Por Noelia Rumin
Mi hijo Tomás está deprimido y puede que más que eso. Nuestra familia se fue al diablo el último verano. En un mes y medio solo quedamos Tomás y yo.
El perfil severo de la asistente social no apartaba la vista de mí ni por un momento. Sus finos labios acartonados, las marcas del tiempo surcando su mirada y el cabello gris que caía como una cascada de cemento obnubilaban mis ideas. Quería ser sincera, decirlo todo y, al mismo tiempo, cerrar la boca, agarrar del brazo a Tomás, que me esperaba en ese pasillo frío y salir corriendo.
Y todo esto por un perro.
No, no era solo un perro, Goku era parte de Tomás y Tomás de él. Es posible que por ello no pudieron separarse, a pesar de los estragos de la muerte.
La psicóloga forzó una sonrisa sutil y entonces entendí que no me iría hasta soltar al menos algo.
Comencé por el principio, una familia común, sin grandes complicaciones. La mueca vacía, casi irónica de la psicóloga, y la piedra de la asistente social me hicieron profundizar en la aseveración de “sin grandes complicaciones”. Después de todo, debía explicar cómo mi esposo acabó muerto en el ingreso de nuestra casa al tiempo que nuestro hijo no paraba de aullar con un montón de perros callejeros.
Recordé nuestra casa con el césped recién cortado, el liquidámbar de la puerta por calle Londres con sus hojas rojizas y los jazmines en honor a mi padre. Amaba esa casa y ahora tengo ataques de pánico si tomo el 131 para ir al hospital porque acercarme me aterra. Tomás también enloquece si reconoce las calles cercanas cuando circundamos el barrio en auto.
Sólo una vez lo intentamos, quisimos probarnos, pero fracasamos. Él comenzó a gritar y a forcejear la puerta del auto y yo también grité y lloré con fuerzas. Aunque Tomás escapó dos veces posteriormente para visitar la casa, dudo que buscara a su padre, pero sí a Goku. Ellos siempre se buscan, pero eso no me asusta.
La primera vez huyó a mitad de la noche, las pesadillas tampoco lo dejan dormir; también es cierto que ya nadie consigue el descanso en esa casa. Los nuevos inquilinos no duraron, puede que por el valor del alquiler o los aullidos que se manifiestan en las horas noctámbulas, según alegan. Y debo agregar que bajamos el precio más de una vez.
Sobre las huidas, fueron sólo dos. La primera vez un taxista lo encontró descalzo y en pijama en la vereda de la casa, se había orinado y cuando por fin consiguió llevarlo al hospital, el niño no dejó que lo examinaran. La segunda vez mi vecina fue alertada por las luces del primer piso y llamó a la policía. Lo encontraron en las mismas circunstancias. Un oficial mencionó que oyó el gruñido de un perro cuando quiso sujetar al niño, aunque le aseguré que no teníamos ninguno, pero a veces mi hijo ladraba para llamar la atención.
Mi marido no era un mal padre, al menos no de los peores, pero una vez al mes se juntaba con los compañeros de trabajo para jugar a la pelota, comer un asado y, claro está, beber.
Hace un mes y medio, mi esposo, Óscar, volvía de una de esas jornadas. Cuando él no está… cuando él no estaba —me apresuré a corregir—, me costaba trabajo dormir, siempre preocupada por todos cuando no están durmiendo. Sentí el sonido del portón abrirse y un aullido espantoso. Bajé rápido las escaleras y vi a mi esposo con el hacha en la mano y lo que quedaba del perro, un montón de carne y sangre desbrozada. Óscar me dijo que el perro se le cruzó cuando quiso entrar el auto y lo finiquitó para evitarle el dolor.
Revisé al perro antes de enterrarlo y tenía más de un tajo.
Esa noche cavé una fosa en el jardín y enterré a Goku mientras Óscar no dejaba de llorar desparramado en el baño. Me esforcé por tapar cualquier tipo de rastro. Esa noche no dormí. Me tomó cuatro horas limpiar la sangre, la tierra y bañar a mi marido que era un despojo de carne y vómito. Tomás estaba en la casa de su primo, pero me dijo mi cuñada que esa noche no consiguió el descanso.
