Por Thiare Argüello

Falleció un jueves por la madrugada, le vi morir. Dormía plácidamente en nuestra cama, tan plácidamente que hasta no parecía ser la misma miserable persona enferma que era mientras estuvo despierta los últimos meses. Rayando las seis de la mañana, con los pájaros preparándose para despertar se me fue. No corrí escaleras abajo en busca del teléfono para marcar a urgencias ni mucho menos. Para qué. Se había ido ya. O cuanto mucho, de no haberse ido del todo, habría sido cruel traerle de vuelta. Ya sabemos cómo es esto, uno se enceguece ante la muerte. También se enceguece ante la vida, pero en mayor medida ante la muerte.

Me quedé viéndole muchísimo tiempo, el tiempo que no había tenido para verle en los últimos seis meses, porque cuando uno cuida a alguien no tiene tiempo de observar, no tiene tiempo de nada. A pesar de la baja de peso seguía manteniendo esa expresión desenfadada, con esa ligera papada casi cariñosa, casi sonriendo a labios cerrados; extrañaba tanto que me sonriera, lo extrañaría aún más de ahora en adelante pero para más adelante el más adelante, ahora, me sonreía por primera vez desde el diagnóstico. Y yo también. Nos sonreíamos íntimamente. Porque cuando uno cuida a alguien pierde también la intimidad. Podía oír mi respiración de modo que como sólo le prestaba atención a la cara era como si nada hubiera pasado. 

No fue hasta que noté que se me había dormido un brazo por la mala postura que me recosté de espaldas. En las tejas poco prolijas del techo se veía el amanecer entrar, las fauces que me tragaban. No hay nada más monstruoso que el amanecer y el atardecer; palpar tan sincero el paso del tiempo, sentir que uno es presente (vaya a saber uno por cuánto) y el otro es pasado; siempre será pasado. Está condenado a ello y también todas sus acciones, todo lo que alguna vez conformó su persona ahora se confinaba al pretérito; esas tejas, por ejemplo, que siempre prometió arreglarlas y ponerlas en su lugar ahora no eran más que el desvarío de algo que no será. Los libros en la estantería por leer, la taza de té con una de azúcar y las pastillas a juego, el aromatizante a vainilla a cambiar porque qué manera de ser molesto, la pregunta de qué quieres almorzar hoy, todavía queda pollo para hacer, la telenovela después de las noticias que sólo está ahí, a volumen medio bajo, como ruido de fondo, la otra tacita de té con una de azúcar antes de dormir y las pastillas. Yo también seré pasado, vaya a saber uno cuándo, pero ahora, ah, esa palabra es de las más malditas y suena como la invocación de algo terrible: ahora; ahora, aún no. Y el sol ya salió, la lámpara luce inútil. 

Las llamadas de rigor: a su médico, a la familia, a la funeraria. Llegaron en ese orden. Un paramédico dictaminó la hora estimada de la muerte en torno a las seis aeme, cosa que yo ya sabía, pero debe decirse por parte experta para el certificado de defunción. La familia se reunió poco a poco hacia las ocho de la mañana, los llantos iban y venían, las preguntas también, inquietudes ridículas como qué había dicho de ellos en los últimos días, si los había mencionado: sí, claro, los amaba, hubiese querido ver nacer a su sobrino y estar para la jubilación del tío. La medicación hacía que no recordara ni su propio nombre, pero es necesario decir esas cosas, ayudan mucho con la miseria. Odiaba a los niños, por eso nunca tuvimos hijos y ese tío era homosexual de modo que tampoco lo estimaba, se había refugiado en un cetrino credo católico que, supongo, le dió algo a lo que aferrarse en estos meses. 

Ayudé a vestirlo y casi no sentí diferencia con las pasadas semanas en que estuvo postrado. Ahora estaba muerto, pero la praxis era la misma: levantar las piernas y empujar los pantalones negros, erigir el torso, un brazo, luego la espalda y finalmente el otro brazo, recostar el torso, abotonar delante. La funeraria llegó y se lo llevó. Escogimos una capilla que le gustaba a mi madre cuando era niña porque él nunca mencionó ninguna y la iglesia donde nos casamos estaba cinco regiones al sur. Al velorio asistió una prima mía y trajo a su hija de cuatro años, siempre disculpándose con los demás por no haber tenido con quien dejarla; fue totalmente innecesario disculparse por la presencia de la niña considerando que se comportó mucho más tranquila que la mayoría de los adultos presentes. Roberto se habría quejado, habría dicho que cómo exponen a los niños a estas cosas, pero a mí me parecía hasta tranquilizadora su asistencia. 

De todos modos, Roberto no podía decir nada. 

Creo que no fue hasta una semana después del funeral, cuando fui a verlo al cementerio que lloré verdaderamente. Antes de eso había salido una que otra lágrima, muy distinto a ese sofoco que sucede con el llanto incontrolable, de ese que sientes que no saldrás jamás. Fue delante de su tumba, decorada con una cruz de madera blanca donde inscribieron su nombre completo y su nacimiento y muerte. Allí lloré. Cuando ya no había cuerpo, no había nada. Vi la cruz en medio de un campo, tan lejos de las demás tumbas, que sentí, no sé por qué, tal vez como una proyección, que estaba tan solita y que con seguridad él también lo estaba. Me sobrevino la angustia de tener que marcharme a eso de las cinco porque el cementerio cerraba y no pude hacer más que echarme a llorar. 

