Por Lázaro Daniel

 

“Wer reilet spat dur ah Nacht un Wind”

Goethe.

Son sólo los pies sucios de su hijo, inexplicablemente marcados bajo el esquinero del living, pero con su cuerpo encorvado y cabeza ladeada, la mancha le parece una antigua pintura rupestre en la que animales, hombres y dioses bailan y avanzan por la pared. ¿Por qué, piensa entonces, no ha podido escuchar la plegaria que la mancha ha levantado durante ese o quién sabe cuántos días? Su extinción, la limpia con un paño húmedo, dura un par de minutos y le sosiega. Luego termina de ordenar la casa, apaga la luz y se dirige al segundo piso.

Una rata, justo en la mitad de la escalera, le detiene. Su cuerpo diminuto se encuentra recostado de lado, con el estómago grisáceo apuntándole. Los pequeños incisivos sobresalen de su boca. No hay sangre ni nada que relacione ese cuerpo diminuto con su estado. Su rigidez incluso le hace pensar en cansancio o aburrimiento. Es una cría, apenas superior a su dedo meñique, que parece perdida o abatida más que muerta, pero eso no logra enternecer su figura.  

Vuelve tras sus pasos, más decidido por el asco que la cordura. Toma un par de toallas de papel y una cuchara de plástico, y con esas armas se dirige a la escalera. Intenta no mirar cuando empuja al animal con la cuchara y la envuelve en las toallas, pero la sensación de tocar ese cuerpo blando, tibio aún a través del papel, custodia sus temblores. 

No empieces, hombre, por tan poca cosa. Cálmate. Es solo una rata.

La alimaña es arrojada en una bolsa de supermercado, y continúa su cortejo fúnebre hasta el tarro de la basura fuera de la casa. Después de entrar y cerrar la puerta, se apoya en ella, como si hubiera despedido al último invitado de una fiesta que ha sido un desastre. Camina por el living con la luz apagada. No sabe si lo hace en puntillas por la falta de luz o porque teme encontrar otra sorpresa desagradable. En la escalera, vuelve a revisar el escalón donde descansaba la rata y limpia con una toalla de papel allí donde no ha quedado ningún rastro de su muerte. Bota el papel directamente en el tarro fuera de la casa, y esta vez se asegura de moverlo un poco más hacia la calle.

Qué mierda, piensa cuando termina de subir la escalera. Algo falta. Piensa, piensa.

Regresa al primer piso y cuando vuelve a subir la escalera está agitado, como si el peso del objeto que ha traído aferrado a su pecho fuera superior a la capacidad de sus fuerzas. Es una historia ilustrada de Colmillo Blanco. Su hijo, apenas había visto el libro, quedó prendido de él. Los dibujos me fascinan, les dijo a sus padres con un ímpetu poco común en esa última palabra. La ilustración, sin embargo, donde se mostraba la pelea clandestina entre Colmillo Blanco y un bulldog les hizo discutir si no sería mejor buscar otra opción de libro. Había cierta arrogancia en la postura de los animales, cuyos músculos encogidos y tensos, presagiaban una mordida que de algún modo traspasaba las hojas. Pero a diferencia de otros niños de su edad, el niño solía guardar silencio cuanto más deseara algún tipo de regalo. Y contra esa clase de docilidad no se podía luchar. Además, hasta donde él recordaba haber visto en una película, la historia del lobo tenía un final feliz. Y toda historia con un final feliz debía tener una buena moraleja para un niño, le dijo a la madre. 

La madre nunca dejó de tener reservas sobre algunas imágenes, pero los últimos días el padre ha descubierto en ellas también una suerte de mensaje que podía hasta negar el destino beato del lobo. De ahí su curiosidad cada vez que el niño sacaba el libro del estante y hojeaba las hojas sentado en su cama, como si invitara a su padre no a descifrar aquellos signos que aún no era capaz de comprender, sino a compartir la intimidad que él mantenía con el lobo. Él se sentaba a su lado, y le leía sin quitarle el libro de las manos. El niño pedía que le releyera los capítulos una vez que los terminaba, y su padre le complacía esta petición, aunque a su hijo le entretuviera más seguir las ilustraciones del lobo con el borde de sus dedos que escucharle. 

¿Hay lobos en Chile, papá?

No creo, Monito. En el sur de Chile hay pumas. Unos gatos grandotes, a los que no les debe gustar que les quiten su comida. 

¿Son más grandes y malos los pumas que los lobos, entonces? 

No lo sé, cabezón. Por las fotos que he visto, creo que sí.

Fraulein Irma dice que los lobos son uno de los animales más listos que existen. Los pumas son más grandes, pero los lobos son más inteligentes… 

El niño levantó la vista y escrutó a su padre, como si el adulto no hubiera reparado en algo fundamental.

Pero papá, ¿por qué los lobos comen carne si son tan inteligentes?