Los primeros días Óscar apenas podía ocultar las lágrimas cuando el niño preguntaba por el perro, pero rápidamente comenzó a culparme a mí, al perro y a Tomás.
Las primeras semanas fueron difíciles. Óscar esquivaba al niño, pero Tomás tenía toda su atención en hallar a Goku, así que poco se percató de que tenía padre. Colgamos carteles hasta el cansancio y aunque tuve pánico de hablar con los vecinos, acompañé a Tomás a sus rondas de búsqueda.
Para navidad todos estábamos rotos, a excepción de Óscar que quería regalarle un perro a Tomás y, si bien la idea me entusiasmó por un momento, no demoré en oponerme.
El divorcio era un hecho, pero quería ahorrarle a Tomás la seguidilla de traumas que lo dejarían en terapia el resto de su vida. No lo extraño y fantaseé que con el tiempo se olvidara de nosotros, el mundo está lleno de padres abandónicos. Su final fue trágico, casi herético para un tipo vulgar.
El reloj quebraba la monotonía de mis silencios. En otro tiempo su sonido me hubiera crispado, pero los sedantes evitaban que sintiera siquiera frustración. Había pasado una hora y solo había revivido los hechos en mi cabeza ¿o tal vez los dije en voz alta? Observé mi rostro en el cristal de la ventana, absorta. Como enfermera conocía bien algunos indicios para alegar, quizá, algún estado de shock. Solo quería irme a casa con Tomás.
Ese estúpido de Óscar.
Tomás casi había dejado de hablar y Óscar, aquejado por sus culpas o vanos intentos de paternidad, lo obligaba con sus modos sutiles a jugar al fútbol con los primos o a asistir a la cancha. A Tomás nunca le gustó el fútbol.
—¿Y entonces? —preguntó la asistente. Al fin le oía la voz.
La psicóloga no dejaba de hacer garabatos en el papel, ¿tanto hablé? Daba vuelta las páginas y seguía anotando, quién sabe qué ¿y Tomás?
—El regalo de navidad —prosiguió con sequedad.
Ese fin de semana antes de la navidad paseamos con Tomás por las peatonales del centro. El calor de las baldosas grises y la densa humedad parecían derretir mis sandalias en cada paso. Aún así, estaba contenta, o al menos agradecida de que Óscar no hubiera aparecido con un perro los últimos días y de que la idea dejara de rondarle por la cabeza. No había vuelvo a mencionar el tema y su poca atención en el asunto me permitió relajarme un poco.
Nos adentramos por galerías muertas para huir del pegote sucio del verano y buscar ofertas navideñas. Mientras observaba su melena oscura, algo revoltosa, que le daba un aire travieso, pensé en cuánto había madurado y si hacía lo correcto en dejar que el niño ocupara un rol de adulto ante el fracaso de su padre.
Ingresamos a una tienda pequeña atraídos por los carteles de ofertas. Nada por fuera de lo común. Era como una caja de zapatos sin ventilación y saturada de juguetes chinos con gatos dorados, figuras de acción e instrumentos musicales, todo de plástico. Tomás se soltó de mi mano y avanzó unos pasos hasta lo que parecía un pequeño altar con una especie de duende de mal gusto. La pequeña figura desentonaba con el resto de los artículos y me alarmó profundamente que estuviera rodeada de tabaco, licor y dinero.
—Es un ekeko, es inofensivo —dijo la mujer que atendía el local ante mi mirada funesta.
—¿Para qué sirve? —pregunté.
—La gente le pide cosas y le deja ofrendas a cambio.
—¿Y funciona? —repliqué con ironía.
—Depende.
—¿De qué? —pregunté sin apartar la mirada de Tomás. El niño había quedado absorto a los pies del ekeko, con sus pequeñas manos en los lindes del altar. Con temor creí observar que sus finos labios se movían, quizá hablaban.
