Texto leído en la presentación del libro Padre es un padre de Álvaro Becerra.

Sospecho que soy un intruso en la escritura. En el acto de la sospecha podrá aparecer una puerta entreabierta, un grito ahogado, una palabra pesada que hunda y llegue al fondo como una roca. El insulto, el silencio de la riña, un simple gesto de decepción. Pero también puede aparecer su opuesto: un café caliente aguarda en el velador y dice que es hora de despertar. La sospecha de la intrusión es elevada en las operaciones, en cómo ambas escenas comparecen en un espacio estrecho: imágenes del diálogo de un cuerpo con otro y lo que allí se oculta. Más bien, la sensación permanente de estar escuchando un secreto del que no somos destinatarios, un pulso contenido que a ratos da pie al murmullo, a ratos a pequeños derrames de incomprensión, un tipo de divagación que ronda sobre sí misma aguardando un momento de iluminación para aterrizar, como harían los carroñeros. Atento, la mirada graba un ejercicio de regresar, de volver niño los ojos y mirar de nuevo por encima del hombro: «hay historias que añoramos sobre otras / es útil pero tedioso retroceder una película», escribe Álvaro Becerra en Padre es un padre (Libros del Pez Espiral, 2023). Entregado al trabajo de ese retroceso, el hablante del libro regresa a su cuerpo de niño para examinar, ser testigo e intruso a la vez en su relación con su padre o, en realidad, al espacio que lo separa de su padre.

Estas escenas ambivalentes anuncian la fisura que gobierna el texto. Con ellas, nos permitimos pensar en nuestras propias narrativas y tomar un par de pasos de distancia, volver a examinar cómo todo lo que hemos asumido puede consumir las historias que construimos con otros. «Suelo empatizar con los personajes secundarios», dice Becerra, y es cierto. Pero nos detenemos, ¿quiénes son los personajes secundarios? Retroceder y volver a mirar también da cuenta de cómo nos apresuramos a imponer ciertas categorías, declarar, por ejemplo: «mi padre es el personaje secundario de mi vida». Sin embargo, este no es el punto del texto. Pienso más bien en la mirada del dueño de la narrativa y en cómo su noción de realidad peligra —o depende— de jerarquizar a los personajes de su vida. Todo otro podría parecernos el personaje secundario por el que el hablante declara «empatía». Aquí, el regazo paterno clausurado, frío, escenas esporádicas del viaje y de la visita, comandan y contornean una relación entre padre e hijo que podría parecernos conocida: hombres de pocas palabras los padres, hostiles los padres, un te quiero nunca escapa de sus bocas, escasamente escapa, árboles gruesos y astillados los padres, esconden de sí las partes blandas para hacerse impenetrables. Entonces algo deja sin opuesto a la narrativa que manejamos, la narrativa de nuestras vidas crece y gobierna la relación que tenemos con estos padres árboles, padres sin voz, con sus gestos.

Pero con esto en cuenta ¿vale la pena empezar por la narrativa?, ¿dónde está el poema si la narrativa aparece así, casi de frente? 

La lectura entonces cambia, sigue el hilo que el poeta propone y empieza el trabajo de perderse. Dije secreto y lo sostengo, dije narrativa y lo mismo. Entre ambas, secreto y narrativa, una fisura: el personaje secundario no es tal. No es el padre, al menos. Becerra propone la revisión de una película pero, por debajo, lo que el texto provoca es el desplazamiento de categorías como padre, hijo o personaje secundario. Diría, más claramente, que el libro triangula el trabajo de memoria utilizando la narrativa como un andamiaje a oscuras; sentimos su estructura comandando, es evidente, pero no distinguimos todos sus detalles. ¿Podemos ordenar escenas e imágenes y forzar un sentido unitario? Es probable, pero no creo que sea un punto de interés. Debemos mirar por encima de la narrativa. Ahí, padre e hijo dejan de ser tales y empiezan a movilizarse. Con esto no quiero decir que esa naturaleza de contacto se pierda, sino que entra en diálogo y, por lo tanto, ambos roles empiezan a desdibujar sus significados unívocos y certeros para así singularizarse. 

