Simone de Beauvoir
1908 - 1986
Advertencia al lector
Para esta publicación, decidimos recortar arbitrariamente las partes centrales de los capítulos "El pensamiento" y "El arte", pertenecientes al texto crítico El pensamiento político de la derecha de Simone de Beauvoir. El criterio bajo el cual estructuramos la selección fue, antes que la comprensión textual (en tanto creemos, al igual que Beauvoir, que cualquier lector puede entender con profundidad crítica las páginas de su libro), aquel que guarda relación con su contingencia: en la medida de que avanza la lectura, se darán cuenta de la siniestra relación entre lo escrito por Beauvoir y el presente de la actual derecha neofascista chilena, la cual está ad portas de alcanzar la cima gubernamental de nuestro país.
Particularmente, pensamos en los dichos de José Luis Daza, asesor económico del candidato presidencial perteneciente al Frente Social Cristiano, quien dio la siguiente opinión respecto a la cultura chilena: "Nosotros somos un país, en términos generales, un país mediocrón. Tú miras los deportes, el tenis, somos malitos; en el fútbol, somos malos; en la literatura, eh, Pablo Neruda, Gabriela Mistral. No somos un país de riqueza cultural. No hay prácticamente nada en que seamos los mejores" (Fuente: El mostrador, quien, por medio de la siguiente columna, da cuenta de lo dicho por el economista durante un live de la Fundación por el Progreso).
Evidentemente, la discusión no tiene que ver con la "competencia", no se trata de si somos los "mejores" o los peores, ya que estas son, precisamente, las rivalidades absurdas que ha instalado el fascismo nacionalista entre los pueblos. Más bien, lo terrible de la declaración descansa en el nulo reconocimiento de nuestro patrimonio cultural por parte del abanderado de la derecha. Todas nuestras artes se han construido de forma plural, a partir de todas las fisuras de clase que nos componen, pero no solo eso; en nuestro recorrido histórico, existe un extenso catálogo de obras producidas por el mismo pueblo, las cuales están datadas por la amplia información museal-institucional de nuestro país: esto es, desde nuestra valiosa lira popular, el increíble trabajo de recuperación campesina llevado a cabo por Oreste Plath, la articulación del "frente de avanzada" durante la dictadura militar, las distintas escrituras de resistencia durante la persecución de las izquierdas en nuestro país, hasta el mural artístico del Centro Cultural Gabriela Mistral, construido por las propias manos del conjunto popular, la aparición de diversos medios físicos y digitales de difusión artística, y a su vez, la construcción de nuevos circuitos de arte que instalan, de forma abierta, galerías alternativas de exposición, tal como lo es El museo a cielo abierto de La Pincoya, etc. El desconocimiento de todo este escenario de producción artística no tiene que ver, solamente, con la simple ignorancia, más bien, se sostiene en el irrestricto odio a las masas pobres que resisten, desde la propia manufacturación de las artes, el desprecio intelectual de los nuevos plutócratas. Tal lectura podría aplicarse, del mismo modo, a la división cosmética de plaza dignidad, la cual fue instalada por adherentes al candidato del pacto social cristiano. En ella, un sector florido de la plaza se opone al de la tierra desnuda. Nuevamente, el amor por la belleza, por lo pulcro, por lo armónico, pareciera estar por sobre los derechos de los sujetos vulnerados. Este sistema de prioridades no hace más que realzar la condición monstruosa de la burguesía contemporánea.
Desde esta vereda, entonces, insistimos en la utilidad de lo escrito por Simone de Beauvoir. Los horrores éticos y morales en los cuales se instala el pensamiento de la derecha son más contingentes que nunca. Si dijimos que el candidato del frente social cristiano representa un peligro para la cultura y el pensamiento, hoy lo confirmamos aun más. Confiamos, entonces, que en la reconciliación de los pueblos con la lectura, con las artes plásticas y vivas, con el quehacer político, con todo aquello que representa el conjunto de necesidades directas de los pueblos, la esperanza de construir una mejor sociedad saldrá a flote con mucha mayor fuerza. Esta es, entonces, nuestra labor como agentes de la cultura: asegurar la correcta distribución del conocimiento, en la medida de que este constituye un derecho de primer orden, porque nada le es más peligroso al fascismo que un pueblo informado, el cual, en tanto reconciliado con su patrimonio, terminará por organizarse.
