Hace un año, Isabel Baboun (Santiago, 1984) irrumpió en la novelística nacional con la publicación de su obra debut La Tailandesa, volumen que se inserta dentro una tradición literaria que bien podríamos considerar un género en sí mismo: la de las novelas de un solo día. Desde Victor Hugo hasta John Banville, pasando por Stefan Zweig, Malcolm Lowry y Haruki Murakami, nos enfrentamos a una esfera dentro de la literatura en la que pocas mujeres aparecen en los listados canónicos. A este respecto, Baboun no se presenta en modo alguno como una autora incauta, y más allá de superar las dificultades técnicas propias del desafío de las veinticuatro horas, se hace cargo de aspectos que al ser humano le cuesta evidenciar. La Tailandesa está lejos de ser la historia de un día cualquiera en la vida de Diana, una profesora de teatro de colegio, pues –tal como hace Aquiles al enterarse de la muerte de Patroclo en Ilíada– abjura de su idea de no volver a pisar las tablas, debido a una solicitud del colegio por la celebración de su aniversario. Es este escenario de crisis el que Baboun plantea para deslizar una vida completa, marcada por una opacidad a ratos tragicómica. Un libro que revela aquel sentir infinitamente oscuro que, querámoslo o no, merodea y se inmiscuye en nuestras relaciones de amistad; un libro que constata el hecho de que el miedo desmesurado nos convierte en personas crueles. Dice Cioran: «Quien tiembla sueña con hacer temblar a los otros, quien vive en el espanto acaba en la ferocidad (…) En medio de nuestros espantos, más de uno entre nosotros evoca a un Nerón que, a falta de un imperio, no tuviera nada más que su propia conciencia para zaherir y torturar». Como los personajes de La Tailandesa, que ponen al lector en el disgusto de la incomodidad humana.
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Diana, la protagonista de La Tailandesa, dice: «con la mirada puesta sobre las hileras de sillas, se me ocurrió pensar que la violencia, viniera de quien viniera, y pasado un año o diez mil, siempre estaba hecha de lo mismo». ¿Pasa lo mismo con la literatura?
Yo creo que sí. Los grandes textos, por así decir, se alimentan de los grandes textos, y es un círculo constante. Estamos en permanente convivencia con el pasado, el presente y el porvenir y por eso para mí la tragedia griega es tan importante. Convivimos con ella y con esas iras, rabias, miedos; o sea, Medea, Clitemnestra, etcétera, y uno cree que porque se escribieron en la Grecia antigua ya no son, y no. Los seres humanos estamos hechos de esa materia todavía. De hecho, si nos pasáramos, por ejemplo, al melodrama y miráramos de qué están hechas las teleseries, lamentablemente, son una reinterpretación excesiva, exagerada de la mitología griega. Y con este libro claro que quise hacer, no una revaloración, pero sí relecturas desde la tragedia hacia otras cosas, entonces creo que es muy contemporáneo por lo mismo.
Te dedicas un poco a resguardar el mito.
Yo nunca me planteé hacer una reescritura de Clitemnestra, que podría haber sido una idea, un monólogo teatral. No quise. Lo que me interesaba precisamente no era trabajar directamente con el material de Clitemnestra por hacer el intento de reubicación, porque creo que sobre eso hay una mirada ética o moral. Entonces tomé la versión de Yourcenar, ese monólogo de Clitemnestra de cinco páginas, desolador a nivel emocional. Me servía porque Diana lo que también hace es recapitular y volver a mirar su propia historia en relación a todo lo que quiso hacer cuando decide estudiar teatro y no le resulta. De alguna manera hay un paso frustrado y creo que también hay un cierto paso frustrado cuando cualquier individuo trata de hacer memoria.
A John Cassavetes lo citas más de una vez. «El miedo es una motivación que hace trabajar muy duro». ¿Te pasó?
Cassavetes para mí es muy fundacional por muchos sentidos. Cuando estaba en la escuela estudiando teatro leí Cassavetes por Cassavetes, un libro autobiográfico. Ahí habla de cómo era el proceso de hacer una película, de creación de personajes y todo. Y él es uno de los precursores, si se quiere, del cine independiente de Estados Unidos, del cine de autor. Trabajaba mucho con la improvisación con los actores. Entonces muchos de sus guiones no eran estructuras con las que él llegaba y decía acá está la obra, háganla. Llegaba con ideas y métodos en la cabeza y los ponía en situación. En lo que sí se concentraba mucho era en construir muy bien los personajes. Y eso me ha ayudado a mí desde mi labor de actriz. Y después me ha ayudado mucho en mi oficio de escritura. A la construcción de los personajes y las situaciones. Y el miedo operó, por supuesto, de principio a fin.
¿De qué forma?
