La ciudad de los vivos no es muy distinta a la ciudad de los muertos. La única diferencia es que los habitantes de la segunda sabemos apreciar el silencio. Razón suficiente, en todo caso, para no extrañar a los de la primera. 

Descubrí estas similitudes cuando caí al Cementerio General. Al igual que Santiago, el camposanto tiene calles, jardines, piletas, museos y capillas. 

Lo más sorprendente, eso sí, es que aquí también hay un barrio alto. Si no me creen, los invito a entrar por la puerta principal de Av. La Paz: una zona repleta de mansiones los espera.

A finales del siglo XIX, las familias más ricas del país razonaron que sus huesos eran demasiado nobles para quedar en sepulturas tradicionales; eso era para el vulgo. Así que encargaron a arquitectos europeos la construcción de estos auténticos palacios de la muerte. ¿Quién dijo que uno no se podía llevar la plata a la tumba?

Cuestiono, sin embargo, las fachadas: ¿por qué tan tétricas? La mayoría están coronadas por gárgolas y esculturas góticas que se divierten asustando a los mortales que caminan frente a ellas. Sólo les faltan murciélagos volando alrededor para ser confundidas con la Casa Usher de Poe. 

Con esa clase de mausoleos, no es raro que los vivos sufran escalofríos al pensar en el patio de los callados. Esto me recuerda a Bacon, quien decía que el miedo a la muerte no nace de la muerte en sí, sino de la pompa lúgubre que los vivos depositan sobre la muerte. Tal vez si los mausoleos fuesen más coloridos, como el castillo de Cenicienta, la percepción de la muerte sería otra. Más amigable. Aunque, de ser así, el dilema del “ser o no ser” perdería sentido. Y los suicidios aumentarían. Y nuevas almas llegarían aquí, a compartir el silencio junto a la mía. 

Sin embargo, no es el caso; la aristocracia chilena siempre ha tenido inclinación a lo monstruoso. Tampoco es que hayan sido originales; la idea de inmortalizar el poder mediante mausoleos lujosos es vieja: los ricachones criollos sólo reprodujeron lo que hace 4 mil años habían hecho los faraones egipcios con las pirámides. 

Tan extravagante como los faraones fue el rey de la minería en el Chile del siglo XIX, Nazario Elguín, cuyos restos reposan hoy en un mini templo azteca, emplazado en el corazón del cementerio. No lo juzgo. Si en vida le hubiera apostado al reguetón y no a las letras, habría hecho millones, y entonces también los habría invertido en un mausoleo cinco estrellas: aire acondicionado, videojuegos, servicio de comida al ataúd. Sería la envidia del camposanto. 

Pero como “no tenía dónde caerme muerto”, me hallo aquí, en este patio periférico del sagrado recinto, o como lo llamo yo, el barrio bajo. En lugar de mansiones, aquí las tumbas están a ras de piso, hundidas entre la maleza, pegaditas unas a otras, con cruces de fierro oxidado que se tambalean al viento, flores de plástico, vírgenes sin cabeza, lápidas desgastadas por el sol y la intemperie, epitafios que contenían nombres que han sido borrados para siempre. 

Tampoco tenemos decoraciones sofisticadas como gárgolas o figuras de mármol. Sobre la mayoría de las tumbas flamean banderas de Colo–Colo o la U. Los más siúticos tienen banderas del Paris Saint Germain. En cualquier caso, el mensaje implícito parece ser el mismo: el amor al club es suficiente para justificar una vida. 

El adorno más elocuente, eso sí, lo tiene la vecina Marta: para protegerla de las inclemencias del cielo, su familia enterró sobre su tumba un quitasol de Calzados Beba. Yo era más de Bata.

Como sea, aquí abajo siempre tenemos calor, ya que estamos hacinados como cigarros en la cajetilla. ¿Qué le vamos a hacer? Somos humildes como los finados de Pedro Páramo: yacemos apretujados para no quitarle espacio a la tierra. 

 

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Tal como en la ciudad de los vivos, la delincuencia se ha disparado en la ciudad de los muertos. No importa que sea barrio alto o bajo. “Los patos malos no discriminan”, me dijo hace poco un sepulturero. 

Por cierto, siempre hablo con trabajadores del cementerio. Ninguno se inquieta al verme. Han sido tantas décadas laburando entre fantasmas, que ya están operados de los nervios.

Como decía, el sepulturero me contó que el otro día una viuda había sido asaltada. Estaba en la sepultura de su difunto esposo dejándole rosas, cuando de pronto aparecieron dos bandidos con una pistola. Le robaron la cartera y las rosas. 

–Los ladrones de antes eran más respetuosos –lamentó el sepulturero entre suspiros. 

Antes de despedirse, me advirtió que anduviera con cuidado, porque hay un delito particular que se ha puesto de moda en el cementerio: robar santos de yeso y jarrones de las sepulturas. 

Es oficial: “La crisis de seguridad ha invadido la necrópolis”, titulará Purgatorio News. “Ya ni los muertos pueden descansar en paz”. 

 

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No faltan los malhablados que acusan al cementerio de estar poblado de fantasmas. ¿Acaso no se dan cuenta de que Santiago está repleto de ellos? 

