Por Sofía Quevedo

El poeta William Wordsworth proponía un ejercicio escritural en lo apaciguo de la emoción, esto posterior a la experiencia que late conmocionada, un escribir desde la evocación sostenida por la tranquilidad, revivir en calma las vivencias que provocaron dicha emoción. Así, creo, es la escritura que habita Mauro Lucero en su libro debut En la noche de filtraciones nadie dijo que amamos, publicado por Editorial Aparte, 2023.

Sus poemas están mediados por cierta racionalidad que, sin embargo, no los priva de ser un desborde de sentimiento, una necesidad de vínculo. En el arrojo de la emoción hay espacio al control, lo que se expresa en la contención frente al hacer del poema, donde el tiempo se encuentra en una suerte de detenimiento para reconocerse, contemplar lo vivido y despedirse: “Parecía una danza equilibrarse entre las piedras / ahora no estoy tan seguro de eso, pero hubo anhelo / por jabón por sequedad por otra vida / por la paz de un auto que no parte”, un arrojo sostenido oblicuamente que se impregna en las cualidades de su objeto, para así, ir adquiriendo fuerza.

Mas, no impide la manifestación de subjetividad que interviene al poema, ya que no es únicamente influenciado por el sujeto poético que aparentemente ejerce y/o finge dominio sobre sí mismo: “puntos de respiro / donde pasar a tomar e instalarse / un motor en la espalda que movilice / automáticamente nuestras cabezas”, puesto que es un sujeto instintivo, reactivo a sus deseos, emociones y a todo aquello de lo que se impregna: “La cercanía de las voces dejando marcas, violencia, cariño, hastío: así se ordenan”.

El título del poemario me resulta imprescindible —una bella referencia a los títulos de Ocean Vuong—, puesto que contiene el esfuerzo diluido ante la imposibilidad de desasir la atadura de las palabras que yacen, disimuladas, en la garganta. Cuando sobrecoge la emoción, el acto de verbalizar se desarticula en gemido, grito o llanto, en balbuceos que Kristeva denominó korá semiótica, etapa anterior a la palabra. Esto es, el residuo de algo no dicho, un intento de eludir la dificultad de comunicarnos en un sentido total, decir al menos lo posible, lo que alcance: “cada vez que intento decirte esto / algo se desvía” y al mismo tiempo “entre roces se escuchan algunas cosas / que no se dice por cansancio o matorral interior / y aunque después cuchicheen / de claridad se inunda” 

Pero la palabra atraviesa la imposibilidad de comunicar lo que perdemos o aquello que deseamos abandonar, y se sitúa en búsqueda o en intención de articular la memoria. El hablante unifica y establece sus referentes: “han sido días de mirar fotos de ríos / recordar cómo suenan / y juntar algunas cosas a la fuerza”, todo puede estar dialogando con todo: “todo lo amontonado se emparenta”. El poemario se extiende a través de fragmentos entrelazados y constituidos naturalmente desde la emoción. Habitan trayectos que alguna vez sucedieron cuando la permanencia de la palabra, las vivencias y los vínculos viven en otras cosas, de otra forma: “es un espiral el torso que a pesar del tiempo / arrojas ante mí rayándome otra vez / trenzados en el vapor / las repeticiones / cuando eliges tu trozo de agua / cuando elijo mirar”.

Además, se presenta un sujeto poético dispuesto a indagar en el yo y su configuración de identidad. El poemario inicia y se expande entre rostro y espejo, mediado por presuntos y esenciales vaivenes: “frente a ti hay un espejo / lo mueves / alrededor del espejo a tu alrededor / surge un mar”. La atención está dispuesta precisamente en construir una intimidad concorde a sus atracciones, desplazamientos y quiebres, “-por un momento la superficie de un mundo- / (…) sin embargo, me sigue gustando comer solo”, y desde allí situar la expresión para con una otredad y su intención de comunicar: “frente a ese desparramo busco llenar y decir todo con flores”.

 

En la noche de las filtraciones, nadie dijo que amamos. Mauro Lucero. Editorial Aparte.

 

Todo aquello expuesto más allá del ansia meramente confesional, Mauro, a mi parecer, logra generar una contemplación del ejercicio escritural desde el yo en un lazo solido con el otro. La mediada calma frente a la emoción expuesta en un inicio permite que los límites de los espacios se entretejan y al mismo tiempo de deshagan paulatinamente, como naturalmente se construyen y forjan los vínculos. Pero, de igual forma, la separación de las cosas pareciera ser muy clara, la separación entre el yo y el resto. 

