Por Iván Olguín

—¿Usted vive aquí?

—¿Disculpe?

—Le pregunté si usted vive aquí.

Matías estaba arrancando las malezas del antejardín. Apenas había oído acercarse al desconocido que tenía en frente. El tipo tenía el rostro sucio y reseco, cubierto de extrañas llagas rojizas en los pómulos y la nariz, como quien acaba de salir de una tormenta de nieve. Vestía unos jeans viejos y un enorme abrigo bajo el cual se intuían otras tantas capas de ropa. Parecía haberse cortado el cabello hacía poco tiempo, pues conservaba algunas heridas en su cabeza, como las que tendría alguien que se rasura a pulso, sin mirarse al espejo. Matías, que conocía a casi todo el mundo en Imahue, no tardó en descubrir que se trataba de un forastero.

¿Me encontraron? Pensó. ¿Un policía? 

—Sí, yo vivo aquí —Respondió, nervioso. 

—¿Puedo ver su casa por dentro?

—¿Disculpe?

—Que si puedo ver su casa por dentro. Ya me oyó. 

Matías pasó la mirada de la entrada al forastero varias veces, incrédulo. 

—No es mi casa realmente. Solo soy el cuidador. —dijo finalmente.

—¿Puedo ver la casa que cuida por dentro? —Dijo el hombre, con tono irónico. Le faltaban varios dientes.

—Lo siento, pero no lo conozco. Usted tampoco dejaría entrar a cualquiera. A menos que traiga una orden.

—¿Una orden? 

—Una orden judicial.

Estaban en la última casa subiendo por la ladera del cerro. Desde ahí se veía todo el pueblo: sus casuchas, la plaza de armas, el río y el bosque. Los árboles se extendían como un océano, hasta perderse en el horizonte. El visitante miraba hacia el poblado, pensativo.

—Pero en Imahue no hay ningún juez —respondió finalmente.

—Pues qué mala suerte —Sentenció Matías, y pasó por el lado del forastero. Cerró la cerca, se metió al corredor y puso el pestillo.

Rápidamente bajó las cortinas y aseguró todas las puertas. Subió corriendo a su dormitorio y comenzó a meter sus pocas pertenencias en la mochila. Estaba seguro de que lo habían encontrado. Al bajar las escaleras pudo ver por la ventana que el forastero ya no estaba.

Decidió bajar al pueblo para hablar por teléfono, debía actuar cuanto antes. Se cambió las botas y salió por la puerta trasera hasta el establo. Ensilló a su caballo lo más rápido que pudo y galopó a toda velocidad camino abajo. Si ese tipo era policía, lo averiguaría cuanto antes. 

En Imahue había solo dos teléfonos, uno en la comisaría y otro en la posada donde se almorzaba. Cuando Matías entró al restaurante no se encontró a nadie cenando. La encargada tampoco se veía por ninguna parte. Matías tocó el timbre junto a la barra.

Una voluptuosa mujer salió de la cocina, cargando un saco de papas.

—La cena estará en una hora. ¿Algo para beber? —dijo la mujer.

—Solo necesito el teléfono —respondió Matías, apuntando al aparato sobre el mesón.

La mujer se encogió de hombros y volvió a la cocina. Matías la vio meterse por debajo de la barra y perderse de vista. Matías caminó hasta el teléfono, descolgó el auricular y marcó. Nadie del otro lado. Se sobresaltó con el ruido de un vidrio quebrándose en la cocina. Se escuchaban murmullos. Caminó agachado por debajo de la barra y se detuvo junto a la ventanilla. La encargada discutía con otra persona, aunque no alcanzaba a entender lo que decían. Se puso de pie con mucho cuidado, intentando ver hacia adentro. En cuanto asomó la cabeza se encontró con la mirada penetrante de la mujer, el forastero estaba junto a ella y tenía los ojos empañados de lágrimas.

La mujer se abalanzó sobre él y le gritó al forastero que corriera. Matías cayó al suelo bajo el peso de la encargada y vio como el hombre salía a toda velocidad por la puerta trasera. A medida que se desvanecía, recordó la última vez que había sentido tanto miedo. 