Museo a cielo abierto en La Pincoya
"El pensamiento" (p. 80-97) en El pensamiento político de la derecha.
"El sentido común es la cosa del mundo mejor distribuida." La derecha no podría admitir una afirmación tan groseramente democrática. Lo que comparte el conjunto de las "bestias humanas" es únicamente su animalidad. Lejos de constituir un fondo común a través del cual todos los hombres pueden reconocerse, el pensamiento es para los burgueses una facultad distinguida, y que distingue.
El conocimiento (o co-nacimiento, según la expresión de Claudel), es comunión; no depende del entendimiento ni de la razón. El hombre de derecha desprecia, como "primario", el saber sistematizado, que se comunica metódicamente y puede abrevarse en los libros; sólo le merece crédito la experiencia vivida, que une singularmente a un sujeto y un objeto que participan de una misma sustancia. Entre los individuos conscientes existe, pues, una jerarquía: los que poseen más "nobleza vital", más "riqueza sustancial", realizan la más perfecta comunión con el ser. La masa, privada de sustancia, está condenada a un sopor animal, entrecortado de alucinaciones y delirios.
En su novela, Gilles, Drieu la Rochelle denunciaba el carácter "moderno" de los judíos, cuyo pensamiento racional deja escapar lo que hay de instintivo y de complejo en el mundo. Un desarraigado, un desclasado, no pueden comprender jamás la clase o la raza de que son intrusos. En Les Déracinés, de Maurice Barrés, Racadot, a pesar de toda su inteligencia, cae en error porque es un desarraigado, mientras que el débil Saint-Phlin, bien instalado en la tierra de sus antepasados, se mueve fácilmente en la verdad. Los padres burgueses se convencen de buena gana que su hijo, así sea el peor de la clase, posee ese "no sé qué" de que carece el becado más brillante.
Pero esa falta de reciprocidad, según él, se justifica perfectamente, porque la singularidad de ciertos hombres —los selectos, entre los cuales se cuenta— consiste precisamente en alcanzar lo universal. Al encerrar a sus adversarios en una inmanencia vacía, a sus inferiores en una particularidad estrecha, se levanta por sobre ellos como un amo cuyas revelaciones deben ser aceptadas por un acto de fe. Es una posición infinitamente débil, y a la vez inexpugnable. El verdadero Abraham nunca está seguro de ser Abraham, pero nadie puede demostrar a los Napoleones de hospicio que no son Napoleón. Esta ambigüedad explica el tono categórico que adoptan por lo general los escritores de derecha. No someten sus ideas al juicio de los demás, sino que anuncian verdades cuyo valor personal es la única, suficiente garantía. Demostrar sería rebajarse. El Maestro se sitúa más allá de toda impugnación posible, reclama una adhesión incondicional.
El individuo —superior por la sangre, la nobleza, o su puerta abierta a lo Trascendente— es capaz de sentir en su casi totalidad el conjunto de las formas que constituyen la realidad: él sólo. Gracias a este postulado, el pensador de derecha supera fácilmente las aparentes contradicciones de su actitud: cuando se las torna con los marxistas, el anticomunista sólo ve en las ideas una racionalización superficial de instintos inconscientes, de formas tenebrosas; cuando se trata de sí, las declara fundadas objetivamente. Pluralista cuando aborda las verdades de los otros, considera su verdad como un absoluto.
¿Qué verdad le opondremos si la verdad suprema es, precisamente, la que se descubre ante él?
Este esoterismo confirma la importancia del Maestro. La revelación de los secretos está reservada a algunos iniciados, dotados de una gracia innata. No es asombroso que, a partir de ahí, ciertos pensadores se orienten hacia el ocultismo, la alquimia, la astrología. Hitler creía en los horóscopos; si, gracias al "tacto fisiognomónico", se puede conocer todo un hombre por la forma de su cráneo, ¿por qué no penetrar su personalidad por medio de las líneas de la mano, o la configuración del cielo? La ola cósmica lo penetra y conjuga todo, y se puede conocer cualquier cosa a través de cualquiera de sus elementos. Si el hombre está determinado no por otros hombres, sino por el espíritu de la Tierra, su destino se juega en las estrellas o en la borra de café, antes que en las plazas públicas. La mística conduce a la magia. Así se explican las aclamaciones que acuerda la derecha a simbolismos más o menos inspirados en Oriente, la cálida acogida que sólo dispensa a los libros de René Guénon, René Daumal, Albert-Marie Schmidt, Raymond Abellio, el crédito que encontró un Gurdjieff.