A lo largo de los poemas yacen imágenes, paisajes de frondosidad conceptual, complejas de decodificar objetivamente. El sujeto que contempla esta extensión de pronto no haya lugar en el cual situarse: “Y sin importar la transparencia y su papel en todo esto / sé que mi ojo se desfigura desde el otro lado. Lo que se abre / acepta lo que desechas”. El pigmento se expande, avanza sobre su mirada orillándola o permitiéndole habituarse a la veloz transformación de las cosas: “(quiero hablarte de lo caduco) / eso me incluye”.

Una arista dentro de la configuración de identidad es, por lo demás, masculina. En el poemario se exponen distintas escenas, recuerdos de un niño —infancia reflejada minuciosamente en “Pintura que no sale con diluyente”— interesado en los objetos, que detiene su atención en la expresión del amor y la ternura, en su masculina forma de relacionarse: 

muchas veces me miraron y sin poder quitarme ese silencio / me siento junto al fuego verde plástico / con el plato sobre las piernas y como y trago / y hablo una sarta de leseras enredada con las otras voces / que también parecen tejer con el ruido de las patas / de los perros persiguiéndose en la noche / que se cierra que se cierra

Es precioso porque, ante el binarismo patriarcal que adhiere valor a la fortaleza de la racionalidad asociada a lo masculino, en desmedro de lo emocional o mero instinto asociado a lo femenino, hay una sublevación de la emoción y ternura masculina: “los hombres de la familia se reúnen/ se llaman culebras unos a otros/ practican las cercanías de sus abrazos/ depurada con calma de ser muchos y muerte/ hasta esta forma amable que heredé”.

Mas, el hablante evidencia un placer frente a la observación, frente a la abertura de los sentidos, lo que se abre recoge lo que desechas, que, en su disposición, logra reconocer la poesía situada en lo cotidiano; los almuerzos familiares, los rasmillones del juego, los viajes en verano y su tonalidad amarilla: “Dices perder la tarde y más allá hay unas pozas, más allá las tráqueas tragaban sin querer un agua verdosa. Sonó un guatazo. La piel roja, eco de risas entre las rocas sobre una capa de cascada”, un paradero o una fiesta: “hay quienes deciden irse en la madrugada / subirse a un auto conversar en la costa / desean mirar sus pies / envueltos en agua amaneciendo”. 

Habría que señalar, además, que en el poemario se despliegan los vacíos que implica la articulación de la memoria, la inscripción y retención de la emoción en fuga, la exposición a la nostalgia prematura, aún en su rehuir: “lo que se suspende sobre el asfalto / no son variaciones de la nostalgia”. Mauro configura y nos comparte una sucesión de escenas que anteceden la adultez. Relaciones familiares, de amistad o de amores sujetos a la evocación de la emoción y la memoria: “Esto es un recuerdo que carga / (…) lo roto se puede arreglar / pegamento entre las comisuras / este es un consejo que se olvida”. El hablante se detiene en la palabra enunciando una despedida a un tiempo pasado: “dejé de vivir esa vida / elegí otra”. Decide abandonar lo alguna vez construido en búsqueda de nuevos referentes en la configuración del yo, pero la palabra y la emoción se aventuran en la adoración de lugares seguros, corroídos, que ahora solo perduran en atisbos de antigua ternura: “En ella respiraba fuerte al relajarme / el sol sigue a los ojos, nos tragamos al borde: / viajes que no emprendimos por desidia / frágil menaje al que dimos forma de otras ideas / la presencia de un animal hermoso / paseando en nuestro bosque” para recordar que: “sin embargo, me sigue gustando comer solo”. 

La desembocadura de los afectos surge en este espacio de tranquilidad que posibilita al hablante configurar conciencia y comprensión en relación con los estímulos sensibles que lo afectan. Colecciona momentos significativos entregados por quienes habitó y lo habitaron: “miro por esa lupa de plástico / y lo que no parece -pero que aumenta-/ son las siluetas de quienes digo amar”, cuando la tristeza también es abertura: “Habló de la hermosura / que se es al correr solo / cortar el viento con los brazos / aspirar una vez y nunca más”.

Agradezco atestiguar a Mauro como confidente y lectora, cuando escribía y corregía, escribía y corregía, junto al Riu, en las noches de filtraciones en que sí pudimos decir que amamos: “Qué haría hoy si al otro amanecer se acabara el mundo; pregunta de cuento. La mañana sus fauces. Las afueras otra vez cubiertas de escarcha”.

 

Night snow at mine camp. Sean Du. Northwest Ontario, Canada, 2023.

 

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Sofia Quevedo es estudiante de la Licenciatura en Lingüística y Literatura Hispánica en la Universidad de Chile. Actualmente es editora de Iconbototos Ediciones.