Por José Ignacio Hernández
“Could the stars, as the Elizabethans themselves believed, modify history?
Could this Elizabethan London, because it looked up at stars unknown on true Earth,
Be identical with that other one that was only now known from books?
Well, he would soon know.”
A. Burgess, The muse.
“Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor”, confiesa Borges en un momento que, para muchos, es uno de los más importantes de la literatura. “Por lo demás”, sigue, “el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.” Esta cita no supone un compromiso menor, particularmente si, a expensas del mismo Borges, el presente texto intenta explicar lo sucesivo en los términos de una consecuencia, una ilusión, de lo cíclico. En relación con este pensamiento, el escritor reúne, entre sus obras, una breve e interesante colección de refutaciones sobre las ideas del Eterno Retorno. Por ejemplo, en La doctrina de los ciclos, argumenta su imposibilidad en virtud del universo infinito y la teoría de los conjuntos de Georg Cantor. En efecto, aquí propondré la noción de lo sucesivo, o quizá de lo infinito, como un trayecto a lo largo de una circularidad simbólica. Vivimos de la ilusión de caminar (y razonar) en línea recta. A pesar de ello, aunque nuestros sentidos lo nieguen, la forma de ese caminar siempre será cíclica mientras existamos en el lenguaje.
El mito es una metáfora del pensamiento. Es el concepto que nuestra vigilia empleó para explicar el pensamiento que la funda. Como afirma G. Dänerhenz, no se trata sólo de un aspecto necesario de la mente. El mito o “mito de origen”, según Marcos Liyo, es una historia en el pasado que nos propone un porvenir al que deberíamos retornar. En otras palabras, es un retorno, una noción que participa a la vez el pasado y el futuro, lo que constituye – en virtud de su atemporalidad – una estructura del inconsciente. Esto es posible porque existe en el lenguaje. Porque sabemos, además, que el lenguaje es sucesivo y no simultáneo.
Dicha realización puede ilustrarse más allá de la cita de Borges. Basta recordar el Laocoonte de Gotthold Ephraim Lessing y su mención del Nacheinander – lo que en el Ulises de Joyce se califica como ineluctable disposición o modalidad de la poesía, de lo audible, una secuencia en el tiempo – y el Nebeneinander – la caída ineluctable en lo simultáneo, lo que coexiste en el espacio. Anthony Burgess también incluye estas dos palabras en su cuento The Muse. Por su parte, la cita del epígrafe merece ser traducida: “¿Podrían las estrellas, como creían los isabelinos, modificar la historia? ¿Podría ese Londres isabelino, dado que contemplaba estrellas desconocidas para la verdadera Tierra, ser idéntico a ese otro que sólo era conocido por los libros?”.
El presente trabajo no pretende decir nada nuevo sobre conceptos que, en general, ya son conocidos. Mi propósito consiste, por lo tanto, en ejercitar una nueva forma de mirarlos. Es propio afirmar que el rasgo sucesivo del lenguaje es una consecuencia de la circularidad del mito. No hay lo uno sin lo otro y sólo es posible debido a que el inconsciente, el parlêtre, tiene la estructura de un lenguaje. El mito es un porvenir al que debemos retornar. Esta es una de las ideas que tomaremos como fundamentales. Lo que es futuro se convierte en pasado, y lo pasado, en futuro.
La primera consecuencia que se desprende del párrafo anterior es el hecho de que el futuro puede modificar el pasado. Hamlet no fue el mismo después de Tom Stoppard, El Quijote no resistió ser escrito en el SXX por Pierre Menard y las transcripciones de Busoni revelaron lo que la música de Bach apenas llegó a insinuar. Este último punto es el que me ocupará en las páginas siguientes. Si tomamos el ejemplo de la Chacona, se podría decir que Bach apenas nos legó un primer borrador de la obra que, más tarde, sería completado y confirmado por Busoni. Por otro lado, el nombre de los autores es, en este sentido, un detalle menor, considerando que es la evolución en la praxis interpretativa, la evolución en las concepciones estéticas de los intérpretes, lo que hace de la Chacona, así como del Quijote, una verdadera novedad. Lejos de su aparente aleatoriedad, estas reflexiones sostienen la hipótesis sobre una circularidad simbólica, en tanto que las transcripciones de Busoni constituyen una puesta en abismo de la música de Bach. Como la representación en The Mousetrap, hacen de la obra una constante reiteración en el infinito.