—De lo que se pide y lo que se ofrece, de cumplir las promesas y la fe.
Sin más preámbulos compramos un tamagotchi y partimos en silencio. Ese día, en el hospital sólo rondaba una idea en mi cabeza: «¿Habló?». Hacía tiempo no escuchaba la voz de mi hijo y ningún profesional había podido devolverle la palabra.
Seguramente habrá quienes, desde la psicología, lo enmarquen en fetichismos, intentos de llenar un vacío ocasionado por la pérdida o las consecuencias de un padre inútil o, en el otro extremo, la creencia en malos espíritus. Todos conocemos historias de seres que vuelven para vengarse, los que no pueden encontrar el descanso.
Pero las explicaciones no arreglan mi situación en el juzgado.
Opté por lo más acorde, al menos desde mi perspectiva en el sillón, los muertos no pueden defenderse. Así reanudé mi historia.
Sin darme cuenta, Óscar comenzó con serios problemas de insomnio, aunque el resto de la familia no demoró en seguir sus pasos, porque claro está que Óscar no podía padecer en soledad. Al comienzo eran pesadillas aisladas que luego se hicieron crónicas. Siempre la misma secuencia: despertaba a mitad de la noche porque los perros no lo dejaban dormir. ¿No los escuchás? ¿Cómo podés dormir con los aullidos? Pero yo no sentía nada y me preocupaba que sus gritos alteraran a Tomás, que ya comenzaba a descansar mejor por las noches en compañía de su nueva mascota.
En pocos días la escalada de demencia nos absorbió.
Lo asustaban los perros, más aún los que deambulaban por nuestra casa, esos callejeros. Los motivos de su repentina fobia no me eran ajenos, pero avivaban mis deseos de separarme.
Óscar no dejaba dormir a nadie. Todas las noches, sin importar cuán roto estuviera de sueño, se despertaba tembloroso por los aullidos que solo él escuchaba.
Durante el día sus manos parecían un manojo de llaves golpeándose contra la mesa y murmuraba, quizá para llamar mi atención, que para ese entonces era nula. Sostenía que los callejeros lo observaban y tarde o temprano lo harían, no pregunté qué.
Mi paciencia se agotó por completo cuando sus miedos se trasladaron al tamagotchi. Puede que lo hubiera afectado entender que, de alguna forma, ese aparato era un perro, aunque en un plano diferente y se llamaba Goku. Decía que los aullidos que lo acechaban por las noches provenían de la mascota virtual y que desde la cama veía su luz surcar el pasillo hasta la otra habitación, como un rayo fantasmal. Lo estremeció conocer la habilidad para revivir del nuevo Goku.
La noche de navidad fue la última.
A la medianoche salimos con el niño para ver los fuegos artificiales. Óscar no dejaba de temblar, hacía días que no dormía y le esquivaba a la comida. El cinto le daba una vuelta completa y parecía que hasta los hombros podían resbalarse por el cuello de la remera.
Se quejó como siempre de los aullidos de la calle que, como en cada navidad, se oían con fuerza por el miedo que tienen los animales a los estruendos. Nos acusó a mí y al niño de querer enloquecerlo. Hasta confesó su crimen y para sorpresa de todos, Tomás no pareció sorprenderse. El resto ya lo saben. Quiso irse de madrugada.
Bajé las escaleras ante un ruido inusual, ya hablé de mi preocupación cuando el resto no duerme en su habitación. El cadáver de Óscar yacía devorado debajo del liquidámbar con la mitad del rostro desvanecido, las prendas ultrajadas y sucias con barro y sangre. Y yo solo perfilé un pensamiento, puede que de alivio. Tomás me esperaba en el asiento de acompañante y no paraba de aullar.
Es verdad, aullaba, pero todos los perros de la cuadra aullaron esa noche. Por fin los oí.
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Noelia Rumin (Santa Fe, 1991). Profesora argentina de Historia y estudiante de la carrera de Antropología en la Universidad Nacional de Rosario.