Brice Parain concluye del siguiente modo su ensayo sobre el lenguaje: "Cuanto más cerca estamos del silencio, más cerca estamos de la libertad". Según Jaspers, las cifras desembocan en lo inefable. El triple lenguaje de la trascendencia resuena finalmente en el silencio: el fracaso es ese silencio. La última cifra es silencio. Esa paz muda es la revelación suprema. "El no ser revelado por la frustración de todo lo que nos es accesible es el Ser de la trascendencia." Efectivamente, la palabra, adaptada a la vida de sociedad, a la existencia empírica, no puede expresar la verdad del hombre, que es su relación con el Cosmos, con lo Trascendente. La conversación articulada sólo conviene a la masa; los hombres auténticos se comunican a través de la sustancia en que se encuentran arraigados unos y otros: los atraviesa un mismo fluído misterioso, una misma Forma los deslumbra. La literatura de derecha sobresale en describir esos acuerdos sin palabras, en alabar esas sabidurías mudas. La verdad de los humildes —campesinos, mujeres, indígenas, servidores, pobres artesanos— no podría expresarse mejor que por medio del silencio.
Pero los intelectuales de derecha hablan, hablan demasiado, y la libertad de expresión es, incluso, una de las que proclaman con más ardor. Y, por lo general, no creen mucho en las mesas que bailan. En su mayor parte, se mantienen fieles a cierto racionalismo; pero siempre conceden a lo irracional lo que sea preciso para imponer su autoridad. Si la verdad fuese universalmente demostrable, el pensamiento estaría democráticamente abierto a todos: sustituyen las relaciones rigurosas, necesarias, que establece la ciencia, por relaciones tenues y objetables. Según ellos, la tarea del pensador consiste en alcanzar, más allá del dato empírico, esas "formas" que sólo son accesibles al "tacto fisiognomónico", y sentir las relaciones singulares que entre ellas transcurren.
El doctrinario burgués, valiéndose de un sustancialismo pluralista para despojar al hombre de las masas de su dignidad pensante, utiliza el idealismo para excluirlo del mundo de los valores. Las "bellas categorías" que proyecta en el cielo son, efectivamente, categorías burguesas: será fácil comprobar que su suerte está vinculada a la de los privilegiados, y que el oprimido no tiene nada que ver con ellas.
Bien sabemos que el concepto de libertad, por ejemplo, se define en extensión y en comprensión a partir de las libertades burguesas. La libertad existe donde los burgueses son libres. Así lo dice sin incomodarse en absoluto un corresponsal de Paris-Presse en su serie de notas Quince días en Hanoi. Escribe: "Haiphong es una de las ciudades más feas del mundo. Sus olores son atroces, la miseria y la mugre sublevan, la prostitución florece. Pero es, de todos modos, la libertad". Las prostitutas, los mugrientos, los miserables no podrían poner en tela de juicio la libertad de que disfrutan en Hanoi este buen señor y un puñado de privilegiados: es la libertad, no hay otra.
Suele ocurrir que ciertas Ideas brillen con implacable pureza sin que la burguesía descubra en ellas ninguna encarnación que le concierna; por ejemplo, hoy se proclama a menudo que la Mujer se pierde, que está perdida. Pero, ¿y el Hombre? ¿Acaso hay aún, en medio de este siglo, un ejemplar válido del Hombre? Si la élite catastrófica parece dispuesta, por momentos, a excluirse a sí misma de la humanidad, es sólo porque se siente en peligro: se fascina sobre la imagen de lo que ella misma ha sido, porque condena con nostalgia el presente en nombre de un pasado más clemente. Su pretensión, sin embargo, es tan íntegra como antes. Más allá de las categorías singulares, monopoliza la categoría suprema: lo humano. Los pensadores burgueses, ya lo hemos visto, necesitan creer que el Hombre habla por su boca. El Hombre indivisible, unánime, único. La burguesía se empeña en presentarse como clase universal. A partir de la particularidad burguesa se constituirá, pues, la idea de Hombre. "El hombre es lo que son los hombres", dice Marx; ese realismo impide toda mistificación. Pero el idealista se eleva a la Idea eliminando en sus encarnaciones todo lo que él considera accidental: es él quien decide lo que mirará como esencial. Y una vez declarado que sólo él encarna al Hombre, ¿Quién tendrá derecho a contradecirlo?