Ferruccio Busoni (1866 – 1924) fue un compositor incomprendido. Su fama como “transcriptor” le restó importancia a sus obras originales. Esto nos permite recordarlo como un músico que, como Mahler, confiaba que el tiempo de su obra estaba más allá de su época. Quizá, a diferencia del sinfonista, todavía esperamos el advenimiento de esa época. En ese momento – la evidencia biográfica e histórica lo confirman –, la importancia de la transcripción era poco entendida, no coincidía con el ideal del genio creador. Busoni buscaba una salida, un camino, para el futuro de la música bajo la necesidad de renovar la tradición heredada del romanticismo. Pero esa salida, según él, no era el atonalismo sin ley, sino un retorno a Bach y a Mozart, con interés hacia las vanguardias y rechazo a la herencia wagneriana.
En 1907 publicó su obra teórica más importante, Entwurf einer neuen Ästhetik der Tonkunst (Ensayo sobre una nueva estética del arte sonoro). Desde una perspectiva histórica, este texto constituye el primer antecedente de una reflexión filosófica sobre la estética de la música del SXX. A su vez, hay un antes y un después en su composición a partir de esta fecha. De hecho, se desplazó desde un postromanticismo postlisztiano (sus dos conciertos para piano son ejemplos de ese estilo) hacia el Joven Clasicismo, una tendencia que se verá en muchos compositores después de la Primera Guerra Mundial.
Uno de sus párrafos afirma:
“Toda notación es en sí misma la transcripción de una idea abstracta. En el instante en que la pluma la toma, la idea pierde su forma original… una transcripción no destruye el arquetipo, que, por tanto, no se pierde a través de la misma… la interpretación de una obra es también una transcripción, y aun así, cualesquiera que sean las libertades que pueda tomar, nunca podrá aniquilar el original.”
Las transcripciones de Busoni están en una categoría particular. Para entender esto, es preciso observar el antecedente de transcriptor por excelencia es el mismo Bach, un creyente de la Música Universal y de su independencia de los medios materiales. El “culto a Bach” es una línea temporal que comparte la gran mayoría de los músicos, especialmente los pianistas.
Especialmente Liszt y Busoni.
El compositor húngaro sostenía que el piano tiene la facultad de concentrar en sí el arte por entero, que abarca la extensión de una orquesta. En consecuencia, la búsqueda de color en la era del piano moderno no se puede disociar de la exploración de nuevas posibilidades. Es propio decir que las transcripciones de Liszt están más allá de una mera simplificación de la partitura original y examinan, en efecto, los recursos del instrumento. Utilizan el concepto de “partitura de piano” y establecen, de este modo, un antes y un después en el arte de este procedimiento. Un ejemplo de ello es la transcripción de la Sinfonía Fantástica de Berlioz.
Busoni siguió los pasos de Liszt, adaptando obras de otros compositores y editando la música de Bach y del mismo Liszt. Si recapitulamos, recordaremos que toda notación es en sí la transcripción de una idea abstracta y que, en carácter de tal, no destruye el arquetipo. De manera idéntica, un concierto, una representación de una obra de teatro, en tanto transcripciones, no pueden aniquilar la escritura original de la obra que representan. Esta reflexión revela la naturaleza de la obra musical que, simultáneamente, permanece dentro y fuera del tiempo. Por esta razón, en concordancia con la presente línea de pensamiento, podemos decir – en favor de la transcripción como género –, que funciona como una puesta en abismo del texto original.
Es inevitable, en virtud de su conjetura, reconocer el marco epistemológico del que parte esta tesis. Veamos el caso de Stoppard, en Rosencrantz and Guildenstern are dead, como una forma de construir sentido y modificar un texto del pasado. Stoppard propone nuevas posibilidades al desarticular la noción de referencia y palabra. Es la idea de un modelo epistemológico rizomático. La idea de que todo tiene que ver con todo y que cualquier elemento puede afectar o incidir en otro. De manera semejante – siguiendo con la idea del rizoma –, Borges pensaba que todo texto, todo discurso, podía ser usado para hacer literatura.