¿Por qué comen carne los lobos, papá?

¿Qué tiene que ver la carne con la inteligencia?, contestó algo enojado el padre. Tontos no son. De hecho, todo tiene su razón de ser. Algunos animales tienen que comer carne y otros tienen que comer hojas o frutos; otros, hierbas o insectos. Porque… porque así es de justa la naturaleza. Hay animales que se alimentan hasta de carroña, que es carne muerta. Pero no todos pueden ser carnívoros, y sólo a unos cuantos les toca ser la presa. Por ejemplo, a ti te encanta comer salchichas, ¿verdad? Bueno, las salchichas están hechas de carne. ¿Ves? Tú también comes carne, como los lobos. Eso no te hace mejor o peor, ni tampoco tontito, ¿verdad?

Pero, papá, no seas menso. Las salchichas están preparadas y los lobos se comen la carne cruda. A mí no me gusta la carne cruda. 

Rio, complacido.

¡No te pases, cabro chico de mierda! Mira qué patudo saliste... Los lobos son animales. Los animales tienen que hacer esas cosas. Nosotros, no. No podemos andar comiendo por ahí lo primero que se nos cruce por el camino.

El padre mordió con suavidad a su hijo en el cuello mientras continuaba aleccionándole.

Aunque a veces uno se encuentre niñitos ricos, y no puede aguantarse las ganas de pegarles una mascadita.

Después comenzó a intercalar sus mordidas con besos y arrumacos. Como si aquel día estuviera privado de sensibilidad hacia su padre, el niño no reaccionó.

Pero nosotros podemos aullar, ¿cierto? 

¿Por qué no le sorprendió la impasibilidad de su hijo y sí una pregunta tan simple? ¿Se le habían agotado ya las respuestas fáciles, aquellas aprendidas de antemano para explicar aquello que no se comprende, pero necesita ser nombrado? ¿Debía inventar una respuesta o mentirle a su hijo? ¿Cuál era la diferencia, después de todo?, pensó entonces.  

Sus manos estaban apoyadas en sus muslos y vio entre sus uñas restos de la masa de la cena y también, con un poco más de detenimiento y abstracción, cuánto estaban hinchadas sus venas, pero no la respuesta que allí buscaba. Debo dejar de tratarlo como un niño e irme de la habitación, prender la televisión y relajarme. No, reprenderlo. ¿Por qué? Mejor, abrazarlo, disimular y decir ya es muy tarde, tienes que dormir. Volvió a alzar la vista y lo enfrentó sin mirarlo realmente. Luego, riéndose, lo había abrazado mientras imitaba el aullido de un lobo. Esto a su hijo le había parecido de lo más gracioso, pero contuvo la expresión de su alegría. 

Colmillo Blanco no aúlla así, papá. 

Sin impostar la seriedad que para él representaba el asunto, el niño se había soltado y puesto en cuatro patas sobre la cama para imitar la señorial postura del lobo. Aulló y la noche se volvió más clara para el padre. Volvió a aullar y el aullido fue a esconderse con su hijo bajo la cama desde donde fueron también acompañados con rabiosos ladridos que intentaron alcanzar los pies de su padre.

Sal de ahí, animalito, que vas a quedar lleno de polvo.

De verdad lo hacía mejor, piensa el padre, sólo que ahora lo recuerda y no puede evitar sentir también cierta aversión, como si el cuello demasiado elástico y fino de su hijo le atenazara el rostro en esos momentos. Era la misma clase de desenfadado que los animales en el libro. Sin duda será mucho más fuerte. Mucho más fuerte y valiente, se dice, y por algunos segundos confunde el orgullo con la vergüenza. 

La televisión, a un volumen considerable, sólo consigue despertarle de sus pensamientos cuando sus gritos son insoslayables. Toca antes de abrir la puerta, aunque para su hijo la intimidad todavía es un concepto lejano. Bajo el cubrecama el bulto parece ligero, casi anodino. Mono, Monito, lo llama con suavidad. Sabe que no le responderá y se acerca para rozarle la frente con su mano. Está caliente. Comienza a desvestirle sin descubrirlo. El niño no reacciona mientras debajo del cubrecama surgen pantalón, chaleco y zapatillas. Toca sus mejillas, y le sube un poco más las mantas. Espera hasta que el cuerpo vuelva a ser un bulto tibio antes de salir de la habitación. 

En su habitación intenta hojear el libro, pero se da cuenta de que sin su hijo tanto su lectura como los dibujos pierden interés o textura. Desde la cama arroja desganado el libro al suelo, aunque luego se arrepiente de su exceso y lo ordena sobre el aparador. Se desviste con calma y deja su pijama sobre la cama antes de calzárselo. Su desnudez le recuerda un enorme manzano silvestre que alguna vez estuvo plantado en medio del patio de la casa de sus padres.  A la edad de su hijo había pasado todo un día escondido en sus ramas para evitar asistir a la escuela sin que sus padres hubieran descubierto jamás el engaño. Todavía siente una corriente de aire frío, pero desiste de su rutina nocturna y su pijama cae al suelo cuando, despreocupado, entra desnudo en la cama. 

