Por Diego Vidal Santurión 

1.

Mamá pasa frente a mi cama como deslizándose en el aire. Tiene puesto el mismo camisón que llevaba el día en que el camión la atropelló en plena Avenida de Las Marías.

Aquella vez iba dormida, en uno de sus tantos episodios de sonambulismo. Más de la mitad de la cara le quedó destrozada y el cuerpo otro tanto. 

Tan linda que era Mamá; pobrecita. Murió al instante.

Cada tanto vuelve. Pero no siempre lleva el camisón; a veces luce su vestido de novia, algo dañado y amarillento por los años. Aun así, está mucho más presentable a cuando llevaba el camisón hecho jirones, cubierto de sangre negra y seca.

Nunca fue de gran hablar Mamá; y después de muerta mucho menos. Se conforma con deambular por las habitaciones de la casa sin ninguna finalidad más que la de pasear su cuerpo flaco de aquí para allá. En ocasiones lanza miradas inquisitorias o desafiantes; otras, muy pocas, hace algún gesto grandilocuente. Nunca habla.

[Por lo general, ni las miradas ni los gestos refieren a hechos concretos o trascendentes, y tampoco tienen consecuencia alguna en el día a día. En eso no ha cambiado Mamá. En vida era igual. Le gustaba hacerse la misteriosa, demostrar a las personas que ella tenía todo bajo control.]

Una tarde, cuando regresé de la peluquería, se apareció desnuda, con un velo cubriéndole la mitad reventada de la cara. En realidad, se ve que hacía rato que andaba dando vueltas por el apartamento porque cuando llegué me lo encontré al Benito lloriqueando, pegado a la puerta de entrada, echado y vuelto un ovillo. Él, que rara vez salía del lavadero.

Esa fue la primera vez que le noté a Mamá la podredumbre de la muerte. 

Al hedor ya me había acostumbrado, pero me impactó ver su cuerpo lacerado, con llagas negras eyectando materia, los intestinos secos colgando amontonados, y aquellos lamparones oscilantes, que los gusanos le formaban juntándose de a cientos y moviéndose frenéticos de un lado a otro.

Esa fue la tarde en que Mamá me bloqueó el paso en la puerta de la cocina. Se clavó las manos de uñas largas y retorcidas en una de sus heridas agusanadas, y de un puñado se arrancó unos cuantos de esos bichos repugnantes, lanzándomelos a la cara. 

      —¡La puta que te parió Mamá! —No pude evitar el insulto ni el vómito que vino después. Para cuándo me incorporé ya se había ido.

Luego de ese episodio estuvo un buen tiempo sin aparecer y nunca más repitió un gesto como aquel.

 

2.

Mamá murió en marzo del '99, pero no fue hasta el invierno del 2000 que se apareció por primera vez. Unos días antes habíamos terminado de sacar las cosas de su casa. 

Allí instalé la mercería y una oficina que alquilé a un par de escribanas. La casa era amplia, estaba bien ubicada, y, además, me ahorraba lo que pagaba por una pieza de dos por dos lejos del Centro.

La ropa de Mamá, junto con otras de sus pertenencias, se la llevamos a tía Rosita. 

Cuando hicimos las valijas me ayudó Marita, la muchacha que a veces le limpiaba. Fue un día de sol radiante, tanto que abrimos las ventanas de la casa para ventilar la humedad que empezaba a juntarse.

     —Se ve que tu Mamá está contenta —dijo Marita, señalando el cielo azul—. Mirá qué tremendo día se hizo. —Y era cierto. El día, que amaneció frío y encapotado, se había transformado casi que en una tarde de verano.

Sin embargo, fue terminar de guardar todo en la camioneta, cuando una ráfaga de viento ganó la cuadra. Un soplido de mil demonios que partió ramas y atravesó la casa abierta. No duró más de cinco minutos, pero alcanzó para dejar el jardín destrozado y hacer explotar los ventanales del frente que se cerraron con violencia ante el paso del viento.

