Por Juan Francisco Baroffio
Las tablas y fierros del vagón chocaban entre sí como si protestaran por los años de abandono y amenazaran con romperse definitivamente. Por las ventanas abiertas, imposibles de cerrar por las costras de herrumbre, entraban el calor y el polvo de pueblos viejos y de campos pelados. La única pasajera, con la cabeza ladeada, se cocinaba lentamente. Dormitaba intentando no pensar en el calor ni en el hambre ni en el polvo. Iba enteramente de negro: vestido y mantilla. Sobre la falda llevaba una carterita de cuero negro y desconchado. Se aferraba a ella. A un lado un bultito de tela gris con los restos de la vianda. Las ropas de la mujer, aunque remendadas y desgastadas, le imprimían cierto aire de solemnidad. Era de esas personas a las que las circunstancias luctuosas las revisten de dignidad.
No era una vieja, pero la pobreza, el hambre de generaciones y la pena habían obrado su trabajo. El pelo largo, renegrido y crespo, recogido en una trenza apretadísima. Ni un rastro de maquillaje ni adorno. Su pobreza era tal, que pensar en lujos era un lujo que no podía darse. El rosario de cuentas de madera gastadísima que llevaba al cuello era una necesidad y no una coquetería.
Un sacudón más fuerte que el resto, de cuando el tren tomó una curva pronunciada, la despertó. Instintivamente apretó la carterita. Miró por la ventana y vio que se acercaban a algún pueblo. Aún faltaba para llegar a destino.
Bajó la mirada al suelo de tablas gastadas y sucias. Los pies descalzos le colgaban sin rozar el piso. Se bamboleaban solos. De alguna forma, ver bambolearse los pies, bastante sucios, sobre la duela polvosa y gastada le servía de distracción. Y solo le quedaba eso.
Sintió un arrebato de culpa. Dejó los pies quietos y no les permitió bambolearse. No viajaba por placer y se le hacía que era inapropiado pensar en otras cosas, aunque fuera por un instante. No había nada en el mundo de los hombres que pudiera detener su peregrinaje o que tuviera el poder de distraerla. Por eso viajaba descalza. Su único par de zapatos negros, unos viejísimos mocasines de hombre, se los había mordisqueado una chiva y los había arruinado para siempre. No podía usar su otro par, unas alpargatas que alguna vez habían sido rosadas y que eran para ir a la ciudad.
Con otro sacudón el tren comenzó a bajar la velocidad para entrar en la estación de un pueblo cabecera de partido. Así lo parecía por las casitas bajas, pero de construcción moderna que nada tenían que ver con el rancherío que acababan de pasar.
Aquí y allí se levantaban construcciones recién blanquedas con cal. A lo lejos, y a medida que el tren disminuía su traqueteo, se oían música y alboroto. La mujer se sobresaltó al escuchar disparos y se llevó el Jesús Bendito del rosario a la boca. Pensó en corridas, peleas y sangre. La bulla era mayor cuando el tren se detuvo del todo. La mujer se asomó con temor por la ventana. Los disparos no eran tal cosa. Eran cohetes en un pueblo de fiesta.
En la estación una banda arremetía alegremente a sus bronces y la gente se apiñaba para ver mejor. De los techos, paredes y postes colgaban guirnaldas y flores de papel. La intendencia parecía haberse esmerado en sus pompas pueblerinas.
Una comitiva de religiosos y curas, todos con el estricto color de sus carismas, rodeaban a un hombre alto que saludaba a la multitud con mano lánguida e impartía bendiciones cubierto por un reluciente sombrero rojo de ala ancha.
El estrépito de la multitud hizo que ella olvidara sus temores, y el color de los ropajes del que saludaba se le clavó en las retinas. Todo era rojo. Reluciente al abrasador sol del mediodía que se reflejaba en el suelo seco y agrietado. Rojísimo como la sangre.
—M’hijito, venga pa’cá —llamó la mujer y le hizo un gesto con la mano a un muchachito sin camisa que pasaba vendiendo tortillas de harina y grasa—. Dígame. ¿Qué andan toditos de fiesta?