Pero es verdad: aquí abundan los espectros. La más popular y temida por los visitantes es La Carmencita, una muchacha de provincia, violada en su niñez, y que al llegar a Santiago y no encontrar trabajo en medio de la crisis económica de los años 30, debió recurrir a la prostitución. Al calor de orgasmos sucios conoció a un hombre casado del que se enamoró perdidamente. Este le juró que dejaría esposa e hijos para casarse con ella, algo que nunca cumplió. La Carmencita murió poco después de un ataque cardíaco, convirtiéndose en santa para quienes sufren penas de amor. A veces, cuando salgo a pasear bajo el frescor de la luna, la veo deambular por el cementerio: tambaleándose, arrastra la cola de su vestido nupcial manchado con barro, mientras riega los senderos con su pena y clama al cielo el esquivo reposo eterno. 

No siento miedo, sino lástima. Pero más lástima me dan las almas en pena que vagan por la ciudad. Las vi. Mi abuela fue una de ellas. Cuando supo que la dictadura de Pinochet había matado a su esposo, se desplomó sobre la cama y no se levantó en un año. Poco le importó la bebé que dormía a su lado y que por medio de sollozos pedía leche. Con las cortinas cerradas, su pieza devino en sarcófago. Sepultada bajo frazadas, su pellejo se infestó de arrugas; su cabello, de canas. Y no lloraba; sus ojos transparentes eran dos ventanas a un desierto. Acaso muchas veces quiso tomar la soga, pero de sólo pensarlo le dio flojera. Era como La Amortajada, que “había sufrido la muerte de los vivos”, y que, al final de su vida, “anhelaba la inmersión total, la segunda muerte: la muerte de los muertos”. 

 

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Una de las pocas cosas que distinguen a nuestro sombrío distrito de la ciudad de los vivos son los nombres. A veces me río leyendo las criptas de mis conciudadanos: aquí no hay Alexis ni Denisses; abundan, en cambio, los Segismundos, Eleuterios, Cojoncios; las Altagracias, Eduviges, Rosadelias. Nombres añejos, ya en desuso, perdidos bajo el polvo de los siglos. 

El cementerio es, por tanto, un buen lugar para elegir nombres atípicos. Quizá no para un hijo; llamar a un niño Cojoncio es entregarlo en bandeja a los molestosos de la escuela. Pero sí para una mascota; un gato llamado Segismundo sería el más elegante de su pandilla. 

 

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Pero lo que más caracteriza a la ciudad de los finados es, sin duda, el silencio. Él es aquí el emperador. 

A veces, cuando anda de buenas, cede lugar al canto de los pájaros, al lamento de los quiltros; luego los amordaza y restablece su imperio.

Entonces no se oye nada. O mejor dicho, se oye la Nada. 

Parece mentira que en el corazón de Santiago, una ciudad cuyo trajín es incesante, exista todavía un lugar reservado para el sonido de la Nada. 

Paradójicamente, ese sonido no pasa inadvertido: la presencia del silencio es robusta. Parece estar en todos lados y al mismo tiempo en ninguno. Por eso infunde miedo en los primerizos. Pero calma: bastan unos pocos minutos para que se transforme en colchón de los oídos. 

Pero los mortales no saben nada del silencio. En la cotidianidad siempre huyen de él. La dueña de casa prende la tele y sintoniza el matinal no para informarse, sino para desterrar el silencio. “Somos su mejor compañía”, exclaman cada cinco segundos los conductores. 

Por eso vienen al cementerio apatotados: para no darle chance al silencio. 

A veces se reúnen en torno a tumbas vecinas; aquí abajo, yo los escucho rezar. “Más y más palabras”, pienso. “Sarta de palabras aprendidas de memoria. Palabras que, de tanto repetirlas, han perdido su brillo, su valor, su significado, como monedas sin relieve, sin troquelado”.  

La palabra está sobrevalorada. El silencio es la llave a otro mundo. 

Quizá la culpable sea La Biblia. Ahí todo es palabra. Dios es palabra. Dios dijo esto, Dios dijo esto otro. Un libro plagado de personajes cuyo máximo temor no es el mal, sino el silencio. Como David, el ancestro de Cristo: “A ti clamo, oh Señor; no seas sordo para conmigo, no sea que si guardas silencio hacia mí, venga a ser semejante a los que descienden a la fosa”, reza en sus salmos. 

La palabra, para David, es la linterna en la fosa. ¿Y si el Señor hubiera revelado la Verdad prescindiendo de la palabra? ¿Y si lo hubiera hecho mediante pinturas, danzas o esculturas? Probablemente, David no sólo hubiera sido pintor, bailarín o escultor, sino que, además, hubiera podido conocer a otras divinidades, a esas a las que sólo se llega por el silencio. 

 

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Algunas tardes, en mis habituales paseos por la ciudad de los muertos, veo a un hombre de sombrero sentado sobre una sepultura. En lugar de rezar, se mantiene mudo, comiendo lentejas en un pocillo y dándole sorbos a un vino en caja. Teñido por el sol del ocaso, el hombre se comunica con el espectro de su ser querido en la lengua del silencio. Y yo, mientras vuelvo al fondo de la tierra, a esperar que algún familiar o amigo ingrato venga a tirarme siquiera una rosa, pienso: “Él sí que sabe hablar el idioma de los muertos”. 

 

The Vale of Rest (1858). John Everett

 

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Miguel Fabia, periodista, 25 años, chileno.