Por Manuela Irarrázabal
Es un placer y un honor estar aquí con ustedes en esta presentación y celebración del libro de Miguel Hernández Zambrano. Restitución de la lengua es un poema sobre el lenguaje. Esto puede sonar a un poema sobre todo y sobre nada; y eso es justamente lo que es. El poema descuella la frontera entre todo y nada y pone al lenguaje en ese lugar inestable de creación, reproducción y muerte. En el principio era el magma–nos dice–; acción sin verbo; lenguaje sin palabra que “no alcanzamos a imaginar”. La palabra llegó escrita, en forma de libros y documentos varios traídos por los dioses. Llegó con reglas, estableciendo usos y prohibiciones; llegó con un poder que se extiende a “toda la materia viviente”. La palabra llegó y demarcó formas de excluir. Cómo no temer.
La palabra tiene una historia, tiene épocas que se rigen por unas reglas a las que ajustarse a riesgo de no pertenecer, de ser un paria, un marginado, un extranjero del tiempo –a riesgo de no existir o de existir a medias.
Restitución de la lengua comienza como una genealogía de orden explicativo que sin embargo no pretende ser la voz de un pueblo ni de la humanidad ni de la materia viviente. El poema está demasiado atravesado por la desconfianza como para establecerse a sí de ese modo. El lenguaje es un terreno movedizo, que la voz del poema acerca y aleja, porque para hablar de ciertas cosas se requiere de un cambio de persona gramatical. De la tercera, a la primera y vice-versa, hasta que por un instante se pausa el transcurso de la historia y el poema interpela al lector (o al escritor) directamente enfrentándolo con esa desconfianza del lenguaje: “quizás quieres decir otra cosa / quizás quieres decir odio”.
La historia de este origen, también es la historia de un niño que está asustado, y está asustado porque está despierto al poder y a los dobleces del lenguaje. El lenguaje actúa como referente y como significante del dolor: ante el dolor, la madre pierde la palabra; el padre entra en plegaria. En dolor, el lenguaje se vuelve inadecuado y adquiere “esquinas punzantes”, es vidrio despedazado. Es ahí que el niño aprende que el “tú” puede volverse calambres. El silencio nace entonces. Es un silencio que nace del lenguaje, no que lo precede. Es un silencio que llega “como el eco de una sobremesa”.
El lenguaje trae consigo reglas y medidas que se absorben como la leche materna, pero esto no debe confundirnos: tales reglas se aprenden de la forma dura. La mesura surge del ocultamiento, de los ángulos y las cortantes. El lenguaje es un mapa, del que si nos alejamos, perdemos la orientación. La extranjería y la servidumbre aparecen de la mano; el lenguaje que se rebela y que se resiste. Porque hay un lenguaje que no encuentra lector. Porque el lenguaje que atraviesa la materia viva, impone leyes, excluye y puede dejarnos suspendidos en una distancia temporal inquebrantable: “[p]or un tiempo callamos aunque nos sabíamos contagiados de un lenguaje pedregoso / … y ahí estaba yo /un sistema antiguo arrancado al letargo”.
Restitución de la lengua. Miguel Hernández Zambrano. Traza Editora.
Ese “ahí estaba yo” es cuerpo, es historia y es memoria, y para contarlos hay que traspasar lo incomprensible: el tono, la voz, las manos. Las voces y registros que se superponen en el poema hacen eco de las estructuras que se superponen en la familia y en la fiesta. “Lo incomprensible de la voz/ llama desde su opacidad… lo incomprensible del tono … lo incomprensible de unas manos cegadoras señalando otro registro”. Lo incomprensible es parte de la historia de la lengua y es parte de quien primero aprende el silencio: “[m]i nombre era una ciudad arrasada por el fuego / me hice ceniza y humo / carne piedra / sangre espesa de incendios interminables / necesitaba palabras distintas/ un rio abrasador que pudiera cortar la densidad/ solo entonces podría ir en otra dirección”.
El mito, nos dice el poema, linda entre la carne y la palabra. ¿Pero qué clase de linde es ese? ¿Podemos siquiera acercarnos a él o es ya demasiado tarde para articular la comprensión?, porque son “movimientos que no se pueden entender por /tantas décadas de domesticación /años de pedir bendiciones y salvoconductos sudor respiraciones / este gesto es otro”.
El “ahí estaba yo” es cuerpo en el lenguaje; la garganta, la espalda, los músculos, la piel y órganos afloran en él. “La carne de las heridas” y “la sangre de animal herido”, la sed y el temblor; todo ello encuentra asidero en el silencio. Y el silencio es lenguaje porque “solo el tacto o una voz remueven la espesura”. Pero no, no es solo que el cuerpo esté suspendido en el lenguaje: el lenguaje se vuelve cuerpo cuando una mujer “intenta acortar la distancia / roza un brazo … / la confusión hace de su mirada una llama tenue”. Ahí, cuando el puente pareciera haber sido establecido, el lenguaje falla: “[t]odo se oscurece en la boca… la gente que me habita se confunde al hablarme.” La lengua entrampa, arrebata, silencia: “…me ahogué cuando quería hablar /se espantaron con mi impotencia / cuando quería decir tú decía no sé/ cuando quería susurrar una lengua húmeda me temblaban los dientes y una tos incomprensible me vencía”. El lenguaje está encarnado y el silencio, aprendido en la infancia, incomprensible, también lo está y eso es irreversible.
La restitución de la lengua es una labor nostálgica. Para maldecir hay que recurrir a la nostalgia. Aquello constitutivo que se encuentra en el maldecir es lo que en un momento breve se nos pide que como lectores reconozcamos. Junto a la memoria del origen, hay un himno al olvido, y también al frío y a la lejanía. Pero la restitución se vislumbra en el éxtasis ante las “lenguas … ya incontables” de los antiguos. Los antiguos, los del lenguaje de antes, cuyas reglas ya no valen están presentes. La restitución abarca necesariamente esas lenguas, ese silencio, el asumir los pliegues y dobleces, las ampulosidades y los ángulos cortantes. La restitución invoca a los antiguos silabarios, gramáticas, órdenes para sacarle al lenguaje sus ropas y dejar que la “[v]oz de la voz / es tu nombre mi nombre lo que intento tu nombre / que resuena y se expande”.
Sín título. Nicola Samorì.
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Manuela Irarrázabal (Santiago, 1980). Editora y fundadora de Espacio Fronterizo. Licenciada en Filosofía y PhD en Estudios Clásicos por la University College London. Su investigación se ha centrado principalmente en las emociones en la antigüedad Greco-latina. Su doctorado investiga la ira en las tragedias de Esquilo, combinando marcos teóricos provenientes tanto de la filosofía y la retórica Greco-latina, como de las ciencias cognitivas contemporáneas. El rol de la memoria, la categorización de las ofensas, el rol de la sociedad y de la existencia de una estructura legal para lidiar con el daño sufrido son algunos de los temas centrales de su investigación acerca de la ira. La lingüística cognitiva y en particular el análisis de las metáforas usadas para referirnos a la ira son claves fundamentales en su trabajo.
Miguel Hernández Zambrano (Maracaibo, 1983). Poeta. Licenciado en Letras por la Universidad del Zulia y Magister en Escritura Creativa por la New York University. Ha publicado la plaquette de poesía Cotidiano (Buenos Aires, 2010), Un decir errado (mención especial del I Concurso Nacional de Poesía Delia Rengifo. Caracas, 2011) y ¡Oh, lorem ipsum!, poemario ganador del IV Concurso Nacional de Poesía (2013) de la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello. Es coeditor en Espacio Fronterizo. Reside en Santiago de Chile.