—Un cardenal que vino de la capital —contestó el chico mientras levantaba su canasta para que la mujer pudiera ver el contenido. Transpiraba tanto que el polvo del pueblo se le pegaba en la cara y parecía tallado en piedra—. Anda de visita, dicen. Por los pueblos, dicen. A mí me dio la primera comunión —contó dándose aires y mostrando un escapulario nuevo que le colgaba sobre el pecho huesudo.
Como la mujer no compró nada, se fue refunfuñando.
Un cardenal de la Iglesia. Ella nunca había visto algo así. Sabía que eran muy importantes y que se vestían de rojo por la sangre de Jesús. O eso le había contado Marta cuando le mostraba un libro que había llegado a la parroquia. Se lo acordaba bien: la foto coloreada de un hombre muy solemne, todo de rojo. ‘Ña Marta, que se ocupaba de limpiar y de ayudar en la oficina parroquial, la había invitado para mostrarle ese libro enorme y lleno de fotos de iglesias, santos y del Papa santísimo que iba de blanco y que sonreía.
Aferrando su carterita se bajó del asiento con un saltito y sus pies descalzos se plantaron firmes.
El cardenal había subido al último vagón que se ofrecía como de primera clase y, aunque el tren no era de categoría, ciertamente sería mejor que en el que viajaba ella con esos asientos durísimos, gastados y en los que los enamorados tajeaban sus nombres con navaja y los cochinos, groserías.
El tren no era uno importante así que llevaba pocos vagones. Tres de carga con troncos de quebracho, y tres de pasajeros. Ella viajaba en el primero y no había nadie. Un grueso hombre, viajante por su facha y valija, se había bajado en el pueblo anterior.
Un hombre que le había generado la peor impresión. Se le había sentado cerca y parloteado sin parar. Incluso se había entretenido leyéndole en voz alta algunas de las palabrotas talladas en los asientos. Ella se moría de vergüenza y él se reía con toda la boca abierta y se le hinchaba el cogote como a un escuerzo. Se alegró mucho cuando, en el pueblo anterior, el gordo y su valija se bajaron. Por la ventana lo vio entrar en un barsucho (que se llamaba El gato muerto). «Borracho», pensó.
La mujer entró al segundo vagón y lo encontró lleno de monjes, monjas y novicias que dicharacheaban. Caminó entre los religiosos. Algunas de las mujeres llevaban ropas tan deslucidamente negras como las de ella. A cada paso le salía al encuentro una cara alegre que la saludaba. Y ella no quería sonreír, pero tampoco pasar por bruta así que torpemente levantaba una mano e inclinaba la cabeza en señal de saludo.
El tercer vagón, el de los camarotes, estaba más tranquilo.
Sólo había tres curas conversando en el pasillo. Todos parecían jóvenes como su hijo. Altos como él, delgados como él y con ese aspecto lozano y confiado de los que se asoman al mundo y lo toman como propio. Pero, a diferencia de su hijo, tenían aire de sabiondos, con sus anteojos de finas monturas plateadas, sus ademanes calculados y parados con la espalda recta y el cuello elevado desde donde miraban las cosas de este mundo y del otro. Su hijo no había aprendido a leer y las cosas de este mundo seguro le parecían tan raras y sin explicación como las del otro, aunque tuviera la arrogancia de los jóvenes que se saben fuertes. Esos tres curitas tan blancos, tan ilustrados y pulcros no se dieron cuenta de su presencia hasta que estuvo al lado.
Uno la observó mientras ella miraba por la puerta de un camarote vacío.
—¿Señora? —la interrogó. Los otros dos se dieron vuelta.
—Padrecito. Quería la bendición… la bendición del cardenal.
—De ninguna manera —dijo uno.
—Su Eminencia Reverendísima descansa —dijo otro.
El tercero se limitó a observarla. Ella los miró y negó con la cabeza sin poder hablar. Sólo apretaba su carterita.
—Yo le puedo dar la bendición, señora —dijo el primero.
—No es necesario, ni cambia en nada, que la imparta Su Eminencia Reverendísima –agregó el segundo—. El que obra es el Padre. —Y comenzó con una explicación de la que la mujer no entendió mucho. Ella se limitó a negar con la cabeza y a mirar al suelo.