 

Portada del libro Padre es un padre (2023). Editorial Libros del Pez Espiral.

 

¿Y el poema? «El poema son las manchas», dice Becerra. Si el poeta está ocupado de velar la narrativa, el problema yace en su coraza. El tejido que oscurece los hechos y esa apertura que el mismo hablante dispone para construir el poema como las rayas que arman el tigre (siguiendo a Mistral). El poema está en esa grieta. Secreto y pérdida de sentido sobre el rol que mueve y une a hablante y oyente. En ese quiebre, el poema gira y puede —o debe— nombrar nombres para así componer esa grieta, darle sentido. Esta tensión sobre la narrativa fisurada mueve la intimidad del hablante. Hablante niño grande en cuya lengua el habla admite otras funciones. Dice Nadia Prado: «Siendo niños grandes nos basta con llevar un pájaro herido a nuestra cabeza para darle calor, cuando la cabeza se juega y estrella contra sí misma y picotea en un mentiroso nido el hogar imaginario. No hay hogar imaginario». Esta relación imaginaria del habla puede ser una de las pistas. El poeta agrieta una historia contenida y la hace esparramar en su estrechez. Eso entonces alcanza la lengua. 

Me interesa aquí volver al problema semántico. El engaño tautológico que supone la obviedad «padre es un padre» permite entrever otras cosas: padre, el hombre, ejerce como padre, esa categoría de padre, a su vez, no es propia, es un arquetipo mayor. Si seguimos de esta manera, suponemos que padre y padre no significan nunca lo mismo, y más aún cuando Becerra escribe: «no es mi padre de quien hablo él no está ni estoy en esto porque padre no es mi padre no es padre exactamente el que enfría nuestra sangre». Acá un disparo: ¿quién es padre o cuántas formas de padre existen en el libro? El sentido móvil espejea la evocación de Stein: «rosa es una rosa es una rosa», en donde cada reiteración solo amplía el término. Esta operación de reiteraciones es desplegada en el conjunto como un recurso tanto rítmico como de ocultación: colores, acciones, nombres reiterados fijan un ritmo que da un flujo constante a los significados. Mantener la narrativa bajo un velo, velar el poema, velar sobre el poema.

Así notamos la apertura de las aristas. Jorge Otero Pailos, conservacionista experimental, dice que, en el momento en que los objetos pierden familiaridad, nuestro sentido de seguridad entra en crisis y nos vemos en la obligación de reacomodarnos. Ese reacomodo se me aparece en el desplazamiento de las palabras. La incomodidad latente del decir, del acusar, del tratar e incluso de las muestras de afecto. Esa persistente obligatoriedad que el poeta anota en acciones resignadamente repetidas: «llego a verte los veranos / visitas breves cuando queremos remendar / los días que piden arreglo». 

En este desplazamiento constante, sin embargo, el centro está fijo. En escena, un hombre adulto y un hombre adulto en potencia. Uno ejerce violencia sobre el otro, el otro se alimenta de la hostilidad y de la distancia. Pero, aun así, componen una especie de espejo. ¿Cómo sería esta violencia? No es algo definido, tan solo la atmósfera del golpe, la atmósfera que construyen las palabras, la tensión del rechazo que la palabra puede engendrar: «el domingo padre prende fuego a un maricón». Uno de los versos más crudos del libro delata también uno de los puntos de conflicto que conlleva la relación especular entre dos hombres y la jerarquía que supone la masculinidad de cada uno (puestas en duda y sometidas de distintas formas, pero también puestas a prueba). 