Un año antes se preguntaba si la gente era capaz de identificarlo en la calle, si existían ciertas personas que, solo con verlo, reconocían a un ladrón. Eran las tres de la madrugada y manejaban a oscuras por un camino rural. Su hermano estacionó en la arboleda colindante al fundo. Bajaron del auto sin cruzar palabras y se colaron a través de la reja. Los dueños de los rebaños estaban en alerta. Debían ser más cuidadosos que nunca. Caminaron agachados hasta uno de los corrales.  Matías desenfundó su arma mientras su hermano sacaba de su mochila una soga para amarrar a la presa. 

Se alistaban a comenzar cuando oyeron los silbidos de alerta a sus espaldas. Matías se giró, alarmado. Los silbidos provenían de distintos puntos, no lograba distinguir. La única vía de escape era correr a través de la arboleda y llegar lo antes posible al auto. Los hermanos sabían perfectamente lo que tenían que hacer. Emprendieron la carrera a toda velocidad, atentos por si alguien aparecía detrás de los árboles. Sin detenerse, Matías disparó al aire. No era un asesino, pero sabía que con eso podría ahuyentar a los más valientes. 

Al llegar junto al auto se encontró solo, había perdido de vista a su hermano.  Esperó en la oscuridad. No podía ver más allá de un par de metros. Los silbidos de los cuidadores se intensificaban. Ahora se entremezclaban con exclamaciones de júbilo. Matías tuvo un mal presentimiento. Fue como si su alma hubiese escuchado el disparo lejano antes que sus propios oídos. El grito desesperado de su hermano sería el último recuerdo que tendría de él. Aquella noche Matías subió al auto y aceleró para nunca más volver.

El incidente no apareció en los diarios ni se habló de él en las radios locales. Nadie se enteró nunca del robo fallido. De su hermano no se sabía nada. Matías pasó un par de meses oculto, hasta que un amigo le ofreció la oportunidad de esconderse en Imahue, un pueblo olvidado que no aparecía en los mapas.

Tendría que cuidar una casa. Se trataba de una construcción estilo palafito, aunque ya bastante hundida en la tierra. Por dentro conservaba un estilo anticuado, pintura resquebrajada que a ratos dejaba ver sus antiguos colores. Muebles de madera tallada con múltiples repisas. En ellos había artículos tan antiguos como la propia casa. 

Por fuera el panorama no era distinto. La casa estaba rodeada de mosquetas y hortensias. A un costado se alzaba un frondoso cerezo, que durante la primavera cubría el antejardín con pétalos blancos. Matías llevaba ahí casi un año y aún no se acostumbraba. No es descabellado que alguien me pida entrar, pensó. Él mismo, al verla por primera vez, sintió la necesidad de conocer los secretos que albergaba el lugar. 

Se quitó a la mujer de encima mordiéndole una mano y corrió hasta su caballo, que lo aguardaba, agitado, junto a la puerta. Galopó ladera arriba y alcanzó al forastero justo en la puerta de la casa, el extraño estaba intentando forzar la cerradura. Al verlo llegar, se alejó de la entrada.

—Creo que me confunde con alguien más —dijo el forastero—. Lo único que deseo es ver la casa —agregó.

—¡Metiéndose por la fuerza!—gritó Matías— No es necesario seguir mintiendo —continuó—. Me voy a entregar. Solo necesito saber qué ocurrió con mi hermano.

El forastero parecía no entender nada.

—Volveré mañana —dijo—, cuando esté usted más tranquilo.

Matías no respondió. Se metió a toda prisa a la casa. Dejó la puerta entreabierta para vigilar al intruso.

—Me llamo Isaac —gritó el hombre—. No siempre fui el fracasado que tiene ante sus ojos. Alguna vez quise ser astronauta —dijo—, y apuntó hacia un cuadro que colgaba por encima de la chimenea. Se veía incluso desde afuera. El retrato mostraba a Neil Armstrong caminando sobre la luna. Matías no pudo ocultar su sorpresa, pues hasta ese momento no había reparado en aquel cuadro.

Cerró de un golpe y cayó sentado a los pies de la puerta. Estuvo allí un largo rato, esperando a que se detengan los temblores de sus manos. Decidió que en cuanto amaneciera iría a la estación y se entregaría. Era lo único que podía hacer. No iba a seguir huyendo. Solo así sabría qué ocurrió con su hermano y podría descansar.

