Por Juan Carlos Ramiro Quiroga

Siempre me ha fascinado cuando Ulises, Rey de Ítaca, ordena que lo aten al mástil de su nave para oír y soportar el cántico letárgico y fatal de las sirenas mientras que ordena a sus navegantes se coloquen cera en los oídos –quizás la única manera de evitar la locura o la muerte, y no encallar en la isla adonde moran esas deidades marinas. ¿Qué clase de encantamiento sonoro resistieron no sólo el héroe homérico sino sus tripulantes, para pasar indemnes con la nave ante la peligrosa isla, de tales alimañas divinas? Ese tipo de cántico o te trastoca el cerebro o te demuda en otro ser del que creías ser, porque ya no serás el mismo, si desoyes la advertencia de Circe que le anticipó a Ulises. Esa es parte de la mitología griega cantada por Homero y que conocemos desde nuestra adolescencia colegial. 

Tenemos la versión de Kafka muy diferente a la del aeda griego, que tajantemente relata que Ulises no oyó nada (solo silencio) más que sirenas contoneándose entre las olas espumosas, y gesticulando sus chorreantes y deslumbrantes figuras ante él y los navegantes. Acaso, Joan Villanueva va por ambos lados ya sea por el mito homérico y por la versión kafkiana.

Hay una tercera versión que sobrepasa todo nuestro entendimiento, poco familiarizados con ella: las sirenas andinas o del lago Titicaca. ¿Dónde oí esto? Aquí, la sirena no es una entidad maligna sino llena de bondad, porque otorga una vasija de oro o un brebaje curativo a los que la conocen. Inclusive es pescada y muerta por los habitantes. La sirena es víctima de la ambición humana. Acaso este es otro cantar que no va con la atención poética de Villanueva. 

Yo me he preguntado, en varias oportunidades, desde que leí a Homero, ¿Qué es lo que oyó Ulises, amarrado dos veces al mástil, al pasar ante la isla de las sirenas y no perecer en el encantamiento? No será más bien la pregunta correcta: ¿Qué es lo que contempló el héroe homérico? Oír o contemplar, he ahí la cuestión. Estamos ante el dilema shakesperiano del ser o no ser. 

Desde que escuché al compositor francés Erik Satie, gracias a un regalo de Blanca Wiethüchter, y desde que he estudiado algunos de los escritos de Da Vinci, sé que el ver y el oír son prácticas artísticas muy complejas. Saber oír música (afinar el oído) te muestra secretos que para otros pasan desapercibidos. Si oyes a Mozart durante el embarazo, le estás activando y dotando a tu retoño de algo increíble a futuro. Saper vedere, como decía Leonardo, le hacía contemplar la realidad circundante como un espacio de lógicas, álgebras y físicas en un deslumbramiento continuo. Ver el vuelo cernido de un colibrí le otorgó al genio italiano la idea de un helicóptero. 

Todas estas cosas me han hecho suscitar en la cabeza el libro Calzar la sombra de Joan Villanueva. Si ha logrado eso en mis lecturas es buenísimo. ¡Qué va, excelente! Y, de entrada, Calzar la sombra ya genera algo imposible e inusitado. ¿Cómo hacer caber en algo sólido (quizás unas sandalias) algo tan inmensurable como la sombra? Este poemario de Villanueva me genera más preguntas que respuestas porque hay algo primordial en este libro. ¿Será la vívida expresión del silencio o será la gesticulación del cuerpo humano y animal de una sirena? En ambas vías, lo primordial nos tiende celadas y nos ata sólo a dos sentidos, tanto al oído como a la vista. 