El conflicto de género es continuamente visitado e interrogado, siendo convertido por Becerra en un articulador de la relación padre-hijo. Esta se revela, por ejemplo, en la metáfora del instrumento musical que delata la falta de inteligencia emocional del primero: 

 

me preguntas por un sonido que no logras reproducir

un bemol que habita entre dos teclas de las que sí dispones

empeñado en encontrar la frecuencia exacta me preguntas

si acaso al superponer esos dos tonos

si al tocarlos al mismo tiempo sonaría el que estás buscando

pero como cuerpos no oímos nuestra sordera.

 

Así, las limitaciones del padre y su falta de autoconciencia son exploradas sobre todo en su capacidad afectiva. Los afectos son la línea que conforma la silueta del expersonaje secundario: su falta de conexión con otros «a la espera de amigos / que no siempre conoce / y que podrán venir o no», o al confirmar por sí mismo su inteligencia a través de la visión ajena: «no importa el mensaje si hablan como él (...) /rituales de validación en la garganta». 

Al otro lado del espejo, la dureza pesa sobre el hijo como un rito de paso: «con amor de hombre / padre enseña a su hijo a ser derecho / la fortaleza de una tabla de madera». Estas nociones rígidas de la educación en la masculinidad son una parte fundamental de la distancia que separa a padre e hijo, sobre todo si consideramos que hijo, el hablante, demuestra cierta resistencia a esas mismas lecciones. Por ejemplo, en el mismo poema, la imagen de la mesa rígida es travestida para proponer una pequeña subversión: «nuestra mesa que viste de falda / también es recta y me encantaba / curvarme bajo ella». Acá sucede algo interesante: la visión del género se hace oblicua y la rigidez travestida, una suerte de artefacto simbólico que representa la mesa, toma el rol protector ante los ojos del niño (o, si quisiéramos, el rol del cobijo, lo que la inclina hacia una noción tradicional de lo que entendemos por femenino). 

Pero en la jerarquía del texto hay otra fuga: aunque padre e hijo son vistos en direcciones opuestas, desde lejos, padre es también su propio mundo y, en eso, su propia otredad es retratada en su sumisión. La asimetría inicial del diálogo es también explorada a través de la simetría: padre no es un padre, no es solo padre, quiero decir, padre es trabajador, hombre, hijo; padre no solo padre sino una persona completa a quien no podríamos entender con un simple vistazo. En otras palabras, la opresión que puede sentir hijo a través del modelo de masculinidad que impone padre es sentida por padre materialmente. En una escena en que escuchan a un «hombre de negocios» a quien no le interesa mucho lo material, padre, que estuvo de acuerdo en un principio, debe retroceder: 

 

no son relevantes 

las cosas 

pero sí el dinero para comprarlas

 

padre está desorientado

y estira su lengua para alcanzar un sitio estable

 

ellos son diferentes, padre apenas tiene algunas cosas

 

La certeza de la condición social en que ambos se encuentran es también mediada por escenas cotidianas: el trabajo de padre como vendedor o la pataleta de hijo por un juguete. Pero también ingresan imágenes de protestas que nos recuerdan las manifestaciones de 2019, los saqueos, la brutalidad policial, en cómo eso también amplía ciertos espacios de disputa: 

 

acelera el motor por el teléfono

la comunicación una autopista donde cabe

un auto a la vez y para desplazarlo 

debes pasarle por encima y devolver 

argumentos como se devuelve una bomba

lacrimógena con patadas o un guante

la política es sin llorar

pero hay gases que recuerdan a la infancia 

 

Estas tensiones que complejizan las fuerzas concentradas en el libro están resumidas u ofrecidas en el epígrafe inicial del poeta Víctor López Zumelzu: «Un obrero cansado desde las alturas mira a su hijo / escribir un poema / Él también construye un edificio de palabras / en el cual nunca vivirán». El edificio real que construye el obrero para la inmobiliaria y su eco en el poema que construye el hijo delinea una relación de simetría desde el oficio y la clase a la que pertenecen. Esta mirada termina por particularizar la relación padre e hijo. Padre no es cualquier padre. Hijo no es cualquier hijo. Por mucho que el desplazamiento de los significados y de las categorías fuercen la identidad, ambos se muestran únicos. O, más bien, el mismo desplazamiento en apariencia tautológico del título permite que esa unicidad salga a flote: las categorías padre e hijo no pueden fijarse. Tanto así que podríamos incluso pensar en cómo padre es padre e hijo a la vez, e hijo puede aún llegar a ser padre. Incluso en esto, el libro se propone a sí mismo espejearse y ese verso que citamos hace un momento —«el domingo padre prende fuego a un maricón»— pasa a ser «los domingos prenden fuego a mi padre».

