Los poemas reunidos en Ser a la vez el pez y la pecera conforman un abanico que se despliega para revelar aquellos secretos de los que estamos hechos y que subsisten porque equivalen a enigmas que nunca conseguiremos descifrar del todo, ni siquiera con la máxima exposición de las emociones con las que contamos como seres sintientes. Ni siquiera con la convocación de un Dios que se sabe espurio. Y, más profundamente, ni siquiera con el riquísimo manantial verbal que nos distingue como especie de una complejidad única. ¿Cómo no vernos en una deriva y cómo no paralogizarnos ante el abismo de enigmas milenarios que ponen a prueba hasta nuestra carne más tierna, que es la de la lengua?
«La vida nos obliga a vivir», dice la voz en su afán de descubrir, de superar este cuerpo, ostensiblemente arcaico, insecto, reptil, pez primitivo, evidenciando la ansiedad por deshacerse del capullo e ingresar, aunque sea efímeramente, a la realidad que es siempre inasible. La agonía en la que transcurre esta metamorfosis, el intento por dejar de ser el que se era es aquella «obsesión de ser otro… siendo a la vez el pez y la pecera» y, últimamente, ser nadie, ninguno «entre las multitudes». En esta búsqueda la voz ejecuta diversas mutaciones actuadas en la naturaleza, entre los tallos de las plantas en maceteros, adoptando la forma de frutas evisceradas que revelan personas minúsculas, contenidas en un centro. Es la convivencia entre cemento y verdor; almácigos que germinan, florecen y ven su crecimiento constreñido por las estructuras humanas que delimitan su expansión…
Aquí se intenta burlar el patrimonio moral, pues Dios es insuficiente, es difuso y la noción de paraíso (perdido) estalla en un mundo que se llena de alambradas y paredes. Las veredas limitan el verdor de los parques y los vidrios reflejan la duplicidad de las vegetaciones como en un convenio transado en pos de la supervivencia, de la posibilidad de respirar. En Confirmación del cielo dos hombres-niños salen a buscar a Dios «tomados de la mano». Es necesario atomizar a este padre mezquino y autoritario: «No le tememos a la fe», leemos en Irónica semana.
Así, es la mano humana la que destierra la noción de Dios. Gracias a ella los objetos cobran vida al ser hechizados por su intervención. Las tazas son depósitos de besos, la piel es una epidermis hecha de loza, las paredes vidriadas de los vasos son mejillas. Las gotas caminan, los muebles gimen del mismo modo en que lo hacen los hombres. «¿Quién es el fuego?», se pregunta la voz en Respirar el universo, y se responde: «Este brasero». Los elementos son destilados por manos humanas y primitivas, posiblemente gestadas en orígenes desérticos invadidos por «sed y sol, ceniza y sal», como en Piedra pesando en la llanura, donde figuran manos áridas, remarcando la noción de «ciclo» (Fotosíntesis).
Otra etapa en el proceso de individuación que todos debemos alcanzar es la que acompaña la revelación de nuestra intemperie. Las deidades se destiñen y dan paso a la decepción que significa estar sujetos a un país y sus oportunistas vaivenes: «En su historia / nada importa de la historia», leemos en Cita frente al océano y, en La fiesta de creer, «No le importamos al país, / ya lo sabemos». En Camino de vuelta se reafirma este engaño: «Nada nos ofreció el país: seamos». Por eso, «Ser nómade es la ley más apropiada, / cargando los destierros de palabras», como se revela en Vida de insectos.
Las armas a disposición (la ironía, el desencanto) igualmente drenan esta conciencia dolorosa («Nadie recordará que fuimos paraje», anuncia Cáscara quemada), porque el paso del tiempo es implacable y nos consume a todos, condenándonos a la «repetición de alientos ancestrales» (Cárceles vacías). En el poema titulado Seres, comprendemos que «las horas son el cosmos» y el pasado es visto como un «escapulario». Así es esta búsqueda de lo eterno entre cuatro paredes, limitados por Cadenas, donde un cuerpo se rinde a la imposibilidad de manifestarse, pues su voz es acallada por una avasalladora sorpresa que nos deja solos con nuestras bocas, lenguas, febles ingenios. Los miembros, el cuerpo entero es carne débil ante la brutalidad vetusta de los minerales que nos amenazan con la petrificación (Neptuno).
La experiencia humana es insondable y resulta en un continuum de tanteos, intentos mundanos por navegar entre los elementos que nos avasallan y dominan. En La tierra no sabe morir nos vemos «buscando en las extensas soledades / la verdad del hombre». Los elementos tampoco están a salvo entre ellos, vale decir, la disputa por prevalecer es una competencia que nos define a todos, que lo define todo. La fragmentación de las lenguas, que hace eco de la Torre de Babel, es otro puzle en el que pasamos nuestras vidas. Semejante al castigo que se adjudica al intentar crear vida sin el permiso de Dios (como en Frankenstein), sabemos que la arrogancia de elevarse hacia los cielos merece castigo divino, y este castigo se administra en la lengua misma que, escindida, debe comenzar a tantear, tartamudear y saborear los vocablos, pues, ¿qué otra alternativa tenemos salvo (dis)poner (de) nombres? Este habitar inter-especie se aprehende con la llegada de nombres («La música de las raíces / nos devuelve el habla… La palabra nos repite / el linaje de las plantas…»), aunque las palabras se alejen del cuerpo, como en el espacio limítrofe de Hospital. Y, sin embargo, «cuídate de las palabras», se nos advierte en Sed de laberinto.
La búsqueda de sentido es extenuante y, aunque se vive como una novedad en el cuerpo recién emergido de una crisálida, es antiquísimo. El cansancio deja a los cuerpos- lengua «hartos de pronunciar los nombres del pasado; / hartos de la lingüística y las letras». En La cadena de lo diario atestiguamos este predicamento, pues allí se confronta a una Babel «sin laberinto» con una «lengua sin sonido». Babel nuevamente. Babel ineludible que habita en el cuerpo, lo coloniza y lo domina.
El derrumbe de la torre ocurre en el organismo, que resulta en un cuerpo a merced de un «sino» que se resiste a ser trágico; que comprende que estas palabras, aunque vacías, moribundas o inconscientes, pueden acercarse a una definición de existencia. Es necesario aprovecharlas, por más engañosas que sean, para describir, para localizar cada espacio, cada casa, hospital, población. Quizá hasta hay un placer o, por lo menos, una confirmación relajante, al comprendernos víctimas de la expropiación gracias a esa Babel «derrumbada».
Lo trascendental, lo temporal, y los cuerpos confinados entre paredes o arrojados a un vacío en el que intentan subsistir con pusilánimes y admirables tretas constituyen un espejo donde nos vemos como seres que se protegen de la intemperie que significa existir; animales somos resguardándonos del dolor, de la pena, con nuestros meros esqueletos. Al final, solo somos insectos. Exceptuando a las abejas, no parece que los insectos sean seres sintientes y, sin embargo, aquí hay amor insecto, quizá porque es imperceptible, una muestra más de la futilidad en la que habitamos. El insecto solo deja su huella, “borrada / del aire / para siempre», como proclama la voz en Próximo.
Fish (1941). Candido Portinari.
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Nicolás Poblete. Escritor. PhD en Literatura Hispanoamericana, Washington University in St. Louis.