El control es un anzuelo con el cual recolecta segmentos de todo lo que encuentra a su paso. Desde el primer hasta el último canal, una y otra vez repite esa travesía. Disfruta del zapping, piensa que gracias a él la luz cae en pequeños trocitos sobre su cuerpo. Para él es fácil saludar a esa luz y olvidarla. Las intermitencias provocadas por cambiar de canal casi sin detenerse terminan por cansarlo y tras media hora el primer síntoma que se lo anuncia es la irritación en sus ojos. Han caído lágrimas por sus mejillas, pero sólo lo nota cuando apaga el aparato. Quieto continúa llorando, sin pena. Todavía le parece inverosímil su descubrimiento cuando la lámpara va perdiendo poco a poco su intensidad hasta apagarse por completo. 

En el sueño cree estar en un cine al aire libre, aunque pocos objetos del lugar le correspondan. No hay butacas y los espectadores están sentados en pequeñas lomas enfiladas hacia la función, donde tampoco hay una pantalla, sino una jaula que pende de una cadena cuyo principio se pierde en el cielo estrellado. Ve en su mano un control remoto y cómo, gracias a él, los objetos cambian a su antojo. Pronto le aburre el poder que tiene en ese juego, y se concentra en el espectáculo. El animal encerrado en la jaula, una especie de perro famélico, observa los dibujos que la sombra de las rejas forma sobre los hombres y mujeres que le contemplan. Sus costillas sobresalen, y hasta puede diferenciar en sus ojos las ojeras. La fragilidad del animal se vuelve un narcótico para el padre. Con el control logra acercársele, expandiendo la imagen, y la mirada febril del animal de pronto gobierna todo el sueño. Aquellas pupilas le incitan deseos contradictorios que no cuestiona, porque la excitación que le provocan parece provenir de dos videos que se superponen a distinta velocidad. ¿Por qué este dolor me entretiene?, se pregunta. Intenta apretar off, pero sólo los espectadores desaparecen. Aprieta otra vez off y bajo la jaula aparece un viejo desnudo, desprovisto de sexo, que espera su decisión agitando un letrero de ceda el paso en su mano. Aprieta off por última vez y el viejo ríe antes de desaparecer consumido por el aullido del animal. No es un sonido lobezno sino uno metálico, como si alguien puliera o royera con una fuerza desmesurada una barra de hierro entre los colmillos del animal. 

Despierta y es él quien abre su boca, pero no grita. Su gesto es hacia dentro. Ha sentido, justo antes de despertar, el movimiento de un animal entrando en su boca y hasta podría jurar que, ya despierto, una cola finísima se ha despedido de su garganta antes de perderse dentro de su estómago. ¿Me he tragado una rata? Se sienta en la cama y la sensación ostensible del paso del animal por su tráquea le estremece. ¿Puede ser posible tamaña estupidez? ¡Hasta siento que la muy puta rasguña mi estómago! No puede vomitar, y su respiración se acelera. Tranquilízate, hombre. Tuviste una pesadilla, ya pasó. Para de una vez. No pienses tan fuerte, puedes asustar a Monito. 

Entonces desde el refugio de sus sábanas percibe el sonido entre las paredes. Su principio ha sido anterior a su reconocimiento, piensa, como si sólo ahora, una vez tragado el animal, sus oídos estuvieran capacitados para escucharlo. ¿Hace cuánto, dios mío? Al principio es sólo un roce, después ya dientes y garras muerden y hurgan entre las paredes para poder avanzar a través de la madera. Pareciera que su arduo trabajo fuera desganándoles, pero el sonido es persistente, y él intenta contenerse. Se levanta, ahora empapado en sudor, y pone cuidado donde pisan sus pies descalzos. Camina de un lado a otro de la habitación, y no puede explicar la procedencia de los objetos con los que tropieza. Escucha un leve movimiento en la pieza de al lado pero no se dirige a la pieza de su hijo, sino a la escalera, donde se detiene otra vez. Cuando sus dientes comienzan a castañear, regresa a su cama sin haber podido vencer el primer escalón. Se eleva, inconfundible, el chillido del animal.

 

Sin nombre. Fritz Goro (1947).

 

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Lázaro Daniel, 38 años. Nací el 3 de marzo de 1985, en Limache, un pequeño pueblo agrícola de la zona central de Chile, a unos cien kilómetros de Santiago, su capital. El lugar y la fecha de tal acontecimiento podrían haber pasado desapercibidos si una hora exacta después de mi nacimiento, no hubiera comenzado un terremoto (grado 8 Mw) que interrumpió mi primera lactancia.