     —Me parece que a Mamá le cambió el humor. —Devolví el comentario a Marita, mientras revisábamos los daños provocados. La pobre no pudo más que mirarme y reír nerviosa.

Limpiamos un poco, cerramos postigos y puertas, y le llevamos las cosas a la tía. A cambio, ella me regaló a María Del Carmen. Una gata amarilla que, según dijo, apareció de la nada en la puerta de su casa, maullando de hambre.

     —¿María del Carmen, tía? ¿En serio? ¿Te parece? ¿No sería mejor Rubia, o Michifusa? Pero ¿María Del Carmen? La verdad que me resulta un poco mucho bautizar al gato con el nombre de tu difunta hermana.

Lo cierto es que tía Rosita insistió, y yo, saturada hasta el hastío por el trajinar de aquel día, terminé adoptando un gato con el nombre de mi finada madre.

Tote Mutter. Egon Schiele (1910). 

3.

El Benito y María Del Carmen convivieron respetando cada uno su lugar. La gata ganó espacio a fuerza de zarpazos, y el Benito, ya veterano, no quiso líos. A lo sumo la pisoteaba saltándole arriba o le daba un manotazo de vez en cuando, pero nunca peleaban.

Claro que, a medida que María Del Carmen fue ganando confianza e interactuando conmigo, el Benito fue volviéndose cada vez más celoso.

Con todo, llegaron a compartir juntos casi dos años. Hasta que, en la primavera del 2002 y de forma inesperada, el Benito convulsionó supuestamente intoxicado al ingerir desinfectante líquido. Aunque la versión de Mamá fue diferente.

Esa mañana, hacía menos de una hora que había llegado a la mercería cuando me llamaron del edificio. Al parecer, los vecinos avisaron que del apartamento se escuchaban unos aullidos espantosos, así que uno de los porteros subió a revisar.

     —Estoy en la puerta, señora. Se escuchan aullidos y como que rasca la madera. Algo debe tener, sabe, porque nunca se han quejado los vecinos. —Atrás de la voz del portero se escuchaban los aullidos del Benito.

Nunca había hecho nada igual. Desde chiquito estaba acostumbrado a quedarse solo. Y era cierto, más allá de una vez en la que le dio por cagar cerca de la puerta y el olor tomó el pasillo, los vecinos jamás dijeron nada.

Por eso, cuando lo escuché aullar a través del teléfono, salí volando para casa.

Al llegar ya no se oía nada. Los quejidos que escuché a través del teléfono fueron los últimos de su agonía.

Abrí la puerta y lo encontré abatido, pegado a la entrada; rodeado de sangre oscura y vómito negro, con la trompa llena de espuma y la panza hinchada.

Me arrodillé para abrazarlo y entonces la vi a Mamá, con su vestido de novia amarillo, sentada en el sofá, fumando.

Largó el humo y con desprecio lo señaló al Benito.

     —Era obvio. Si lo tenías muerto de hambre al pobre. El vidrio molido lo destruyó por dentro.

El humo del cigarrillo de Mamá escapaba como de un narguile por la fisura de su mandíbula partida.

     —¿Qué decís, Mamá? ¿De qué vidrio molido me hablás?

     —El de mi casa, el de los ventanales que rompiste cuando la desvalijaste para poner tu quiosquito y alquilar el resto.

     —Por favor, Mamá, te lo pido. Sabés bien que fue un accidente; además el Benito no estaba ese día.

     —Bueno. Si no querés reconocer que lo matabas de hambre, explicame por qué diablos quiso comerse a la gata. Yo lo vi.

Entonces reparé en María Del Carmen, también lastimada, tirada sobre uno de los estantes de la biblioteca, con la barriguita subiéndole y bajándole al ritmo de la respiración.

     —¡Dejate de joder, Mamá! Se deben haber peleado estos dos pelotudos. Sabés muy bien que nadie lo tenía mejor que yo al Benito. ