Por Camila Torres Maldonado

No existe consenso en la crítica a la hora de definir dónde surge el periodo cultural denominado barroco. Si bien se ha aceptado como una corriente enraizada en Occidente, el lugar específico es ampliamente discutido. Algunos críticos, como Jean Rousset, enfatizan sus raíces en el arte italiano -principalmente de la Roma papal-; por su parte, Eugenio D’Ors, lo concibe como una estética intemporal, es decir, constante en el arte, móvil, que no responde necesariamente a lineamientos geográficos; otros críticos, como Hugo Kehrer, se oponen rotundamente, para señalar que surge en el mundo hispánico, teniendo a España como el país que extiende, a partir de los procesos de colonización, este legado cultural hacia el territorio latinoamericano. Esta última idea ha persistido, sobre todo si tenemos en cuenta a la Contrarreforma como hecho culmine en el desarrollo artístico de esta corriente. Sin embargo, el crítico Jeong-Hwan Shin apunta que “la existencia del barroco español fue posible por el descubrimiento del Nuevo Mundo”, de modo que el barroco estaría unido no sólo a las lógicas europeas, sino que, de manera ineludible, tendría su germinación a partir del suelo y cultura latinoamericana.

Sobre este último alcance, Alejo Carpentier es enfático al mencionar que “América, continente de simbiosis, de mutaciones, de vibraciones, de mestizajes, fue barroca desde siempre” (7). Si seguimos las palabras del escritor cubano, Latinoamérica, casi de manera genuina y producto del constante descalce y búsqueda identitaria, es inexorablemente barroca. Ahora bien, pensando en que Lezama Lima concibe a las expresiones artísticas amerindias como “arte de contraconquista” y, sumando a ello la dependencia que Europa ejerce sobre Latinoamérica a partir de los postulados modernos, durante finales del siglo XIX y comienzos del XX, se acrecienta una reticencia a la hora de utilizar el término barroco para denominar a aquella producción artística que se despliega en el territorio latinoamericano. Y es que, las diferentes estéticas van a estar permeadas por las situaciones sociohistóricas y, por tanto, van a variar significativamente en los diversos sectores del continente. Por esta razón, se entabló teóricamente -discutible o no- un concepto más apropiado: neobarroco.

Las mentalidades neobarrocas tienen una consciencia de pertenecer a esta tendencia y a reaccionar/adecuar(se) a una estética y formas escriturales pertinentes al momento histórico que habitan durante el siglo XX. En las siguientes líneas, indagaremos en aquellos elementos que van construyendo esta particular manera de producir literatura bajo la óptica del neobarroco. A propósito del poema Cenizas (en “Las Aventuras Perdidas”, 1958) de Alejandra Pizarnik y de la obra literaria Cómo me hice monja (1993) de César Aira, entenderemos un contexto habitado por subjetividades que evidencian al neobarroco como una tendencia escritural que, desde diversas trasgresiones, juegos de temporalidad y una problemática inserción del yo en la obra, busca visibilizar y resignificar el sentido de las cosas a través del lenguaje.

En primera instancia, podemos decir que en el poema Cenizas de Alejandra Pizarnik encontramos huellas de ciertas estrategias escriturales que apuntan claramente hacia una innovación temprana dentro del lenguaje poético, adscribiéndose dentro del neobarroco como una precursora, pues la obra pizarnikiana a pesar de seguir pautas románticas, logra cuestionar la estricta separación entre vida-literatura.

Bajo este paradigma, podemos encontrar como elemento considerable en su poética, la presencia y protagonismo del yo y los altibajos respectivos al ser humano: “La noche se astilló de estrellas/ mirándome alucinada/ el aire arroja odio/ embellecido su rostro/ con música” (Pizarnik 3). Pizarnik, en esta primera estrofa, nos hace recorrer su pensamiento, su ambivalente identidad creadora, que, en un tono optimista en los dos primeros versos, nos presenta a la noche como escenario ideal del ejercicio escritural: como el lugar donde el ser y lenguaje poético se desnudan. Sin embargo, continúa el recorrido con un tono más agresivo, personificando al aire -camuflado de sonoridad y belleza- como el principal evocador de un odio latente, que interfiere, realza la consciencia de crisis y agita la comunión entre lenguaje y ser. En este sentido, la poeta no se desliga del discurso, al contrario, se reafirma en las palabras, desea encontrarse y perderse en su viaje poético, recuperando a través del lenguaje el sentido de sus mayores preocupaciones: vida-escritura- muerte.

Si continuamos con otro elemento, nos resulta interesante comprender cómo la presencia del silencio, la consciencia del vacío y la muerte en la obra de Pizarnik logra posicionarse y  transmitir de una manera clara la mentalidad neobarroca que ve su cauce en la pérdida de sujeto frente al mar de las palabras y sentires que estas transmiten. Es decir, la vida y la muerte, desprovistas de temporalidad, producen en la poeta la consciencia de que el poema y las palabras son el único espacio posible a partir del cual se irradia la instancia de libertad personal. Asimismo, la disposición del poema sorprende por la cantidad de versos sueltos, causándonos la sensación de fractura en la técnica poética: “Pronto nos iremos (…) / ¿Qué haré conmigo? / Porque a Ti te debo lo que soy/ Pero no tengo mañana. La presencia de lo onírico es clave en este momento para comprender cómo el tiempo se diluye frente a la consciencia de la voz poética. En otras palabras, en el poema se entremezcla la desolación de una realidad que bebe de la pérdida de sentido e inquietud frente al silencio, siendo en el ejercicio escritural el lugar donde la poeta encuentra la vida, pero, paradójicamente se daña y hiere, culminando con una incomodidad frente al lenguaje y al decir, que se expresa en los puntos suspensivos que anteceden su final: “Porque a Ti te…/ La noche sufre”.