La noción de intertextualidad como un rasgo condicionante proviene de la concepción romántica de la obra como una entidad autónoma. Sin embargo, en el SXX se produce nuevamente una disociación y un retorno al concepto clásico de estos procedimientos. En palabras de Trimeliti, el neoclasicismo es una corriente estética que reivindica al clasicismo en una incipiente modernidad tardía. Por eso, en este sentido, es propio afirmar que Busoni escribió recomposiciones de la obra de Bach. La recomposición es una traducción hacia un nuevo lenguaje pianístico. La Chacona constituye un ejemplo de ello. Este ideal estético se encuentra en el centro de las prioridades de Busoni como compositor, en tanto la búsqueda de nuevas posibilidades de color y timbre caracteriza a la música en el cambio de siglo. El color, en última instancia, adquiere un sentido en sí mismo y se independiza de la melodía, la armonía y el ritmo.
Como afirma Trimeliti, la transcripción es el cambio de un código a otro. No es lo mismo que una reducción, un arreglo o una adaptación. La reducción, por su parte, es una condensación de la partitura orquestal al piano, sin importar la practicidad de la misma. En consecuencia, el intérprete debe resolver, según sus posibilidades, qué partes de ese material ejecutará. Carece, por lo tanto, de cualquier valor pianístico, es una mera guía de la partitura. La transcripción, en tanto un procedimiento de transliteración, consiste en llevar a un nuevo código un hecho fonético o sonoro. Su escritura implica un trabajo mayor que una adaptación, porque supone un total aprovechamiento de las potencialidades del nuevo medio sonoro. Tiene valor pianístico en virtud de su factibilidad técnica. Busoni, fiel a su formación alemana, empleaba el término Bearbeitung, que podríamos traducir como elaboración. Esta idea refiere al trabajo de recomposición de una obra, en el que un compositor puede modificar aspectos formales. Así como la filosofía lo hace con las cosas, el piano imita las luces y sombras en la densidad de los sonidos orquestales.
Hasta aquí hemos trazado, aunque implícitamente, una historia de las transcripciones. En síntesis, podríamos recapitular algunos conceptos:
Su origen es bastante antiguo. En principio, tenían una finalidad práctica, pedagógica. En el barroco servían, por ejemplo, como acompañamiento coral. Sabemos que Bach transcribió numerosas obras de sus contemporáneos para estudio y aprendizaje de otros estilos, como de los maestros italianos. Durante el clasicismo – conforme con Trimeliti –, su finalidad consistió en la difusión de la música y trajo consigo el surgimiento del popurrí y el pastiche. En el romanticismo, como vimos, la transcripción llegó a uno de sus puntos cúlmines con Liszt, en tanto vía de estudio de las tradiciones musicales, para explorar nuevas posibilidades, para encontrar soluciones frente a problemas formales o técnicos. Sus discípulos siguieron sus pasos llevando a cabo estos procedimientos. Finalmente, en el SXX, hacia la década del ’20, la transcripción como género empezó a decaer por el surgimiento del objetivismo del piano y el revisionismo histórico, es decir, la tendencia a tocar solamente lo que había sido escrito para piano.
Dos nociones médicas que servirán como introducción y advertencia sobre el problema de la transcripción. En primer lugar, en un artículo sobre el impacto de la Neurociencia Traslacional en los diagnósticos psiquiátricos, Aragona habla sobre la importancia de articular la relación entre el grado fenomenológico y el neurocognitivo. En otras palabras, intenta argumentar la necesidad de una traslación entre el conocimiento – estrictamente biológico – obtenido a partir de la investigación básica y los síntomas psiquiátricos que se expresan en la clínica. ¿Qué justificación tendría, en este caso, un estudio molecular frente a los sentimientos de ruina que un paciente confiesa a su médico en el consultorio? De cualquier manera, estas dificultades no son lo que más importa en la presente digresión. Por lo contrario, la conclusión de dicho artículo es de lo más curiosa, especialmente en su última frase: “… any good translator has to be aware that “to translate” is also, a little bit but unavoidably, “to betray”.” Traducido: todo buen traductor debe ser consciente de que traducir es también, un poco e inevitablemente, traicionar. Quizá, la respuesta al enigma que Aragona revela en sus últimas palabras está en la segunda noción médica que considero pertinente mencionar.
