Por Benjamín Hernández Bastarrica

¿Cómo interfieren los traumas irresueltos de nuestros parientes más próximos en nosotrxs mismxs? ¿De qué manera tiene una relación filial defectuosa la capacidad de constituirnos? ¿Hasta qué punto es la falta de comunicación tolerable? ¿Cómo el silencio puede algunas veces constituir no una forma de duelo, no una solución, sino tan sólo una reticencia a confrontar y tender cara a nuestro dolor? ¿Cuánto puede una herida permanecer abierta antes de que la hemorragia nos desparrame?

Estas son quizá algunas de las preguntas a través de las cuales se mueve Mantis (Neón, 2023), de Rafaela Gómez. Esta primera publicación suya, que le valió a la autora una mención honrosa en el prestigioso Premio Roberto Bolaño 2021, es una novela que pese a su brevedad, consuma una narrativa compleja donde las distintas voces de las mujeres que la protagonizan se entrecruzan y chocan reiteradamente, hilvanando en el conjunto una serie de retratos y reflexiones en torno al dolor, el trauma, el duelo y la maternidad.

La novela inicia a través de los ojos de Fernanda, quien, pese a la diversidad de voces que aparecen y desaparecen, representa el registro mayoritario del texto, y en consecuencia una clase de protagonismo, aunque todos los personajes comparten relevancia en cuanto se relacionan entre sí, y cada narración que alterna no es sino una introspección de cada narradora, además de un nuevo lente a través del cual percibimos a cada personaje dentro y fuera de sí. Las relaciones se complejizan. Descubrimos poco a poco la profundidad del abismo que separa a cada una de la otra, pero también lo cortas que pueden llegar a ser las distancias que separan cada precipicio del siguiente.

Mantis. Rafaela Gómez. Neón Ediciones.

Fernanda se caracteriza porque padece de un desorden alimenticio desde hace dos meses, el cual le impide consumir cualquier clase de alimento sin ser inmediatamente acometida por una sensación potente de culpa que la lleva al vómito. La novela inicia con dos momentos clave: el descubrimiento de la enfermedad, diagnosticada por la psicóloga, y el forzado retorno a casa concluido el año académico, que significa el inevitable reencuentro con la madre. Para la psicóloga, el primer paso para una potencial cura es el reconocimiento de la enfermedad, y junto con esto, no sólo su aceptación por parte de Fernanda, sino además la necesidad de compartirlo con su madre. No obstante, hay algo interpuesto entre ambas que impide este gesto de confianza, esta posibilidad de salvación. Y es a partir de esta primera incomunicación que se desentraña la serie de conflictos familiares e intergeneracionales ceñidos sobre todas las protagonistas de esta novela coral, sobre la tríada Fernanda — Clarina — Clemencia. De cierto modo, pareciera que la relación de cada personaje con su madre/hija se halla obstruida por una suerte de trauma, un duelo individual y específico de cada una que no ha podido materializarse, deviniendo en un vacío sin fondo que es el mismo que intermedia en las distancias impuestas entre cada una con la otra. Cada silencio traza una lejanía y proximidad entre personajes, acaso alegorizados en la copia de El Angelus de Millet que cuelga en la cocina de Clarina y que Fernanda percibe al inicio del texto: “En él hay dos campesinos que miran hacia el suelo porque algo intentan decir.” El fracaso asimila una única herencia que las contamina a todas. 

El significado de la maternidad, así como sus complejidades y matices, es puesto en tela de juicio hasta el punto de que Fernanda y Clarina, madre e hija biológicas, comparten la similitud de tener ambas lo que denominan «segundas madres»: la relación entre madre e hija biológica resulta tan problemática a raíz de los traumas irresueltos y las distancias impuestas que las correspondientes figuras maternas de cada una han tenido que ser encarnadas por terceros no-consanguíneos, que sin embargo operan perfectamente para las protagonistas como posibilidad de la madre perdida y, asimismo, como espacio de confort y acaso un regreso o una primera incursión a un paraíso perdido. Pero lejos también de entregar una visión idealizada de la maternidad, la novela de Rafaela Gómez no tiene tapujos en describir sus dificultades y los conflictos internos propios de la maternidad indeseada, del rechazo categórico a la procreación, del peso verdadero de traer a alguien al mundo, del significado y las consecuencias de crear una vida. Llama la atención como todos los personajes de la novela —Clarina, Clementa, Pati, Martita, Rosa, Leonor, Fernanda, Norita— poseen una relación explícita con la maternidad, bien sea a través de su ejecución —exitosa o fracasada; a veces derivada en tragedia—, o su rechazo, pero ninguna pudiendo quedar absuelta completamente del tema.