La noche como escenario predilecto de la peregrinación poética, pareciera detenerse, para mostrarnos una mascarada de la muerte en el motivo central del poema: las “cenizas”. En esta simulación, se nos hace presente una extrañeza frente a la construcción artística como fundadora de una verdad unívoca, es decir, Pizarnik, con una notable mentalidad neobarroca, comienza y termina hablando de la noche, expresándonos un poema circular pero a la vez ambivalente, lleno de contradicciones que nos demuestra la continuidad del vacío como germinación de lo no visible ni expresable, y al poema como un lugar donde todo nace y muere -el sujeto también- y, donde todo se vale si de expresar se trata, ya que el signo funciona como mediatizador de la realidad.

Como segundo cometido, avanzamos hacia el escritor César Aira, quien construye o desarrolla en la autoficción Cómo me hice monja notables elementos -algunos ya vistos con Pizarnik-, como lo es la presencia de un yo enunciativo y protagonista del relato. Sin embargo, dentro de su obra la extrañeza y la parodia neobarroca se extienden desde el título hasta la trama: un niño de seis años, una heladería; un padre que mata al heladero y, en consecuencia, es encarcelado; una intoxicación del protagonista; la venganza de la esposa del heladero.

De esta manera, el autor a medida avanza el relato rompe las expectativas de los lectores, desentrañando las pautas y fijaciones premeditadas con las que nos enfrentamos a la lectura. Dos cosas a partir de esto: por un lado, el título que alude a una conversión religiosano llega a consumarse en ningún momento, por otro lado, hay una confusión identitaria, ya que como lectores nos enfrentamos a un niño que se percibe como niña: “¡Feo! – chillé desesperada” (6), pero a quien su alrededor reafirma constantemente como ser masculino: “A todo el mundo le gustan los helados (…) A todo el mundo menos a vos que sos un tarado” (8).

Así, vamos transitando en una construcción literaria permeada por esta identidad infantil que juega con nosotros, distorsiona lo conocido, mitifica hechos banales y hace girar toda la narración en función de una primera experiencia probando un helado de frutilla. En este sentido, el autor entrecruza elementos conocidos, lo onírico y la memoria, creando una realidad difusa que solo tiene sentido en el relato.

En consecuencia, también se nos presentan otros ejes que son puestos en cuestión en el relato neobarroco: la temporalidad en función del artificio escritural y las imágenes cinematográficas. Y es que, en la obra, Aira nos hace visualizar las palabras, nos muestra un relato cinematográfico, como si se tratara de una película perfectamente grabada: “Nunca supe cómo salí de la heladería, cómo me sacaron…qué pasó…Perdí el conocimiento, mi cuerpo empezó a disolverse…literalmente…Mis órganos se hicieron viscosos…pingajos colgados de necrosis pétreas…verdes…azules…La única vida que producían era el ardor frío de la infección…de la descomposición” (17).

En esta línea, la expresión de sucesos de la infancia -como la incapacidad infantil de comunicar, la violencia masculina, la marginalidad, etc.-, los narra utilizando un elemento fundamental para la manipulación de la memoria y la construcción del sujeto en el relato: la elipsis. Podemos ver cómo desde el comienzo de la novela el autor ya nos indica que hay una selección de información: “Mi historia, la historia de cómo me hice monja, comenzó muy temprano en mi vida; yo acababa de cumplir seis años. El comienzo está marcado con un recuerdo vívido, que puedo reconstruir en su menor detalle” (5). A través de la elipsis, Aira parodia la linealidad de los sucesos y de la temporalidad, ya que de manera lógica pero selectiva, logra significar y contar la historia de una(o) niña(o) que al probar un helado rancio termina subyugado al recuerdo de aquel episodio a través de una intoxicación.

A pesar de elegir ciertos recuerdos y de cierta forma filtrar información, la novela concluye de manera circular, es decir, la narración comienza con el suceso del helado y finaliza con el afectado subsumido en aquella crema dulce. Así, la mentalidad neobarroca se cuela en este relato aparentemente inocente, pero controlado por Aira desde cada recuerdo escogido hasta los elementos ficcionales que discuten con una realidad que dista mucho de ser ideal. Tanto Pizarnik como Aira transmiten su escritura desde el flujo de la memoria, que tiene entre sus características al artificio, la creación y recreación ficcional. Al hacer este ejercicio reviven el pasado, resignificándolo y haciéndolo convivir en un presente en constante transformación. Así la estética neobarroca, como menciona Carpentier, se encuentra sujeta a mutaciones, ya que tiene por protagonistas a nuevas subjetividades formadas en el siglo XX, que conscientemente experimentan con las formas y temáticas escriturales. A través de este camino incierto es que pueden optar a una conexión con el lenguaje y, a partir de la técnica, construir mundos posibles que interpelan al lector y subvierten las temáticas tradicionales: subvertir, trasgredir y darle voz a lo invisible.

 

Referencias:

Aira, César. Cómo me hice monja. Barcelona, España: Mondadori, 1998.

Carpentier, Alejo. “Prólogo”. El reino de este mundo. Santiago, Chile: Andrés Bello, 1993.

Pizarnik, Alejandra. “Cenizas” en Las Aventuras perdidas, 1958.

Shin, Jeong-Hwan. “La estética neobarroca de la narrativa hispanoamericana. Para la definición del barroco como expresión hispánica”, Actas VI (2002): 1669-1680.

 

Natives. Oleg Tistol (2021)

 

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Camila Torres Maldonado es Licenciada en Lengua y Literatura por la Universidad Alberto Hurtado. Forma parte del equipo editorial como Redactora de Revista Phantasma.