Por Juan Pugga
Nos pareció súper extraño cómo todas las personas que conocimos, apenas llegamos a Niebla, nos contaran con cierto secreto la historia que se ocultaba bajo el perfil de Bernardo Canipani, el abuelo con cara de sauce de Olivia. Para callao y entre nos, cuchicheaban que, dicen las malas lenguas, que este campesino mudo escapó de Chiloé en su juventud por un amor que desmembró sobre los bosques de arrayanes de la profunda Valdivia. Dicen que dejó sus cabellos en Niebla y repartió sus huesos por los mundos y caminos de esta tierra sureña. Pareciera ser un muerto en vida como lo mencionan. Nosotros sabíamos de su pasado de sepulturero de mapuches desterrados y de desvirtuados cristianos, pero este humilde hombre que vimos en la mañana acariciando la tierra con su pala y saborear la primera cazuela del día como la última, parecía ser otro.
Las lenguas del pueblo nos cuentan que el Papi Beto mató, hace un par de inviernos, a un lion en la selva valdiviana. Un puro escopetazo, escuchado cerca de su campo, testimonia aquel cuento. Mamita Lupe nos contó en la madrugada que en verdad era un puma que nadie pudo ver, ni siquiera ella misma, pero que todos los pobladores, por medio del boca en boca, sabían que rondaba por los cercos de nalcas y zarzamoras un gigantesco lion chileno. Todos y todas, tanto humanos y animales como entes y espectros, sabían de su presencia por los lugares cercanos al pueblo, donde bebía agua este lion de algunas vertientes cristalinas. El lion dejaba sus huellas en el barro. Muchos pobladores aterrados por la presencia del felino veían impotentes cómo sus ovejas y gallinas dejaban, entre medio de las rejas de alambre y las tablas destrozadas, una marca de sangre tras su desaparición.
Papi Beto nos contó que fue en la mañana del martes 23 de Junio del 2015, yendo a buscar leche para el desayuno, cuando lo encontró. Por suerte, y dentro de sus pocas sonrisas, nos cuenta que no le teme mucho a las bestias y que sólo vio la oportunidad de usar al fin la escopeta regalada por su hijastra Sofía. La tenía a mano ante cualquier cosa. Sólo disparó al salto del rugido. Era él o el lion. Sólo eso pasó. Existe la sospecha que, cuando el papi Beto encontró al puma dentro de la casa de las ovejas y de las vacas, tembló. Eso nos dijo mami Lupe y varios acompañantes de este cuento. Nos dicen que tan solo al escuchar el disparo de la escopeta, la tierra comenzó a zamarrearse como nunca. Esto el papi Beto no lo recuerda, de hecho no recuerda cómo ocurrió todo exactamente. Nos dijo que nunca usó la escopeta por miedo. Para él solo era un pequeño poder disuasivo para un campesino tan flacuchento.
—Sólo soy un viejo de campo que vive del trabajo y de la siembra. La escopeta, para mí, sólo es una herramienta que sirve para alejar a los fantasmas y los bandíos que acechan la casa de la noche. Nunca pensé en matar con ella.
Cuando salíamos con Olivia a caminar durante las tardes por el campo, nos entreteníamos imaginando en las nubes y el paisaje aquel encuentro del viejo con el lion. Coincidíamos pensar que cuando papi Beto lo vio, este murió de un infarto por la sorpresa y estiró la pata. Nos reíamos conversando que por lo bruto que era, tanto que decidió a toda costa vivir al verse morir. Lo imaginábamos respirando sin exhalar la presión atmosférica, ahí se le ocurrió trasplantarse el corazón del puma que agonizaba al igual que él. Ambos se observaron en el cansancio, identificándose de la misma manera. Fueron uno al reconocerse en la herida y el dolor del escopetazo. A uno le paralizó el corazón y al otro le destrozó las tripas. La imagen amanecía con ambos desparramados en el barro, como dos fetos mirándose a los ojos, donde cada onda de luz petrificaba un vaho caliente con forma de alma en la lana ensangrentada.
La última vez que dormimos en el comedor nunca la olvidaremos. Yo la recuerdo desilusionada por la pérdida de impresión que me causaba hace días el cielo valdiviano. De noche parecía un día oscuro atravesado por las explosiones del alumbrado público. Nada nuevo para mí. Pero esa noche, a diferencia de otras, no me pude mover. Mis ojos se tensaron al escuchar en el vacío una hambrienta respiración muy cerca de mi yugular. Olivia me apretaba con desesperación mi antebrazo, transpirando al igual que yo, un miedo parecido a jugar con un cuchillo. Esa fue la última vez que escuchamos a Mamita Lupe. Dijo, dentro de la dulce ventisca que refrescaba las copas de los árboles:
—Ya Beto corazón de lion, anda acostarte. Hoy no. En la ventana te dejé un cordero si tení hambre.
Como aquella ventisca, salimos corriendo y nos alejamos, por lo menos, unos diez kilómetros por el bosque de nalcas. Nos dimos cuenta que estábamos perdidos cuando nos encontramos con todos los escondites que el lion frecuentaba. Hasta encontramos donde dormía y guardaba sus camisas y colonias inglesas. Tenía una cueva bajo unos arbustos, que sólo se iluminaba de noche por el contraste lunar que causaba un frondoso arrayán. Cuando logramos encontrar la carretera tras caminar por horas en círculos, hicimos dedo a cuanta máquina pasaba.
Nos paró una camioneta ranchera que vivía tropicalmente aquella noche. Raimundo tenía nuestra edad y nos acogió con una alegre conversación sobre la locura de la gente del pueblo. Contándole sobre el papi Beto, Raimundo se enmudeció mientras manejaba. Entre un túnel de sauces llorones, apareció el espectro de una pálida mujer que colgaba dentro de una lágrima. Un hielo nos paró la respiración mientras atravesamos el cuerpo con los focos en alto de la camioneta. Nos callamos todo el camino, preferimos hacer silencio.
Respirando un cigarro en el centro de Valdivia, recordamos el bosque en el cual nos perdimos. Nos alegrábamos, al ver y coincidir, pese al horror, que cada árbol eran amores habitados en un simple lenguaje de señas. Eran rostros que se apretaban ante nuestros ojos cuando los rayos de nuestra luna roja los tocaban. Eran una vía láctea anclada a nuestro pulso agitado. Cada rostro ejercía el mutismo de nuestro miedo. Escuchábamos nuestros pensamientos en sus hojas.
Todas las veces que contamos esta historia con Olivia, por lo general, nadie nos creyó, excepto cuando se la dijimos al Choro X en el terminal, este desapareció entre el mar de viajeros. Le dijimos:
—El papi Beto tenía el corazón del lion que atemorizaba Niebla.
Y este salió corriendo despavorido. No sabemos cómo se llamaba y qué fue lo que le pasó. Cargamos con esta historia como un escopetazo. Aunque pasen y pasen los años, hay saliva que queda en las grietas de nuestros cuellos.
Nude wading. Arthur Boyd (1962)