Pero toda esta lectura bien puede haber imitado la narrativa del texto. Hasta ahora la certeza ahoga la escritura y quiero volver a empezar y volver a pensar. En un ensayo sobre el diálogo interrumpido, Jacques Derrida dice sobre su relación con el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer por medio de un poema de Paul Celan: 

La certeza de una lectura incuestionable sería la primera necedad o la más grave de las traiciones. Este poema [el de Celan] sigue siendo para mí el lugar de una experiencia única. Lo calculable y lo incalculable se aúnan en él no solo en la lengua de otro, sino en la lengua extranjera de otro que me da (qué presente temible) para refrendar el futuro tanto como el pasado: lo ilegible ya no se opone a lo legible. Al permanecer ilegible, secreta y deja en secreto, dentro del mismo cuerpo, infinitas posibilidades de lectura.

Un juego de herencia ocurre en el contacto. El poema de Celan diría: «El mundo ha partido, yo debo cargarte». La lectura de Derrida guía estas palabras al diálogo con su amigo que interrumpió la muerte. Esta idea, si bien no idéntica, abre aquí un nudo que me parece central: lo masculino es heredable, las costumbres lo son, aprendemos de lo que nos testan. En ese dar y recibir, hay algo dialógico. Padre aborda este conflicto diciendo: «te ayudo para que no seas como yo». Pero aun así el diálogo ocurre o continúa. Hijo lidia con lo que padre le testa, padre lidia con la leve conciencia de que los gestos pesan tanto como las palabras. De ahí el mutismo que corta la relación entre ambos. Pero, a la vez, padre no tiene las herramientas para conducir este diálogo sobre la educación y crianza del hijo. Ambos modelos de masculinidad no pueden más que oponerse; ubican sus fortalezas y sus debilidades en pleno momento del tacto, al tocar al otro y deshacer allí un principio de unicidad. Entonces hijo carga al padre e intenta comprenderlo, cargar ese diálogo inconcluso de tantas veces haberse frustrado o de sostener una relación apenas con gestos: 

 

es duro interrumpir una cadena

en silencio (...)

pero es eso o restregar nuestra barbilla

una contra otra

eso o el mutismo (...)

 

entre toda esta distancia

intento evitar el deterioro

cuando acepto tu ofrenda

y devuelvo con desgano la cadena

esta forma de fruncir los labios

 

Esta ambivalencia recorre el texto: lo ilegible —aquello que secreta y deja en secreto— y lo legible. La estructura narrativa plegada sobre sí misma y fisurada en sus reiteraciones. Así, el libro acaba como empieza. La habitación pareciera mantenerse, la escena es la misma: un hombre abre las cortinas, un yo admite temor pero, hacia el final, padre e hijo se muestran como iguales: «un par de niños sonríen / con un dolor silvestre / observan la ceniza». 

 

Fotografía de Francisco Cardemil.

 

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Francisco Cardemil Pérez (1995). Poeta y traductor. Ha participado en las publicaciones Topiaria (2019) y Poemas contra la policía (2020) del Colectivo Frank Ocean y ha traducido a autores como Victor Heringer, Anne Carson y Francesca Hughes. Ha publicado los libros de poesía Pueblos de tacto (Gramaje, 2021), El amor oscuro (Libros del Pez Espiral, 2022) y Como si dejaras caer una granada (Bisturí 10, 2024), además del cuento infantil La costa es una sonrisa (Viva Leer, 2024).