Por Marcelo Quinteros Fuentes
Una de las potencias de la fotografía es modificar el paso del tiempo por otros medios. No alterar su curso, pero permitir la detención de sus fragmentos capturando objetos, cuerpos, movimientos, etc. No modificar su inevitabilidad sino afectar nuestra relación con ella. Parafraseando a Susan Sontag, la imagen fotográfica se vuelve, lo mismo que una pseudo-presencia, un signo de ausencia, evocando en quien la observe sentimientos de ensoñación a partir de la distancia física y temporal con lo fotografiado. Así en el cine, por ejemplo, mediante el time-lapse la sucesión de imágenes fotográficas –que se asemeja, en cierta forma, a una dislocación de la sintaxis– representa el discurrir del tiempo desde una perspectiva que nuestros ojos por sí solos serían incapaces de captar, de leer. Pero no se trata solo del tiempo, sino más agudamente de las relaciones, cambios y desplazamientos que pueden retener las imágenes. Así, me parece, ocurre en Padre es un padre (Libros del Pez Espiral, 2023), el primer libro de Álvaro Becerra, donde cada imagen contiene los recuerdos de “un niño”, con especial atención por los objetos y la relación con “padre”: su forma de amar, sus gestos, su trabajo y, en definitiva, su mundo masculino o su masculina forma de relacionarse en/con el mundo y su lacrimógena organización. Existe, sin embargo, una distancia entre quien habla y su discurso, una desvinculación: “me pregunto quién escribe cuando escribo y no soy yo”.
La sucesión de las imágenes en el texto construye, entonces y con cierta indeterminación, el imaginario poético con que trabaja Becerra. Elvira Hernández sugirió al respecto que “se distribuyen blancos en la página que piden detenerse, cavilar y adivinar”. Esta idea se puede constatar, emprendidas las relecturas, en el primer poema del conjunto: “murales aparecen quedan atrás/ hay historias que añoramos sobre otras/ es útil pero tedioso retroceder una película”. Tal sucesión es la que puede hacer pensar en el time-lapse. El libro está construido por fragmentos que se enlazan entre sí y hablan la historia de un niño que fue, con objetos en una casa que fue, durante recorridos que fueron y con padre que es y no es. La incógnita que aparece, una de ellas, es entonces por la pertenencia, que se liga también al problema de la escritura: “las especias repartidas nos opacan el origen y beber de la cuchara no nos emparentará”. En este sentido, el uso o no uso de los artículos vienen a ser uno de los recursos, creo, más relevantes en la cuidada estructura de los textos, en tanto enriquecen sus espacios en blanco, volviendo anónima y, en consecuencia, múltiple una experiencia particular que siempre busca puntos de fuga, ampliando, con esto, las posibilidades de lectura. Me refiero, al respecto, al singular indeterminado “un” que acompaña a niño y al no graficado espacio en blanco que acompaña a padre.
Padre es un padre. Álvaro Becerra. Editorial Libros del Pez Espiral.
Así, en Padre es un padre el qué y el cómo, es decir el contenido y la forma del poemario son inseparables en la escritura y la lectura, en el ejercicio escritural que implica leer: nada hay de azaroso en la sintaxis o en los cortes versales, como tampoco en los elementos que forman parte del discurso. En el libro como rizoma todo está, o puede estar, dialogando con todo, produciendo encuentros en la recursividad de los poemas que está dada, principalmente, por los objetos y las relaciones donde “algo que no ocurre no cesa de ocurrir”. Aparecen, entonces, los distintos temas que explora el poemario y que están afectados, en todo momento, por la masculinidad y la política, por sus circuitos y organizaciones, su economía: el trabajo, la mercancía, el amor o el cuerpo, donde en todo resuenan ecos de padre, sombras de sus gestos: “padre dice terco y es cierto/ dice dinero y lo mismo”. Dialogan también, en este contexto, los espacios, como el supermercado con el hospital o la casa, y los cuerpos mismos se vuelven objeto de mercancía, primero en el pasillo de las carnes, donde los “galpones de luz blanca suspenden el tiempo”; luego en la mesa del comedor, donde se descongelan músculos mientras suena el noticiario de las nueve: “el domingo padre prende fuego a un maricón”, y, finalmente, en otra noche de deshielo y televisión en la mesa, se oye que “los domingos prenden fuego a mi padre”, que aisladamente pertenece. De nuevo, entonces, las imágenes a intervalos, más o menos espaciados.
Lo central es, en cualquier caso, la relación de padre y niño, cuya filiación no es principalmente declarada como padre-hijo, al menos no en forma explícita, porque el ojo está puesto, precisamente, en la relación misma, en sus formas, sus desplazamientos: no se trata de ser hijo sino de la capacidad de amar como uno, lo mismo padre, en tanto “abrazar un muro afecta al cuerpo y no al revés”. Es aquí donde más se agudiza el problema de la pertenencia, que se vuelve a su vez un ejercicio metapoético: “no es mi padre de quien hablo él no está ni estoy en esto”, es decir, en la escritura. Algo, sin embargo, es cierto: “padre alguna vez fue un niño/ fotografías en cajones y paredes”. Lo que se despliega entremedio, con los vacíos y silencios que implican el acto de recordar y estructurar los recuerdos, es el vínculo de un amor y ternura huidiza, que tiene sus propios códigos y formas de ser –“como el musguito en la piedra”, cantaba Violeta–. Padre, entonces, es “capaz de un amor que no comprendo”, que rasmilla con pelos del mentón y, con todo pese a todo, se desea: “tu pecho vigoroso que enfrenta un disparo/ fotográfico y me permite vernos a diario/ entre toda esta distancia”. Se trata, así, de la prevalencia entre los fragmentos, cuando no la ruina –del capitalismo, también– de “tú y yo y un nosotros cercenado un nosotros entrañable”.
De esta forma, y a modo de cierre, quisiera volver a leer una imagen que, me parece, contiene la idea de la indeterminación y el desarraigo presente en Padre es un padre. “A padre le dicen negro/ y le sienta bien el verde/ algo despunta”. Los colores se dislocan como el lenguaje del poema, pero ahora se trata de la ropa. “Más tarde heredé su chaleco amarillo/ un bello tejido con la pretina vencida/ que insistí en usar y que luego deseché/ es decir, lo destejí/ para teñir la única hebra que tuve a mi alcance”. Luego, el espacio en blanco plagado de afectos, de ternura, la no escritura que apunta hacia la escritura. Esta primera publicación de Álvaro Becerra ofrece entradas múltiples, como un chaleco destejido que en sus forados, en su hostilidad, no deja de abrigar. Las distintas caras del verbo ser no ofrecen aquí estáticas definiciones, sino formas, posibilidades. Es decir, un habitar. También otro, según la hebra.
Álvaro Becerra