Por Valentina Parra Reyes

Pienso en la maternidad como un precepto parasitario que se impone como escombro en los terrenos baldíos, como un pronóstico autodestructivo del cuerpo. Pienso en ella como un legado material de la monstruosidad interior; una amenaza a la propia vitalidad, tal vez. Son estas mismas ideas, las que resuenan en mi cabeza cuando me aproximo a la destemplanza poética con la que Ariana Harwicz describe la maternidad, con una transfiguración de las palabras que comienzan siendo un punto y terminan siendo un mosaico retorcido de la interioridad femenina. 

Sus textos re-forman y deforman, como si en sus letras halláramos el símil de un cuerpo animal diseccionado y dispuesto para ser invadido por la mirada del aficionado. La porosidad de su escritura es erótica y desafiante, que con una velocidad casi taquigráfica logra desestabilizar cualquier acercamiento a la certidumbre. 

Es esto lo que viene a mi mente cuando pienso en la nouvelle Precoz, publicada en 2015 y editada en 2021 por editorial Cuneta, que con su breve, pero densa extensión, logra desarticular discursos, alterar preceptos, y jugar con la ambigüedad expansiva de la escritura. En ella observamos, en un gesto casi voyeurista, la relación de una madre y su hijo, perturbados por el nomadismo inestable de una vida precarizada y turbulenta; dos personajes abocados a una relación tormentosa guiada por la obsesión, la violencia y la codependencia.

Precoz es un retrato desmoralizante que no guarda juicios contra sus personajes; sino que más bien, los reconoce desde su monstruosidad alienante. A través del monólogo interior, Harwicz construye el relato mental de una mujer que vive motivada casi exclusivamente por sus impulsos, con frecuencia excedida por el deseo de absorber al hijo que ha heredado su condición monstruosa; un joven que arrastra el mismo destino de perderse entre basurales y robar máquinas de afeitar en los supermercados; un hijo que odia a la madre esforzada en edificar un amor que se destruye a sí mismo. 

Precoz (2021). Ariana Harwicz. Editorial Cuneta.

Hay, sin duda, una dinámica edípica en la relación de ambos, una tensión erótica que, aunque no llega a consumarse, nos sugiere el retrato de una obsesión primitiva llevada al límite: “Sigo sus pasos por toda la casa, adelante y atrás. Subo las escaleras dejando mis huellas en las suyas, y las bajo detrás de él, me cierra la puerta cuando va al baño, lo espero y lo sigo cuando va a buscar maderas y a la cocina cuando se hierve unas pastas. Soy su nube, su perdición”.

La madre que construye Harwicz es una figura disruptiva que deviene monstruosa, asfixiante e infatigable por un amor filiocéntrico que altera los preceptos de la maternidad tradicional. El hijo, por su parte, desafía y desobedece, pero siempre vuelve al punto de inicio, perseguido por un amor saturado de dependencia que se esconde como advertencia bajo su sombra.

Con un lenguaje poético y tintes pesadillescos, lo políticamente correcto funciona en el relato como una presión que no logra alcanzar a la voz narrativa, nublada constantemente por la agonía de sus propios pensamientos. Sí existe, sin embargo, como una fuerza institucionalizada (policías, gendarmes, trabajadoras sociales) que amenaza con derribar el sesgo de esa marginalidad que incomoda y perturba los códigos de la vida cotidiana. Es esta permanente vigilancia punitiva la que agudiza el estado de alienación de los personajes, y a partir de ella, es que vamos reconociendo que la intervención del Estado a las vidas precarizadas se manifiesta solo cuando estas perturban el sistema regular.

Las vidas de la madre y del hijo son, a lo largo de todo el relato, perseguidas por su clandestinidad e ilegalidad, pero además, por el intento constante de proteger la infancia vulnerada del hijo. Así, bajo cada intento de persecución, ambos personajes se atrincheran para rehuir de las advertencias y así, seguir viviendo en los márgenes de la sociedad.

Me detengo aquí, para advertir la figura del voyeur como una presencia que transmuta todo el tiempo. Es, en primer lugar, la madre que espía a su hijo; es el lector foráneo que permanece en la zona oscura de la mente materna; y también es, inevitablemente, la figura del policía que se aproxima solo para sancionar con “una multa que nadie pagará”. Así, el relato va explorando expresiones de un panóptico polisémico que tiene siempre a la madre en el centro. Ella, en tanto espiada, se refugia y consuela en los cimientos que ha preparado para su propia privacidad, dentro de una pared de yeso que se derrumba a los costados y expone la catástrofe de su vida.

Se trata, acaso, de una maternidad disidente que se distancia del mito naturalista del instinto maternal, erigido como discurso absoluto en la sociedad patriarcal. Su desconsuelo es invocado por la contradicción de amar y odiar al mismo tiempo al hijo que no puede siquiera proteger: “El hijo no me alegra, el hijo no sacia. Me siento como un pelo dentro de una botella de alcohol, a la deriva, viva y muerta”.

La prosa de Harwicz se abre vertiginosamente como una herida protuberante, y se regenera de la misma manera. Su forma se expande por capas, una extendiéndose sobre la otra para formar la textura de una costra que nunca cicatriza por completo. Así es, que cada pensamiento es interrumpido por otro, como una concatenación poética e ilegible que manifiesta el desorden mental de una mujer abrumada por su propia consciencia, como una digresión torrentosa de circunstancias mentales que llevan a otras; escenarios, a veces inconexos, que constituyen la totalidad de un caos fragmentado a punta de destrozos. Es, sin duda -y me parece importante dilucidarlo- el recurso del monólogo lo que potencia la intensidad de dicho caos.

La nouvelle se emancipa de discursos moralizantes. Es, por el contrario, un relato arriesgado tanto en su fondo como en su forma, ambas amorfas y expansivas cargadas de un apetito voraz por profanar el tabú de la maternidad. En la prosa de Harwicz, la horizontalidad narrativa se extravía para abrir paso a una ferocidad en donde las palabras se acumulan, enredándose entre sus propios extremos.

Ariana Harwicz. Fuente: Revista Anfibia.