Simone de Beauvoir
1908 - 1986
"El arte" (110-120) en El pensamiento político de la derecha.
Un héroe de Drieu, admirando las manos de una bellísima mujer, declara: "Cuando veía sus pies y sus manos, bendecía la crueldad de su familia, que desde tres siglos atrás azotaba a los indios para asegurar la ociosa perfección de dedos tan delicados y firmes". Esta ocurrencia provocativa expresa uno de los dogmas aristocráticos de la derecha: se debe preferir la Belleza a los hombres.
La Belleza es una de las más altas manifestaciones de esa realidad inhumana que constituye la verdad de lo Humano, y que es preciso mantener contra los Hombres. "Mantener lo Humano, proceder en tal forma que perdure aún, por cantos, danzas, monumentos, una expresión humana del mundo": tal es, según Drieu, el objeto supremo. Y las masas son un obstáculo, porque "la humanidad es fea, venga de Chicago o de Pontoise". La suerte de la Belleza se vincula inmediatamente a la del Arte. Es una realidad dada, que se deja aprehender por la contemplación estética; pero sólo se cumple plenamente en el Arte que la recrea. Es en el Arte donde el hombre trasciende definitivamente su propio ser; esa trascendencia es más importante que las criaturas vivas, que son su instrumento.
¿Qué vale, frente a lo eterno, el individuo efímero? Y los estetas occidentales no sólo reprochan a este mundo empírico su carácter perecedero, sino también su desorden, su absurdo. El Arte sustituye ese caos por un universo ordenado, significativo. Roger Caillois felicita a Saint-John Perse por hacer que "el universo sólo exista distribuido en género y especie, en escalones, grados, categorías y promociones". Por la gracia de su poesía, "el rito y la ceremonia, por un tiempo y en cierto lugar, refrenan el tumulto universal"
En el siglo pasado, e incluso a principios de este siglo, la literatura constituyó a menudo una auténtica rebelión contra la burguesía: basta con citar a Rimbaud, a Mallarmé, a los surrealistas. Entonces el momento negativo de la revolución —y tal es la rebelión— no había sido superado; una insurrección individual, en el orden intelectual, moral o estética, tenía un sentido, una proyección. Hoy, ya no es posible estar contra la burguesía sin aliarse positivamente a sus adversarios: de buen o mal grado, el artista comprueba que ha terminado por alistarse en una lucha. Si quiere preservar una independencia anárquica, la burguesía se lo anexa en el acto; acepta sus insolencias, sus exageraciones, con una indulgencia maternal, con lo que demuestra cuánta libertad se otorga a la cultura. Retrospectivamente, la burguesía ha recuperado a Rimbaud y a Mallarmé. El insurgente de hoy no puede ignorar ese estado de cosas: o se entrega a la revolución o consiente en servir la causa de la civilización occidental. De la poesía, que antaño se construía sobre la ruina de los valores burgueses, la burguesía hace un arma y se sirve de ella contra las masas.
La libertad que exige el Arte es la libertad burguesa, la que transa con la mugre, la miseria, la corrupción: la supervivencia de estas taras, incluso, le es necesaria. Porque la libertad es la diferencia: se necesita el mal junto al bien, y los pobres junto a los ricos. Es una nueva manera de justificar la injusticia: el artista occidental afirma que le es necesaria para su obra.
Escuchemos a Montherlant: "Yo soy poeta, incluso no soy más que eso, y necesito amar y vivir toda la diversidad del mundo, y todos sus pretendidos contrarios, porque son la materia de mi poesía, que moriría de inanición, se pudriría, en un universo en el que sólo reinasen lo verdadero y lo justo, como nosotros mismos moriríamos de sed si sólo bebiéramos agua químicamente pura".
Es bueno, pues, que millones de hombres perezcan de inanición para evitarle ese riesgo a la poesía de Montherlant. Una profusión de genios occidentales le hacen coro: ¡que los famélicos, piojosos y bárbaros no cambien de condición, porque son necesarios a mi obra! Los espíritus distinguidos los aprueban: suprimir el mal sería afear la tierra, eliminar esa "sal punzante" que confiere un gusto a la vida. Una de las virtudes de nuestra civilización estriba, precisamente, en que es culpable, explicó Thierry Maulnier. La desventura de los hombres es necesaria a lo Trascendente, afirma Jaspers, y se nos asegura, además, que es indispensable a la Belleza y al Arte. Las doctrinas y las políticas que tienden a la felicidad humana son bajamente ametafísicas y groseramente antiestéticas. Conservemos, pues, este mundo tal como es.