—Que pase.
La voz venía de atrás de los curas y una mano pálida y de dedos majestuosos hacía una seña desde dentro de un camarote. Los curas se hicieron a un lado mientras ella pasaba. No se atrevió a mirar los rostros que desde la altura la observaban.
Entró en el camarote e hizo una especie de reverencia que una vez había visto que alguien hacía con el obispo.
El cardenal, a pesar de estar entre mueblecitos apolillados, le pareció deslumbrante. Un hombre muy alto y delgado. Más blanco que cualquier otro que ella hubiera conocido, con la piel pegada a los pómulos que se elevaban afilados. Unas cejas blancas muy finas enmarcaban su mirada de ojos celestes. «Como el cielo», pensó la mujer. La cabeza, en la cumbre del pensamiento y la oración, era perfecta y de cabellos blancos, cortos y prolijamente pegados al cráneo. El rojo de su vestimenta acentuaba aún más su blancura y lo hacía brillar como ella se imaginaba que brillaban los santos.
El cardenal extendió su mano para que ella besara su anillo. Como nada sabía la mujer de esos protocolos se la estrechó y él, inmediatamente, se sintió incómodo por haber supuesto que esas cuestiones eran naturales para el pueblo llano de Dios. Con otro gesto le indicó que se sentara.
La mujer se trepó al asiento y cuando lo hizo enmudeció. Vio sus pies sucios y descalzos meciéndose lejos del suelo con los movimientos del tren. Se había olvidado de que iba descalza. Un rubor le ardió la cara y orejas oscuras. No sabía qué decir. No podía levantar la mirada.
El anciano se percató de la vergüenza de la mujer.
—Hija mía, espero que no te moleste que me saque los zapatos. Pero estuve parado mucho tiempo y a mi edad… —dijo con voz dulce mientras se sacaba el calzado de cuero colorado pero polvoso.
El intento del hombre no hizo más que empeorar la situación. La mujer vio los pies, santísimos para ella. Eran blancos e inmaculados. Tan pálidos que unas venitas azuladas los recorrían desde los tobillos hasta las uñas pulcramente recortadas. En cambio, los de ella eran anchos y oscuros. Los dedos estaban muy separados, las uñas iban sucias de tierra y sus talones partidos. Se avergonzó de sus pies, de sus ropas y de su simpleza. Se avergonzó de su hambre, de su hijo pobre. Se avergonzó de su tristeza. Estaba paralizada ante la pulcritud del cardenal, que no podía ser más que otro signo de su santidad.
—Hija mía, ¿querías una bendición? Con confianza, por favor. Quiero escucharte.
Ella asintió y, sin emitir sonido ni mirarlo, empezó a hurgar en su carterita. Sacó un sobre. Sin derramar una sola lágrima.
El anciano abrió el sobre de papel muy ordinario pero nuevo y allí encontró la foto de un joven. Era de piel oscura, y miraba al frente muy serio, casi trompudo. El cabello negrísimo y crespo peinado a la gomina le daban el aspecto de un estudiante, pero su labio superior estaba cubierto por una fina línea de bigote.
—Es mi hijo, señor. Me lo mataron —dijo sin levantar la mirada—. Es para la plaquita en el cementerio.
El cardenal apoyó su mano en el hombro enlutado. Ella seguía mirando sus pies descalzos y sucios que se bamboleaban lejos del suelo. Unas lágrimas le cayeron sobre los pies cubiertos de tierra y se volvieron barro.
Sin título.
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Juan Francisco Baroffio (1989). Escritor, historiador, ensayista y bibliófilo. Ha realizado cursos de literatura en Harvard University y de Filosofía Política en Università degli Studi di Napoli Federico II. Diplomado en Cultura Argentina (CUDES – U. Austral). Ha publicado en diversos medios de Argentina (Infobae, La Nación, Todo es Historia, entre otros). Autor de Cuentos para la chica del abrigo rojo (2018) y El Restaurador: Juan Manuel de Rosas entre la mitología y la realidad (2019). Sus cuentos han sido publicados, también, en diversas antologías. Director de Ulrica Revista. Colaborador del Festival Borges.