En el inicio de los tiempos se sobrellevó una lucha entre dos culebras gigantescas: una que dominaba los mares, otra que reinaba las tierras. En esa estrepitosa confrontación de océanos, campos y humanos, se gestó todo alrededor: cerros de solitaria base, praderas de largo alcance, mareas de intrépido embalse. Las ciudades vinieron harto después, con su traqueteo incesante y pálidos desplantes. Las islas, en cambio, estuvieron desde el inicio. Sin embargo, harto después se dieron aquellas comunidades pequeñas y entrañables donde el pueblo chico, infierno grande no era ley; más bien, cada sujeto significaba una pieza importante para construir el relato de su población y, por qué no, de los propios lugareños. 

Una de esas islas con entrañable pueblo tiene novela. El año en que hablamos con el mar (2024), concebida por el destacado escritor y narrador oral chileno Andrés Montero, viene a ser una obra que recopila por excelencia los diversos intereses del autor; como son las infinitas maneras para contar una historia, el eterno cahuín que desencadena un relato o el folclor que habita en sus narradores. Cabe destacar que estos aspectos cobran un matiz mayor, ya que los relatos entrelazados en la novela cobran vida propia por su multitud de voces y las enseñanzas que solo una buena historia es capaz de compartir; esto a la par que se reflexiona sobre el mismo oficio de contar.

Pero, antes de entrar a detalles, remitámonos al libro. El año en que hablamos con el mar, a simples rasgos, trata sobre los hermanos Garcés, Jerónimo y Julián. El primero decide cambiar el rumbo de su destino marchándose de la isla que lo vio nacer, mientras que el segundo pasa toda su vida ahí. Sin embargo, por esas cosas de la vida que siempre da sorpresas, Jerónimo termina por volver a la isla todo un año, durante el tan peculiar 2020 que marcó al mundo entero por un bicho maldito. De esta manera, la novela va girando en torno a estos dos personajes, en cuanto a sus orígenes, historias y porvenires. 

Lo peculiar de esta obra es aquella polifonía de voces que contiene, aplicada de una manera muy sutil y atrapante. Más allá de aplicar rebuscados manejos del lenguaje o bruscos cambios en la persona gramatical, el relato se construye tal cual fuese un cahuín. Que la Toñita nos contó esta cosa, que don Gustavo también quiso dar su versión, o que don Félix lo contó a su manera; sin embargo, se duda de cómo la cuenta ya que, “con perdón del bueno de don Félix, nos da la impresión de que en realidad no la recuerda” (95). No hay un narrador omnisciente o protagonista; más bien, el narrador colectivo desarrollado por la novela invita a inmiscuirse en el mundo isleño, a descubrir en conjunto los secretos e historias que ya se habrían olvidado si no fuera por los personajes que se juntan a conversar en la taberna.

Por lo mismo, en numerosas partes de la novela aparecen reflexiones sobre el oficio de narrar. Es innegable el aporte que genera la labor de narrador oral cultivada por Andrés Montero; no obstante, él mismo ha declarado que parte importante de este conocimiento ha sido adquirido gracias a esos humanos escondidos por el territorio o continente, que combaten con conversaciones e historias el letargo de cuando se echa la yegua. Pareciera que la obra es revisitar esos saberes y conocimientos; porque mientras se cahuinean o pimponean relatos que reconstruyen la relación de los hermanos Garcés, aparecen reflexiones que ayudan a repensar todo lo que implica contar un relato. Por ejemplo, volvamos con la noción de un narrador colectivo: “al final una historia solo existe en la forma en que se cuenta (…) así que le fuimos echando para adelante, estampando el relato con nuestras huellas: no importaba si se ensuciaba porque eran las huellas de todos y eso estaba bien, eso nos quitó el miedo, nos gustó esta cosa de ser una sola vez, de ir recuperando la palabra de una voz por todas” (89-90). Cuando en la fiesta de la conversación se está hilando un relato entre varios, cada voz importa, porque cada quien le entrega su impronta. Por lo mismo, este narrador colectivo presta atención más al cómo que al qué se cuenta; los personajes confiesan lo siguiente: “nos dimos cuenta de que lo que nos tenía intranquilos era, simplemente, que no nos gustó cómo contamos esa parte de la historia. No logramos transmitir el miedo (…) y nos sentimos tristes por no ser buenos narradores” (117). Siempre se está dudando y cuestionando el oficio de narrar. Esta constante reflexión sobre la narración oral da cuenta que la historia busca llevar a otra dimensión de la realidad de la manera más efectiva; transmitir mediante las palabras aquella atmósfera que envolvieron a sus protagonistas, hacer poner las cosas de pie mediante la narración y que aquellos quienes cuentan pasen a segundo plano, porque el relato es lo que importa para generar una conexión total.

Algo similar ocurre con aquello que la obra denomina el orden de la fiesta. Aquel concepto hace referencia a una organización de aquellas entrañables jornadas donde compartimos con nuestros seres más queridos, amistades, familiares, cercanías; personas que, aunque parezcan lejanas, sintonizan en común por la fiesta llevada a cabo.  Así, se comentan características esenciales de una fiesta, como la eterna presencia de una casa y un anfitrión o, por ejemplo, el siguiente ritual: “no podían ser los elementos, si siempre eran los mismos, los que hacían la diferencia, sino que el asunto radicaba en el asunto en que aparecían” (104). Este orden refiere a la sucesión de encuentros con los participantes de la fiesta, aquellas conversaciones que se bifurcan en múltiples caminos o no agarran vuelo; si el caso es el último, “el anfitrión debe tener un segundo plan, un juego de cachos, por ejemplo, ofreciendo un premio al ganador” (107). De esta manera, la fiesta irá escalando en mayor profundidad y conexión hasta llegar a aquellas altas horas de la noche, donde cada vez hay más silencio, donde las palabras que aparecen son cada vez más significativas, “de las pocas palabras que realmente valdrá la pena haber pronunciado a lo largo de una vida” (110). Y eso, queridas y queridos lectores, es tan divino de vivir como de leer en esta obra. 

El año en que hablamos con el mar es una novela de relatos, de vidas y de camaraderías. Desde que partieron los tiempos, el ser humano ha sobrevivido de abrigo, alimentos e historias. La presente obra viene a demostrar que estas últimas son capaces de transportarnos a elevadas dimensiones de la realidad donde podremos encontrar un lugar llamado hogar, un cobijo en donde respirar tranquilidad que cautive los cinco sentidos. Cuando las copas ya se encuentren vacías, los ojos tornen soporíferos y no quede más repertorio de canciones por entonar, una historia simple y adornada siempre será territorio para retornar al caluroso acompañar. 

 

El año en que hablamos con el mar (2024). Andrés Montero. La Pollera Ediciones.

 

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Cristóbal Muñoz Benavente es Licenciado en Lingüística y Literatura Hispánica en la Universidad Católica de Chile. También es artista musical y lírico en los proyectos Kirtongo, Ratarro y los Roedores e Inundaremos. Fue participante de la Fundación Neruda en el Taller LEA “Escribiendo y (Re) escribiendo el deseo en las letras 2023”, el cual publicó un libro colectivo, titulado «Anoche soñé que se instalaba un circo en el jardín».