El contrapunto actúa como parte primordial (negativo) del lenguaje musical, que se quisiera tachar o borrar del pentagrama inicial de Calzar la sombra, adonde la ejecutante (“atada al lado equivocado del río”) interpreta a la inversa “ese balbuceo arrullador” (positivo) del canto de las sirenas. Aquí, Villanueva se resiste a ser el escriba o el médium de Homero, aquel que escribe y transcribe el mito o la aventura de Ulises:

 

“tensas la mano        y sobre el canto de las sirenas            escribes 

atada al lado equivocado del río 

/̶m̶e̶d̶i̶o̶c̶r̶e̶/̶        (sobre la amarra del tiempo) 

                                                                                     transcribes 

sobre la hoja blanca 

un espéculo de tu degradación 

un temblor de tu cuerpo que asiste     al amarre 

en propulsión hacia el vocativo 

/̶e̶s̶c̶r̶i̶b̶a̶/̶             recorres el canto     a la inversa 

                             como se recorre el vino 

                             un día                    sin motivo        ni fiesta 

/̶m̶é̶d̶i̶u̶m̶/̶          clavas las uñas en el t̶e̶c̶l̶a̶d̶o mástil 

                                                                                  trepas 

                                                                                  y reptas 

                                                                                  hacia esas otras 

                             hacia ese balbuceo arrullador 

                              hacia esos rostros                     que no conoces 

                              hacia los tropos                         /que chocan/ 

                              y que tocando sin consentimiento estás 

                                       que tocando. sin consentimiento. estás. 

                                       es un proceso lento 

                                                    pero 

                               por un píxel       te adentras 

hacia donde no hay consecuencia ni miedo 

                                       de orillar el oído 

                                         a ese otro lado 

 

                                         a esa otra tú”

 

Todos los elementos esenciales del mito homérico sobre las sirenas están dados en este imposible pentagrama que plantea la autora en su poemario. Igual que Ulises, ella está atada o amarrada al mástil; pero no solamente para oír el canto de las sirenas al borde de un río embovedado sino para interpretar esa pieza (“ese balbuceo arrullador”) como el director de una orquesta sinfónica. Es decir, oír y ejecutar la sonora voz de las sirenas.

El mástil no es un mero elemento totémico adonde la autora soporta el amarre sino la pieza rectora (el teclado) adonde escribirá y transcribirá y, lo más importante, interpretará el canto de las sirenas como una experta solista de piano. La vía para oír ese balbuceo arrullador será un trabajo a la inversa y además una interpretación musical sin consentimiento.  “Es un proceso lento”, dirá Villanueva. 

¿Por qué ese trabajo de interpretación musical hecho por Villanueva es un trabajo a la inversa y por qué sin consentimiento? Quizás sea porque el acto de oír y ejecutar ese balbuceo arrullador sea un proceso de introspección hacia sí mismo o una horrenda operación de cirugía para extirpar los dolores y reducir las emociones a cero. Y esta lobotomía no requiere de ningún beneplácito de nadie ni siquiera del ejecutante:

 

“nadie piensa en la manera en que se teje

esa economía del cuidado de los recuerdos

nadie piensa 

en la optimización de los modos de parasitarnos que tiene el pasado

nadie piensa      en los diminutos trastornos nerviosos

           que en efecto nos revuelcan las muecas

y el cállate el hocico”

(lobotomía)

 

Este adentramiento vocativo ejercido por la autora es para intimar y sentir “a esa otra tú” que está al otro lado (en la otredad) a través de uno sólo de sus sentidos: el oído. Y para acceder a este otro estado poblado de rostros desconocidos y de ruido (“hacia esos rostros que no conoces/ hacia tropos /que chocan/”), la perplejidad metafísica personal es un ejercicio primordial que le permitirá a Villanueva acaso vislumbrar de dónde viene, a dónde va y cuál es su ocupación poética y musical en este preciso momento: “aquídentro”, dice Villanueva. 

 

“¿de dónde vengo?           de dónde siempre habré venido

 apenas desperté       aplastada bajo el peso de los puyos me pregunté 

¿quién se oculta?      ¿quién me espía

                                      aquídentro          muy dentro de mí?