Un guardia flacucho y con sus buenos años encima pasó cuando ya estaban cerrando y, poniéndome de pie más él que yo, me encaminó a la salida. 

En la semana no pude más que pensar en su soledad, en las noches y, sobre todo, en los días que pasaba solo. Con esas personas que pasan de curiosas a visitar y sólo te hacen ser más consciente de tu clausura. Al llegar por fin el domingo procuré vestir ropa casual, a él no le gustaría que siguiera utilizando el negro. Compré unos crisantemos de colores variados en la pérgola para que hiciera juego con la estampa del papa que, creo, mi prima dejó. Roberto hubiese preferido unas flores plásticas, él siempre tan dado a lo práctico, pero eran chillonas y parecían juguetes en la tumba de un infante, no quería parecer una madre que llora al hijo que soñó. La vecina me prestó unas tijeras para cortar los tallos largos y las puse en un pequeño florerito con agua fresca justo delante de la cruz. 

Con el pasar de las semanas pensaba, no sin pesar, en las noches terribles que debía vivir. 

No recuerdo con exactitud, los días pasan extraños después de la muerte, toman otro ritmo, uno poco sinusal. Pero, la misma vecina, una tarde que nos reunimos a tomar el té, me habló de su querido nieto, tan grande que está, a él le encantaría conocerlo, con su pareja que se conocieron en un intercambio a España hace un año. Es increíble lo liberales que son en Europa, me gustaría algún día visitarla. 

Las flores a él se secaban más rápido, el verano había llegado y yo algo compungida intentaba llevarle el tiempo. A veces hacía muchísimo calor, como en aquellos veranos de décadas atrás cuando el clima era otro, pero a veces el cielo se nublaba terriblemente y los fríos me recordaban al chocolate y el viento norte. No sabía bien qué días a la semanas cambiar las flores porque a veces de domingo en domingo ya estaban podridas pero a veces aún se mantenían. 

Me daba cuenta por el jardín de adelante de la sequedad de las flores. Lo planté en su honor, a él le gustaría. La casa estaba igual a excepción del jardín: los santos católicos en el cuartito que nos sobraba y donde no cabía ni una cama, esperando asomar el próximo año para las festividades de fin de año. La lavanda aromatizando, la copita de tintito que me sirvo antes de dormir, la telenovela que no me pierdo porque vaya que está interesante, la señora está por descubrir la traición de su esposo y que se quedaron en quiebra, y con su carácter será todo un lío su reacción.  

En febrero fui a comprar pan al almacén y qué se ve bien vecina, llegó y me tiró la vecina. Tss, bien voy a estar yo, rezongué, si llevo menos de seis meses de viudez, cómo va a verse bien uno así. Yo la veo mejor, fíjese. Insistió como ofendida de mis cuestionamientos. Un cuarto de kilo en ayuyas, vecina, que a mí hasta en verano me duelen los huesos cuando anochece. 

Procuré entonces fijarme una ida semanal si el clima se inclinaba al frío y la humedad y cada tres días si se inclinaba al calor y la sequedad. Amanecía temprano y yo me levantaba a eso de las siete recién. Ya ni dormir con la cortina corrida lograba que me despertara de nuevo a las seis, supuse que quizás tenía que ver la vejez, una horita más de sueño que mi cuerpo tomaba en vez de siesta, y es que la cama era tan cómoda, mucho más cómoda que dormitar en una silla o en un costado incómodo. Preparé el desayuno, este año las manzanas estaban baratas y había que aprovechar, no fuera que en un año fueran imposible de comprar y recién las echara en falta y me leí un poquito del libro de flores con historias mitológicas que al principio agarré porque no me gustaba tener la cartera tan vacía sin los medicamentos, los documentos y tanta cosa que uno tiene que llevar encima cuando alguien enferma, pero terminé por agarrarle el gusto. Llevaba sus buenos años en el estante, creo que él debe haberlo comprado hace unos diez años cuando iba al persa y se traía toda clase de cachivaches a la casa y después olvidó. Y tanto me olvidé también yo de él que se le notaba el poco cariño que le habían dado en este tiempo: si hasta una polilla muerta me encontré en la contratapa junto con la humedad.  

Los claveles están caros por ramo así que compré dos nada más, el señor me hizo un precio por dos de descarte, para poner uno a cada costado y que no siempre sean puros crisantemos, claro, para que haya variedad, sí, sí, se aburre siempre con lo mismo. El resto, crisantemos blancos que se destiñen menos rápido aunque parezcan estériles, y para apretar en los floreros, para que nada se caiga o se vuele con las ventiscas nocturnas: esas hojitas medio endurecidas que siempre me dan para acompañar en la pérgola. Voy a la llave de arriba del pabellón para ponerle agua al bidón, a medio llenar porque ya no me lo puedo entero y vuelvo tambaleante a rebalsar de agua nueva los floreros soldados a la reja: eso le debería bastar. 

Me alejo pensando en lo que se ha creado: mi Manuelito está tan lleno de vida allí con las flores. Voy a llegar a preparar algo rico, uno de esos engañitos salados que tanto nos gustan. Me gusta la vida que tenemos.

 

El funeral. Edvard Munch (1896)

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Thiare Argüello (Valparaíso), artista visual autista y con, además, psicopatologías. Sus experiencias trazan una línea muy marcada en su arte y en sus intereses, pues trabaja con comunidades con discapacidad hace años. Recientemente, finalizó una diplomatura en Discapacidad y Enfoque de Derechos Humanos. Actualmente reside en Montevideo, donde además expone.