Esa noche durmió inquieto. Temblaba de frío y le dolía la garganta. Semejante helada no tenía sentido en pleno mes de diciembre, ni siquiera en Imahue. Se levantó temprano, resignado, y caminó hasta la cocina. Mientras se preparaba un café, reparó en un juego de tazas que se encontraba en la parte superior de la alacena. Parecía antiguo. Era muy llamativo. No podía creer que no lo hubiera visto antes. Reparó en que la casa esta plagada de cosas que él nunca había visto.

Decidió tomar un poco de aire. Salió a la calle y sintió la calidez primaveral, muy diferente al frío infernal de la noche anterior. Tomó la silla del caballo y se encaminó hacia el establo. Encontró a Isaac sentado en un fardo de paja. Parecía estar recién despertando. Antes de que Matías abriera la boca Isaac alzó las manos.

—¡Escúcheme! Sólo le pido que me escuche un minuto.

—No es necesario. Me voy a entregar. 

—No tengo idea de qué habla. Yo no soy policía. Es más, soy el tipo de personas a los que los policías no quieren ver.

—¿Por qué me acosa entonces?

—Esa no es mi intención. Viajé desde muy lejos para poder ver esta casa. Me dijeron que no había nadie.

—¿Viajó sólo a eso?

— Antes era mi casa. Perteneció a mi familia. Nos la quitaron el día que mataron a mi padre. La mujer del restaurante lo puede confirmar.

—Su padre…

—Eso ya no tiene importancia, pero si con eso logro que me crea, se lo diré. Mi padre murió en esta casa, lo mataron sus propios compañeros. Lo hicieron pasar como un suicidio. —Matías se quedó congelado, sin saber cómo actuar— Pese a todo —continuó el hombre—, aquí pasé los mejores días de mi vida. Por eso volví. Necesito recordar, estoy perdiendo mis recuerdos.

Matías sintió lástima por Isaac. El tipo estaba loco, aunque decía la verdad. La policía no enviaría a un demente a buscarlo. Le mostraría el lugar a ese pobre sujeto, y luego se iría al pantano de donde había salido.  Sobre entregarse a la policía, ya tendría tiempo para pensarlo mejor. Lo que sí era seguro es que no podría vivir sin saber qué fue de su hermano.

Al entrar, Isaac se quitó los zapatos y recorrió tranquilamente la sala de estar. No parecía recordar que ya no vivía allí. Caminó rozando con la yema de los dedos cada contorno. Examinó con detención uno a uno los tablones del piso. Y vio con desagrado los aparatos electrónicos, especialmente el televisor que colgaba en un rincón. Mientras subían al segundo piso, Matías notó que el cuadro del astronauta sobre la chimenea ya no estaba, pero no le dio mayor importancia. Isaac se dedicó a tocar todo lo que podía. No se salvó ni la cocina ni los baños. Todo ante la atenta mirada de Matías, que lo seguía de cerca. Finalmente, Isaac se detuvo.

—Creo que ya fue suficiente —dijo—. Se lo agradezco. 

—¿Encontró lo que buscaba? —respondió Matías. 

—Es difícil saberlo. 

—No quiero ser impertinente, pero…

—Los compañeros de mi padre eran militares, le dispararon ahí, en la mesa —agregó Isaac, como si le leyera la mente.

Bajaron juntos hasta el pueblo. Al llegar a la calle principal, cada uno tomó su propio camino. Isaac arrastró los pies hacia las pasarelas del río y el cuidador se metió al bar.

Matías volvió casi al anochecer, borracho. La impresión que sintió al entrar a la casa lo sacó inmediatamente del letargo. La mesa estaba servida. Había tres puestos, comida y agua recién hervida. Resaltaban las pequeñas tazas que había visto por la mañana. Al juntar la puerta escuchó un ruido metálico contra la madera: una herradura colgaba de un clavo. Guardó silencio por si escuchaba ruidos, pero el silencio reinaba. Recorrió cada rincón, armado con la herradura. No encontró indicios de que alguien hubiese forzado la entrada. 

—¡Isaac! —gritó— ¿Estás ahí?

No hubo respuesta.