Pero no se ve claro por qué una humanidad renovada ha de ser incapaz de manifestarse "por cantos, danzas, monumentos". Y los conservadores repiten tanto que "siempre habrá infortunio sobre la tierra", que se les puede devolver el argumento: barrida la opresión, comenzará la verdadera historia de la humanidad, y nadie ha dicho que será fácil, sino que, en verdad, nos es imposible preverla. Todo aquel que dude a priori de la novedad puede ser, acaso, un académico, pero no es un artista. Mascolo56 lo indica atinadamente: "Cualquiera sea el grado al que podemos reducirlo, no es ser demasiado optimista pensar que siempre quedará bastante 'destino' para provocar el acto artístico que consiste en figurar su negación". Añade: "Este arte cómplice del infortunio no puede ser un gran arte. Termina por traicionar al infortunio, y de ese modo por traicionarse a sí mismo".
Pero sería ingenuo tomar en serio el charlatanismo interesado de los genios occidentales: su propósito es harto manifiesto. Drieu, que en su juventud se dejaba embaucar fácilmente por estas concepciones, confesó francamente: "No sé amar. El amor a la belleza es un pretexto para odiar a los hombres". Estas palabras confirman lo que Sartre probó en Saint-Genet: "El estatismo no procede en absoluto de un amor incondicionado a lo bello: nace del resentimiento". Es un arma que se utiliza para justificar el orden establecido, y por otra parte para creerse con derecho a despreciar a los oprimidos y sacrificados por ese orden.
Miembros de la élite norteamericana me presentaron un día el siguiente razonamiento: "Los libros de Hemingway son bestsellers; el gran público sólo gusta de la mala literatura; Hemingway, pues, hace mala literatura". El silogismo es riguroso, pero es preciso aceptar la premisa según la cual masa y valor se excluyen. Ese principio de exclusión sirve de fundamento a la estética de la derecha. Sólo lo raro es valioso: al vulgarizarlo lo destruimos. Así ocurre, por ejemplo, con la elegancia. Es una noción puramente negativa: la elegante se afirma como tal en la medida en que se diferencia de las demás mujeres; si todas vinieran a ser elegantes, ninguna lo sería, y la noción misma de elegancia se desvanecería. De ahí que, entre los valores estéticos, sea la elegancia el que la élite exalta más complacida; y luego la distinción, que es por definición monopolio de unos pocos. Concíbase la belleza misma como difícil, secreta, inaprehensible para los vulgares; el que ama la vulgaridad queda desacreditado inmediatamente.
Hay, sin embargo, un concepto estético cuyo contenido parece más positivo: la calidad. De hecho, su suerte está vinculada estrechamente a la de las sociedades jerarquizadas. Cada persona humana, si se conserva prudentemente en su lugar, posee cierto valor sustancial; éste se manifiesta en la gracia de un gesto femenino, en la nobleza del gesto de un labrador, y sobre todo en la calidad del objeto hecho por el artesano. Pero el artesano produce poco: el objeto de calidad es raro, reservado a un puñado de amateurs, y sólo ellos son capaces de apreciarlo. Lo que le confiere su valor no es tanto su gracia sensible como su carácter aristocrático. Un vino viejo entrega al conocedor que lo de guste una forma sustancial: la Francia real. Aunque tuviese exactamente el mismo sabor, el mismo bouquet, ese vino, producido en serie, ya no daría pretexto a los conocedores para distinguirse; tal vez lo bebiesen con placer, pero ya no les interesaría.
Del mismo modo, el encaje hecho a máquina, copia tan exacta del encaje a marro que imita hasta sus defectos, no posee valor alguno, porque se lo produce en masa y es accesible a las masas: ningún valor económico ni estético, lo uno y lo otro se dan juntos. A pesar de las apariencias, la idea de calidad encierra también un principio de exclusión: se puede afirmar que en una humanidad masificada, el Arte y los valores estéticos estarían ausentes, porque sólo se define válido lo que se rehúsa a las masas.
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Simone de Beauvoir
1908 - 1986
Por Revista Phantasma
Equipo Editorial