Aparte de esto, toda la novela se halla enmarcada por una poderosa religiosidad popular que tiñe cada aspecto de la vida de las protagonistas. Pero lejos de otras novelas situadas en pueblos rurales u otros lugares descentralizados, donde en varios casos la religiosidad sólo es presentada como algo curioso, como un mero contraste entre un centro y una periferia, y casi como una exotización de las poblaciones más apartadas, aquí el carácter religioso cumple un rol extendido durante toda la novela, no sólo presente como un telón de fondo sobre el cual transcurre el relato, sino que más bien las vidas completas, e incluso los sentimientos y las racionalidades, se hallan escritas en este lenguaje religioso, en este complejo sistema de creencias cuyo mayor núcleo y referente es Clemencia, la abuela de Fernanda y mamá de Clarina, y que durante la mayoría del texto es presentada casi como una figura mística, retornando una y otra vez a la memoria y pensamiento de nieta e hija, caracterizándolas, pero sin ser sino hasta rozando el final de la novela cuando por primera vez se nos es presentada frente a frente en un encuentro catártico.

Antes de esto último, pero ya eclipsando la trama, la muerte del ave madre en el jardín de Clarina se presenta ante todo como dos nuevas instancias cruciales: la primera, como la irrupción definitiva de la muerte en su entorno, hasta entonces evadida a través del cuidado riguroso del jardín, de las distancias entre ella y Fernanda, de un pequeño aislamiento en silencio; luego, el posterior cuidado de ambas hacia el ave y sus huevos funcionando como primer paso posible hacia una reconciliación: ahí se halla una primera posibilidad no sólo de confrontar la muerte, sino además de duelarla, de hacerlo en conjunto y a través de este rito luctuoso permitiendo una suerte de purificación entre ambas, individual y relacionalmente. A pesar del desafecto inicial y la conflictividad entre Fernanda y Clarina que se siente durante la mayor parte de la novela, esa distancia que las separa siempre ha sido también aparente porque ambas poseen más parecidos que diferencias, y la novela poco a poco nos comparte esos mismos puntos de inevitable encuentro tales como la segunda madre, la pérdida y el primer duelo inefectivo o inexistente, el ayuno involuntario e incluso una especie de desagrado compartido hacia Pati, una empleada doméstica que frecuenta cocinarles y a la cual tienden a menospreciar y proyectar en ella sus propias inseguridades, pero que también termina formando parte del velorio de la ave madre, acaso como primera posibilidad de integración entre ella y Fernanda y Clarina. 

Mantis nos entrega una historia compleja sobre las relaciones familiares y entre mujeres, al mismo tiempo que nos interroga respecto a qué constituye exactamente un lazo filial: si toda persona puede ser familia en tanto medie un amor profundo, así como si todo parentesco debe necesariamente albergar a lo menos un resquicio de afecto. Aborda las consecuencias profundas de la incomunicación y el silencio, presente en generaciones de mujeres heridas por la abstinencia e incapacidad de hablar: “La Berni era hija de la Martita, murió en un accidente. Un camión la arrolló en la carretera. La Martita nunca lo habló y yo tampoco. En este pueblo maldito estas cosas no se hablan porque se heredan, se transmiten dice mi madre.”; la necesidad del duelo, de la afrontación de la pérdida y todo trauma del que se rehuya: "Miro al Cristo crucificado y le pregunto que por qué, por qué el dolor del cuerpo y el repudio a mi propia vida. Por qué el odio a quien soy y la falta de apetito. Por qué el cansancio, el dolor físico. Por qué la comida afuera del estómago y por qué la culpa. El ave muerta y la muerte de Leonor. El jardín seco y la sangre furiosa de mi abuela, el pacto de mi abuela y el llanto de mi madre. La culpa."; y la extremadamente dificultosa condición inherente a la maternidad, conflictiva y culposa: “Nadie nace sabiendo lo que es cargar una vida en tus brazos que no es tuya, pero que no dejan de repetirte que sí lo es, que es tu responsabilidad, tu nueva y más difícil responsabilidad porque no se nace sabiendo ser madre. De repente dejas de ser una niña y te preguntas en qué momento te llegan esas ganas de parir. Entonces pasa el tiempo y no llegan, te va creciendo la guata Fernanda, y simplemente no llegan.”

Fotografía de Rafaela Gómez (Fuente: La Tercera)