Marková, investigadora del Grupo de Cambridge, responde a esta inquietud en un artículo publicado un año más tarde. Incluso si nos ajustáramos al nivel biológico, afirma, podríamos advertir que existe una alteración en los significados a lo largo del proceso de traslación, desde la investigación básica hacia la clínica. Los significados se distorsionan a lo largo de este procedimiento. En consecuencia, prosigue, es evidente que la noción de traslación (o transcripción) no está siendo utilizada en el sentido literal de la palabra, sino en un sentido metafórico.
Desde una perspectiva lingüística, Jakobson, también citado por Marková, distingue tres clases de traslación:
Intralingüística, donde la traslación tiene lugar en una misma lengua (por ejemplo, desde un texto con lenguaje técnico hacia un texto con lenguaje llano);
Interlingüística, donde la traslación ocurre entre dos lenguas diferentes; e
Intersemiótica o Transmutación, donde la traslación se produce desde sistemas de signos verbales hacia sistemas de signos no verbales.
¿Cómo aplicamos esto a la música? Sin necesidad de establecer una comparación, la naturaleza híbrida de los síntomas mentales nos recuerda, extrañamente, a la doble naturaleza de las obras musicales, según la concepción estética de Busoni. La transcripción, en tanto traslación, debe ser pensada como una conducción desde un código hacia otro. Cuando hablamos de una transcripción de la Chacona de Bach, podemos pensar en la traslación propiamente dicha del discurso desde el código violinístico hacia las posibilidades técnicas del código pianístico. Ahora bien, la pregunta inevitable es: ¿qué ocurre en la dimensión del discurso? Al comparar las posibilidades técnicas que un instrumento permite en relación con otros instrumentos, ¿estamos haciendo un uso metafórico de la idea de traslación? Si pensamos estas implicancias a partir de los cambios que ocurren en el discurso musical, la respuesta sería no. Y aquí está la ambigüedad, porque la transcripción como género permanece en el lenguaje de la música. Entonces, ¿por qué hablamos de transcripción? ¿Dónde está la diferencia?
Siguiendo una clasificación de la transtextualidad postulada por Genette, la Chacona de Busoni es un caso de hipertextualidad. A propósito de lo cual, en Palimpsestos, afirma: “Llamo, pues, hipertexto a todo texto derivado de un texto anterior por transformación simple (diremos adelante transformación sin más)…”. Incluso, después, agrega: “el hipertexto tiene a menudo valor de comentario”. ¿Qué es lo que aporta, entonces, este procedimiento?
Una traducción, para Aragona, es traicionar. Sin embargo, en este sentido, dicha traición podría interpretarse como una posibilidad, un acontecer inédito que rompe una tradición o un código de usos. Es, también, como dice Borges, el olvido, esa tenue sustancia de que está hecho el universo. En resumen, la traición de una transcripción expande las posibilidades de una obra musical, su construcción de sentido, en la medida que tengamos el coraje de aceptar la idea de romper un engranaje de la tradición. (Tradición, entendida aquí, no como una vaga reconstrucción arqueológica, según la reflexión de T. S. Eliot en el primer párrafo de Tradition and the individual, sino en un sentido mahleriano: Tradition ist nicht Anbetung der Asche, sondern Bewahrung des Feuers…)
Al respecto de este conflicto, es propio observar que una parte del material transcripto se mantiene intacta. Pero existe otra parte, difícil de determinar, que se transforma, que traiciona al texto original – que lo olvida –, y esa es la novedad de este procedimiento. Busoni diría que “la perfecciona”. Ante todo, constituye una forma de repetir la obra original infinitamente. La novedad de la transcripción adviene como una puesta en abismo.
Busoni y Pierre Menard. La puesta en abismo, la novedad de una obra del pasado, la cuestión de la interpretación, creo que esas son las claves. Es decir, el cambio en los criterios estéticos de los intérpretes de una época a otra es lo que permite la novedad y la evolución de la praxis interpretativa. La consecuencia, sin lugar a dudas, es que el autor es desplazado a un segundo plano con respecto al intérprete, cuyo rol ha evolucionado a la par de sus posibilidades. De este modo, es posible justificar la transcripción como un género en el SXXI. La solución, como dijimos: la puesta en abismo. Una forma de decir algo nuevo sobre la obra que estaba implícito en la versión original.