(…)

                                    ¿quién está escribiendo esto”

(nuevo mundo)

 

Esta estrofa me ha hecho recordar esas otras líneas memorables que ha escrito el bardo peruano Javier Sologuren en el poema Recinto (1967), que fue publicado en la revista Amaru, adonde se cuestiona sobre el mismo tema del pronombre /quien/:

 

“quién nos apura sí quién nos pide cuentas

antes que el día concluya quién

el plano nos muestra 

nos exige entenderlo 

quién muerde en nuestro corazón

el ácido fruto

quién” 

 

La perplejidad a la que arriba o encalla Villanueva tanto como a la que arribó Sologuren es la constatación de lo vasto que es el propio individuo como persona. Y este autoconocimiento vendrá como una advertencia contra la soledad y a favor de la compañía: 

 

“no es quién,            sino quiénes

y ten cuidado,                   te lo advertimos

/sobre todo/    en esta metrópoli

                             no andes sola     contigo”

(zoocosis)

 

En este lapsus altamente emotivo e intelectual, una definición y un pedido de lo que es Calzar la sombra viene como anillo al dedo en hablación. Oír el canto de las sirenas trae consigo un aprendizaje que va en contra de la escritura y de la expresión. “El mundanal rüido”, diría Fray Luis de León. Es una inflexión poética para evitar el habla y facilitar la contemplación del silencio. Una actitud mística a lo desconocido –a “ese balbuceo arrullador” que es el canto de las sirenas. Algo de lo que musitaba y conocía muy bien San Juan de la Cruz. “la noche sosegada/ en par de los levantes del aurora, / la música callada/ la soledad sonora, / la cena que recrea y enamora” (Canciones entre el alma y el esposo). 

Ulises se hace atar al mástil de su nave para oír ese “sonoro canto” que encanta y enloquece mortalmente a cuantos hombres van a su encuentro. Joan Villanueva se hace un amarre con uñas a ese teclado que es el mástil por donde recorre el canto (trepa y repta “hacia esas otras”). Y lo que escucha no es el silencio como imagina Kafka sino tantas voces, tanto galope, tanto relinche, tanto berrinche, tanta entrega, tanta miradadereojo, tanto recelo, tanta palabra suelta, tantas palabras sueltas, tanto ha…, “las otras voces del aquel contaminado río”:

 

“el poema es una sirena 

                                  de río       abovedado 

                                                    que chilla: 

miren hasta dónde he vuelto 

hasta dónde he llegado 

 

mírenme           un poco más

                            y

                            córtenme ya    la lengua

 

para que pueda por fin 

                              calzar              la sombra” 

   

Esta es la efervescencia del ruido (ese chillido) en la que encalló Joan Villanueva tras interpretar magistralmente esa pieza musical mitológica. Ha logrado que “ese balbuceo arrullador” de una sirena, cercana a un río abovedado, la deje en silencio, contradictoriamente, con el instrumento poético totalmente desafinado y a la inversa.

Una de las creencias más difundida con respecto a la “sirena andina” es que, si se deja un instrumento musical a orillas de un río, una poza, alguna laguna, cascada, manantial, bofedal, etc., durante toda la noche, al día siguiente estará perfectamente afinado, ya que la sirena lo tocaría y lo dejaría totalmente templado. Para que realice esta labor de afinamiento, se le dejaba ofrendas de comida, bebidas, hojas de coca u otras cosas. Y los ejecutantes evitaban tener contacto con la entidad, porque oír el canto de la sirena o su música podría enloquecerlos. Cuando los músicos regresaban al día siguiente hallaban el instrumento totalmente afinado (Ver Las sirenas de los Andes en el blog El mundo mágico de Ursu. Jueves 15 de mayo de 2014). 

Contrario a este don musical, Calzar la sombra de Joan Villanueva conlleva un desafinamiento, un chillido, un silencio mortal. Asistimos a un tropo o a un texto breve musical que oficia un drama litúrgico. El fin de la palabra y el inicio del ruido.

 

La Paz, Bolivia, 14 de marzo de 2024.

 

* * * * * * * *

 

JUAN CARLOS RAMIRO QUIROGA (La Paz, 1962) Ensayista, periodista cultural y poeta. Licenciado en Literatura (UMSA, 1992). Ha publicado los libros de poesía: Turbaciones (de celo) ante la gran piedra (1993), El primero amor (2001), Historia del Ángel (2003) y Hueso blanco (2007), de prosa poética. Su poesía está incluida en la Antología de la poesía latinoamericana del Siglo XXI de Julio Ortega, (Siglo XXI, México, 1997) y en ZurDos. Última poesía latino americana, antología de Yanko González y Pedro Araya (Bartleby Editores, Madrid, 2005).