Dos niños avistan un conejo brincando al borde de un parque de juegos en Viña del Mar. Toman sus palas y baldes y deciden encontrar los túneles que esconden su madriguera. Tal vez descubrirán también a su familia y a un sinnúmero de conejitos blancos y pequeños. Los niños se entusiasman con la idea de llevar una mascota suave y peluda a su casa. Por más que buscan y cavan por aquí y por allá, encuentran solo un zapato de mujer y un pie. A los padres les toma tiempo entender que el zapato sucio con el que los niños juegan pertenece a un pie amoratado que asoma de la tierra bajo las ligustrinas. La policía tarda unos treinta minutos en llegar y mientras toman datos y declaraciones de los padres, cierran el perímetro para que los peritos del servicio médico legal puedan hacer su trabajo. El pie lleva a un cuerpo atascado en un hoyo superficial entre las raíces de los arbustos. El estado del cadáver es aceptable y determinan con rapidez la información superflua: sexo, edad aproximada, momento y causa aparente de la defunción. Pero la mujer no porta documentos u otras cosas que permitan dar con su nombre o residencia. Los policías pierden el tiempo interrogando una y otra vez a los padres de los niños, quienes no estaban enterados de las intenciones cazadoras de sus hijos. Los peritos pierden también mucho tiempo tratando de hacer calzar las mordeduras de roedores en los dedos de la mujer con la inexplicable asfixia. Es difícil creerles a los niños, que insisten en que solo jugaron con el zapato y que en su afán por atrapar algún conejo no habían esparcido entre las ligustrinas comida para roedores. 

Una vez en el laboratorio, los restos de sustancias alucinógenas que encuentran en el estómago de la mujer desvían aún más la investigación. Toma algo más de una semana a los policías concentrarse en el sweater azul, que es el único objeto que lleva a un testigo. El hombre tiene 39 años. Casado, de profesión psicólogo y escritor. Luego de revisar las constancias de extravíos o reportes criminales en Viña del Mar o sus inmediaciones, los policías deciden golpear puertas y preguntar a los vecinos. Nadie ha visto o escuchado nada, aunque alguien leyó una publicación de Instagram. Pablo Prado Rojo, residente en la vecindad colindante con el parque de juegos, había posteado hace algunas semanas en su cuenta tres anécdotas raras como pie forzado para que sus seguidores se animaran a escribir relatos. Una decía que una anciana vestida con un sweater azul había desaparecido entre unos arbustos y que no había vuelto a salir. Luego de citar al señor Prado Rojo a la comisaría para dejar constancia de sus declaraciones, la policía se entera de que, primero, el testigo tiene la extraña manía de pasear por el parque de juegos observando a niños y a padres en detalle para luego postear pies forzados en su cuenta de Instagram, segundo, que el susodicho escribe cuentos y novelas de terror, y tercero, que el testigo tomó clara noticia de la señora del sweater azul. Según el señor Prado Rojo, la mujer ya había estado en repetidas ocasiones en el parque. Parecía siempre extremadamente interesada en las ligustrinas del fondo. A veces se acercaba a ellas, miraba entre el follaje, hurgaba un poco en la tierra por aquí y por allá. Una vez la vio descender del autobús que venía de Valparaíso. Una vez la siguió de regreso a su departamento, pero sintió mala conciencia cuando notó que la mujer hablaba sola. 

Los policías no se dan cuenta de que están perdiendo el tiempo al sospechar del señor Prado Rojo y que toda indagación criminal en esa dirección terminará en un reporte lleno de preguntas e inconsistencias. Afortunadamente el jefe de la brigada, aficionado a la literatura de terror local y feliz de conseguir el autógrafo de Prado Rojo, conmina al equipo de investigaciones a seguir la pista del edificio en el que supuestamente tenía su domicilio la señora del sweater azul. Ya al golpear la primera puerta y describir someramente a la mujer, se enteran de que se trata de doña Alicia, una anciana que vivía sola en el quinto piso, cuarta puerta a la izquierda. Una llamada a la comisaría local confirma la identidad de Alice Hargreaves, ciudadana británica de 83 años, radicada en Valparaíso desde hace más de cincuenta. Por supuesto que nadie abre la puerta cuando tocan el timbre. Tampoco hay reacción a la quinta ni a la sexta llamada. Entonces una vecina sale al pasillo con una llave en la mano. Los policías se enteran de que doña Alicia le había pedido el favor de cuidar su departamento mientras ella se ausentara. La vecina les confiesa que esas ausencias de doña Alicia no eran raras. A veces se iba por más de una semana. La última vez dijo que había encontrado un muy buen lugar, pero que no estaba segura si la dejarían entrar otra vez. Como nunca había pasado más de una semana y media sin regresar, la vecina hizo una constancia por extravío o presunta desgracia en la 3a comisaría de Valparaíso. Los investigadores confirman de inmediato por teléfono la declaración, sin entender muy bien por qué no existe una mejor comunicación entre las policías de las ciudades gemelas. Serán razones políticas, dice uno. Tal vez somos solo nosotros, dice otro, que le pide la llave a la vecina para entrar al departamento.