En este punto, es prudente afirmar que estas obras no constituyen un mero ejercicio de divertimento sobre la literatura musical sino, más bien, un intento de revelarnos algo que Busoni veía en la música original (y nosotros no). Deberíamos entender estas transcripciones como la obra de un visionario, en clave profética. Por eso constituyen una puesta en abismo. Quizá, en su mente, Busoni siempre escuchó la verdadera Chacona. Quizá su mente estuvo más cerca que ninguna otra de esa Chacona arquetípica. Y su transcripción, en ese sentido, no sería menos que un notable esfuerzo por compartirnos a los demás mortales una migaja, una sombra, de esa pura verdad.
Ahora bien, lo que probablemente irrita a los críticos, como a las audiencias, es el hecho de que esta verdad nos desafía. Distinto hubiera sido si el resultado final de la transcripción hubiera tenido el mismo aspecto visible que la versión publicada por Bach. Esto, después de innumerables e invisibles intentos, es lo que ocurrió con el Quijote de Pierre Menard y, aun así, resultó ser novedoso. ¿Cómo no iba a serlo la Chacona de Busoni?
La cámara de ecos. Empieza, aquí, nuestra desesperación fundamental. La recapitulación del problema del mito. Cuando uno escribe, siguiendo con Borges, escribe con todo su pasado, con la sangre de sus mayores. ¿Qué tan difícil es dejar atrás la herencia, el universo sonoro, de nuestros mayores? Todo ha sido leído ya, confiesa Barthes. Todo texto es una cámara de ecos. En otras palabras, citando a Diego Niemetz, todo texto es una tautología. Siempre escribimos bajo la influencia de otros textos. Esta noción también es postulada por Kristeva, en Bajtín, la palabra, el diálogo y la novela:
“… todo texto se construye como mosaico de citas, todo texto es absorción y transformación de otro texto. En lugar de la noción de intersubjetividad se instala la de intertextualidad, y el lenguaje poético se lee, al menos, como doble.”
En realidad, las transcripciones, la transtextualidad, funcionan como una ilustración, o un eco, de una cuestión más profunda. Campbell observa que, en las sociedades primitivas, el culto a los antepasados es siempre anterior al culto de los dioses. Esto nos conduce nuevamente a la idea del mito como un porvenir al que deberíamos retornar, como un modelo a imitar. Como un destino. La justificación de la Chacona en tanto puesta en abismo constituye una demostración de esta circularidad.
El destino es el mito. El mito es el destino. Ahora bien, la pregunta es pertinente: ¿qué entendemos por destino? Según Soler, lo que tradicionalmente hemos conocido como destino es, en el fondo, un advenimiento de lo real. Sin embargo, este advenimiento – escribe – se experimenta como sufrido, es decir, como repetición y síntoma. Sabemos que Lacan produjo el inconsciente como un saber hecho de significantes (la sede de significantes; Jung diría “una superposición de estratos que van desde lo individual hacia lo colectivo”), cuya insistencia en la manera de abordar al otro es un advenimiento de lo real. En efecto, lo real que adviene es un producto de esta extraña capacidad de LOM para hacer lenguaje de todo.
El LOM, según Laurent, se trata de una atribución que precede todo tener y que se define antes del estadio del espejo, antes de la relación del sujeto con la vista. Antes de toda entrada o juego de la mirada, explica, el cuerpo es el producto de una operación de impacto del decir. El primer fundamento del cuerpo tiene que ver con la idea del cuerpo como lo que se tiene. Lacan afirma: para gozar hace falta un cuerpo. Si el cuerpo es superficie de inscripción de este goce (para gozar hace falta un cuerpo), continúa Laurent, entonces está en falta de modo esencial con respecto al exceso de goce. Se trata de un tener en tanto que está marcado por la relación al vacío.