Decidió buscar a la policía. Su paciencia se había agotado. No permitiría que ese desquiciado deambule a sus anchas. Volvió acompañado por los únicos tres policías de Imahue. Matías les habló de la extraña visita de aquella tarde. Les contó que aquel hombre se llamaba Isaac, aunque no conocía su apellido. Les dijo que la encargada del restaurante lo conocía, pero cuando fueron por ella, la mujer ya no estaba y tampoco sus pertenencias.

Matías omitió cualquier referencia a su propio pasado. Los uniformados anotaban. Todos al mismo tiempo.  Dos de ellos dieron una última vuelta por la casa. No encontraron nada. Se marcharon, no sin antes sugerirle que no deje entrar a más desconocidos. Matías volvió a asegurar todas las entradas y subió a su dormitorio. 

La temperatura nuevamente descendió durante la noche. Matías durmió agitado. Tenía la sensación de que había otras personas en la habitación, deambulando, hablando entre ellos. A ratos los sentía muy cerca, pero no lograba abrir los ojos. En sus pesadillas, Isaac entraba a su dormitorio y lo acusaba de ser un asesino. Luego lo perseguía por toda la casa con un arma en la mano.

Despertó a mitad de la noche, tembloroso, aturdido por el frío. Al levantarse sintió crujir algo bajo sus pies. Se agachó y vio una pequeña figura de astronauta tallada en madera. Además, había decenas de juguetes desperdigados por toda la habitación. No estaban allí la noche anterior. Se abrigó rápidamente y bajó las escaleras hasta el comedor. Los muebles eran distintos a los que conocía. Parecían más antiguos, mejor cuidados. En las paredes colgaban fotografías familiares. Se podía ver a dos adultos: padre y madre, junto a un niño de no más de diez años. El padre vestía uniforme militar y la madre llevaba un vestido floreado. El niño tenía una camiseta con el logo de la NASA. 

Matías ahogó un grito. Un hombre adulto, el mismo de los retratos, salió de la cocina empuñando una pistola. Al ver a Matías, el militar reaccionó con serenidad, como si lo estuviese esperando. 

—Sabía que tarde o temprano enviarían a alguien a deshacerse de mí. Diles que yo no soy un asesino, y nunca lo seré —dijo el uniformado.

Matías intentó responder, pero le costaba trabajo respirar. Quería convencerse de que todo era un sueño. Nada de lo que ocurría tenía sentido. Recordó el terror en el rostro de su hermano la noche en que los sorprendieron. ¿Está muerto? Por supuesto que sí.

—Tú tampoco pareces un asesino, ¿sabes? —continuó el militar.

Matías negó con la cabeza. Yo soy un ladrón, no soy un asesino, pensó. 

—Permíteme hacerte un favor entonces. No voy a dejar que te ensucies las manos por mi culpa. —El hombre quitó el seguro del arma. —Solo cuiden de mi hijo. Su madre ya no está. 

Antes de que Matías pudiese reaccionar, el soldado se llevó el arma a la boca y jaló el gatillo. Matías se apoyó en el suelo, con la cabeza entre las piernas.  Sus manos sudaban y temblaban. Se daba puñetazos en la cabeza, convencido de que todo era una pesadilla. Pero el tiempo pasaba y él seguía ahí. 

De pronto escuchó sollozar a un niño. Estaba hincado junto al cuerpo inerte de su padre. Matías se puso de pie. Ya lo entendía. Se aclaró la garganta para no asustar al muchacho. El niño Isaac lo miró con atención.

—Tu padre me pidió cuidar de ti. ¿Te parece bien?

Salieron de la casa en silencio. A medida que bajaban, Matías pudo notar que Imahue ya no era el mismo pueblo que conocía. Había menos casas. Más árboles. Ni rastro de las pasarelas. Estaban en pleno invierno. Matías miró hacia el cielo; cerró los ojos, y recibió los pequeños copos de nueve que caían sobre su rostro. Isaac hizo lo mismo.  

 

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Iván Olguín nació en Coyhaique, Chile, en 1990. Lector de toda la vida, escritor desde el año 2020. Ha incursionado en la escritura de relatos breves y ha participado en distintas antologías literarias en su país de origen, la última de ellas: “Deseo: cuentos de amor y algo amor” junto a destacados autores chilenos. Entre sus géneros predilectos se encuentran la fantasía épica y la literatura contemporánea.