Los investigadores abandonarán esa tarde la vivienda de la señora Alice Hargreaves, conocida por sus vecinos como doña Alicia, con las mismas preguntas con las que habían llegado. En efecto, dada la ausencia de familiares, la recomendación del equipo será cerrar el caso por falta de indicios, a menos que los resultados de los peritajes patológicos sugieran otras pistas contundentes. El preciso, pero escueto inventario, redactado por los investigadores, pone en evidencia que la explicación más pragmática es la extremación de una demencia por consumo de sustancias ilícitas, que, por su parte, llevó al debilitamiento corporal de la mujer por falta de ingesta de alimentos. 

Según el inventario, el departamento tenía olor a humedad y a encierro, lo que corroboraba las declaraciones de la vecina. En el pasillo, en el perchero, colgaban siete sombreros de diferente confección, estilo y tamaño. Ninguno de ellos tenía la talla de la mujer. En el comedor, la mesa estaba despejada, salvo por una torre de naipes de cinco pisos, la que se desmoronó cuando los policías abrieron la ventana. En la habitación destacaba una vitrina con una colección de tazas y jarras de porcelana para el té. En el salón había un futón de terciopelo verde, un narguile y una jaula para cuyes o conejos vacía. En el refrigerador había diversos pasteles y galletas en descomposición. En el botiquín bajo el lavamanos en el baño había un gotero y una botella de vidrio ahumado con una etiqueta manuscrita en inglés. La despensa, además de té y algunos alimentos enlatados o envasados, estaba abarrotada con comida para roedores. Sobre su cama, había conejos de peluche hechos de lana y sobre la cómoda una estatuilla bastante realista de un gato atigrado, que dependiendo desde dónde se la mirara, a veces parecía no tener boca y a veces parecía sonreír. Los investigadores quedaron sorprendidos con el flamenco embalsamado y las nueve macetas con peyote que encontraron en el balcón. Los peyotes estaban pintados de rojo. El dormitorio de servicio era usado como bodega: junto con tres sillas de mimbre desfondadas, un sofá roto y una desgastada maleta de cuero, encontraron 15 espejos de diversas formas y tamaños, todos relucientes y libres de polvo. En el departamento no había televisión ni radio ni teléfono. El reloj de la cocina estaba descompuesto, el minutero parecía avanzar diez veces más rápido que un segundero normal. El análisis de laboratorio de los alimentos y líquidos encontrados en el departamento reveló altas concentraciones de THC y LSD.

Uno de los investigadores quería finalizar el informe con tres palabras: vieja, sola y loca. Sus colegas lo convencieron de hacer ese comentario oralmente y a puerta cerrada, cuando hicieran entrega del documento al jefe. Ninguno de ellos se atrevió a decir que quizás la mujer había muerto en su ley. Nadie pensó en la frase suelta de la vecina y que tal vez ahora sí la habían dejado entrar de nuevo. 

Cuando iban a volver a sus despachos para ver con qué caso les tocaba continuar, el jefe recordó a los niños del parque. Era probable que necesitaran ayuda psicológica para lidiar con el trauma del zapato en las ligustrinas. A uno de los policías se le ocurrió pasarles a los padres los datos del vecino Prado Rojo.

 

I fiori nascono ovunque (2023). Cosimo Antitomaso. Fuente: No Ordinary Eyes (FB Group).

 

 

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Vicente Bernaschina Schürmann (Santiago de Chile, 1982). Chileno de nacimiento, alemán por herencia y desarraigado por naturaleza. Poeta por accidente y cuentista por voluntad. Algunos relatos publicados en internet:  Tiro de gracia - carcaj.cl (2023) y  Derrumbes - revistadesbandada.com (2021).