Desde dejar que Diana viviera enteramente la vida que tenía que vivir, a miedos que tenían que ver con la novela en sí. Cuando la terminé dije ¿esto funciona? Había perdido toda perspectiva, porque estaba metidísima en el proyecto. Miedo también cuando dije ya, esto va a ocurrir en un día. Da temor en el sentido de vértigo. Y también obviamente trabajé con temores míos, biográficos. La rabia está muy emparentada con el miedo y la rabia está muy presente en la novela, es casi su emoción base, la que la mueve.
¿Escribías todos los días?
Lo que pasa es que la versión final la hice en pandemia. La idea la vengo trabajando de antes. Primero una fue necesidad emocional, hacer algo creativo con un momento de mi vida, pero no a nivel terapéutico, no como voy a contar mi historia. Y después de eso empecé simplemente a escribir situaciones, sin saber ni la estructura. Aisladas. Lo dejé un año. Y vino el estallido y rápidamente la pandemia y dije este es el momento de retomar y eso fue la locura total más uno. Ahí me volví a meter, pero con todo, todos los días. Trabajaba lo que pudiese antes de sentarme al Zoom a hacer clases, me olvidaba, salía de hacer clases a las seis y luego me sentaba de nuevo un rato.
¿Y qué tal el trabajo con tu editor?
Me encantó. Nunca había trabajado en una editorial así de importante, entonces yo no tenía ninguna expectativa, no sabía cómo iba a ser. Sí tenía un deseo y era que ojalá el proceso fuera súper dialogado. Lo que yo no quería que pasara era que me dijera ya, está bien, lo imprimimos. Yo quería que hubiese un trabajo. Nos juntamos hartas veces. Trabajamos la novela más de un año. Hubo primero una lectura del manuscrito, les gustó y tuve una reunión con Juan Manuel Silva, que fue con quien trabajé. Después él me dijo, antes de firmar nada todavía, creemos que esta novela tiene tales y tales cosas que a la editorial le interesan; sin embargo, para que la novela sea mejor leída, nos gustaría proponerte ciertos cambios de orden en algunos capítulos. Me empezaron a decir cosas así. Nunca hubo una propuesta de sacar un personaje. Nunca me pasó que me dijeran la protagonista tiene que ser hombre o ¿y si la contamos en tercera persona? Y una vez que tuvimos esa conversación, Juan Manuel me propuso cambios: este párrafo está súper, nos gustaría que hubiese más de esto, pero este habla demasiado de esto. Entonces me mandó un draft con propuestas de cambio que yo acepté y me demoré cierto tiempo en reescribir. Y así estuvimos en un ping-pong durante un año. Pero entremedio con hartos espacios de tiempo, no era que nos pimponeáramos una vez a la semana. Podían pasar tres meses. Es una editorial grande, entonces Juan Manuel no estaba dedicado solo a mi libro. Luego de eso llegamos a una versión más definitiva, que leyó él y otro editor y a la que volvimos a hacer unos cambios, concentrados en el final. Luego esa versión casi final la leyó una tercera persona, que no participó del proceso de edición. Y apuntó muy pocas modificaciones. Y después la versión final fue la del corrector de estilo y las versiones en prueba en papel y ya. Fue largo. Y me gustó todo ese trabajo. Aprendí a tener más confianza con el lector y también a imaginar con otra persona ese libro al que queríamos llegar, que es un ejercicio que a mí me gusta mucho. Yo imagino un libro y hay un editor que, a partir de mi libro, está imaginando otro libro, y la idea es llegar a congeniar o no congeniar. Y yo te diría que también aprendí a entender que la escritura es súper móvil. Hasta que no sale el libro, todo puede ser.
¿Qué te llevó a decir esta es la versión definitiva? Podrías estar escribiendo eternamente.
Esto lo escuché a una escritora que me encanta, que me encanta tanto que se me olvidó su nombre. Decía ella: hay un momento, cuando estás trabajando en algo, en que el texto ya no te quiere ahí y tú ya no quieres estar ahí. Y cuando tú fuerzas una escritura, que me ha pasado, y tú le sigues dando y tú dices le voy a poner más escenas, Raúl Ruiz también lo dice, después te das cuenta que el final está mucho antes, mucho antes. Fue visceral. Coincidió con que Juan Manuel me dijo: «Lo mando a imprenta». Y ahí no hubo duda.
¿Siempre se llamó La Tailandesa?
Sí, desde el archivo primero, donde yo iba anotando minicosas, por el boxeo tailandés. Para mí era ella.
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Isabel Baboun Garib es escritora y actriz. Recibió un doctorado en literatura latinoamericana en la Universidad de California y una maestría en escritura creativa en español en la Universidad de Nueva York. Cursó el “Avanzado de guion cinematográfico” en la EICTV, Cuba. Publicó el libro de relatos “Un hermano muerto” (Cuarto Propio, 2018), y el de poesía “Todos los árboles” (Libros del Amanecer, 2014). La plaquette “Un cuarto un nombre” (Pen Press, Nueva York 2013). “La Tailandesa” (Tusquets, 2023) es su primera novela.
Cristian Salgado Poehlmann, Santiago, 1982, bodeguero en Preunic.