El advenimiento de lo real, el destino, en un sentido de lo ineluctable, se asemeja a la idea de destino en la literatura de Borges. Por ejemplo, en la Biografía de Tadeo Isidoro Cruz, está curiosamente ligada a un porvenir y a un pasado. La idea de destino como lo inevitable que nos hace el lenguaje, como advenimiento de lo real, es una herencia de la paradoja del mito.
En conclusión, quisiera explayar algunas sutilezas sobre el planteo de Soler. Cuando hablamos del advenimiento de lo real, lo que adviene para cada uno nos lo hace el inconsciente y ha tomado el nombre de destino. Tiene la estructura de un lenguaje. Lo mítico constituye el germen de dicha estructura, aun cuando la idea de advenimiento es un acontecer y la de destino es un “estaba escrito”, que se experimenta como sufrido, como repetición y síntoma. En efecto, Borges plantea a sus personajes un destino de manera repentina, inesperada, que, sin embargo, define su vida y coraje. No se trata de una sentencia escrita que aguardamos sino, como dice Liyo, de un sacudón epifánico del cual no es posible escapar. Recordemos que el inconsciente se descifra en significantes. Lo que adviene, adviene por la insistencia de tales significantes en la manera de abordar al otro. Los elementos del mito, con sus impulsos, sus deseos y sus roles, vienen del LOM que plantea Lacan. El LOM origina el mito como una estructura lingüística que envuelve la existencia humana en un devenir cíclico.
A posteriori, el mito inscribe la idea de destino como un porvenir ineluctable. En virtud de su naturaleza, es un antecedente de las formas o de todo lo que en la cultura, entendida aquí como un quehacer humano, se constituye como una representación. Subyace la forma del pensamiento – en tanto inversión de las cosas, espejo de la realidad – y posibilita la ilusión de lo sucesivo.
La infinitud de los números no basta para refutar la doctrina de los ciclos, en tanto acontece en el orden de lo simbólico. Sin importar tampoco la infinitud del universo, nuestro devenir consciente siempre será hijo de lo cíclico mientras existamos en el lenguaje. Por lo tanto, no tiene mayor sentido buscar redención en los números o en el color del cielo. La conciencia de una persona, de este modo, es una forma de síntesis de su tiempo y su mayor perplejidad.
Para Laurent, desprenderse de la Eternidad es también desprenderse de aquello que en la Historia constituye una evidencia de que todo ya estaría escrito. Desprenderse del Ideal, desprenderse de la Historia, es desprenderse de todo lo que puede hacer categoría de destino. El ideal nos sumerge en la Eternidad. Por esta razón, Lacan habla de unirse al horizonte de una época desde la particularidad del síntoma. No renunciando a esta particularidad, insisto, sino deslizándose con el síntoma en el horizonte de una época.
“Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música…”
Así como la música se vale del tiempo para matar al tiempo, un mito puede ser superado a través de uno nuevo capaz de destruir al anterior. No está a mi alcance saber con certeza – por consiguiente, tampoco está al alcance de este escrito – si podemos escapar de la circularidad del lenguaje. Quizá la música nos acerque a una sensación de lo simultáneo, en virtud de una simulación de temporalidad suspendida. Es por esto, por la importancia del mito como estructura, que las funciones formales no han cambiado esencialmente con el paso de los siglos.
No hay mayor horizonte que el de la íntima renuncia de un escritor a su porvenir. De aquel deseo, de donde acaso vienen los versos más sinceros, el olvido ha sido su mejor garante. No importa cuántos futuros ni cuántos pasados puedan aguardarnos. Sólo basta la irreverencia de creer que ya hemos huido de todos ellos, porque nuestra tarea es reescribir el Universo entero, una y otra vez, desde el principio. De manera semejante, el Aleph será siempre la pluma que cae y nos ha dado todo, un péndulo que oscila en la mirada trémula de quien escribe estas páginas. Ese minúsculo laberinto donde alguien, cualquiera, podrá advertir la irrefutabilidad de su desdicha.
La traición de su minúscula humanidad.
The Magic Flute Opera by Wolfgang Amadeus Mozart. Set design for second scene, the Queen of the Night’s Hall of Stars. Karl Friedrich Schinkelca (1815).
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José Ignacio Hernández, Argentina. Escritor. Instagram: @hernandez_joseignacio
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