdo de afuera, del mundo? Todos lo hacemos, de alguna u otra manera, solo que no lo pensamos mucho, pues nos gusta tomarnos más en serio de lo que deberíamos.

Esta búsqueda del humor, de la risa, que quiere escapar a la obviedad de la representación del sufrimiento, se escurre desde los relatos y también es puesta sobre la mesa de manera explícita por la autora tanto en “Aborto,…” como en Track (“Pista”): «Cuando mi madre finalizó el divorcio con mi padre, todo lo que dijo fue “Nunca le des a la gente lo que quiere”. Fue un excelente consejo». Lo que la gente quiere, lo que queremos, muchas veces, es el placer condescendiente de sentirnos mejor con nosotros mismos al compadecernos fácilmente del dolor ajeno, como mencionan Natasha y Lucy mientras piensan su montaje. Para ello, nos posicionamos con amplia distancia, con superficialidad, sin involucrarnos realmente, como lectores o espectadores de algo. Pero Flattery, entretejiendo con lo trascendente lo mundano, quiere evitárnoslo a toda costa. Los personajes son tan vivaces, con tantos matices, que es imposible perderse solo en la tragedia y, casi sin darnos cuenta, casi fuera de nosotros mismos, somos testigos de la risa que se nos escapa de los labios aun sabiendo que una madre ausente, un padre muerto, una pareja abusiva, no son cosas de las que debamos reírnos. Pero quizás sí. Sin crueldad. Con el cariño y la ternura de saber que también nosotros estuvimos, estamos o estaremos en una posición similar, que no somos inmunes a la tragedia, que para todos tiene un rostro distinto, y que reírnos frente a ella es también reírnos de nosotros mismos. No tomarnos tan en serio. Ser más honestos, permeables y ligeros. 

 

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Rocío Abarzua M. Es Ingeniera Comercial y Magíster en Estudios Culturales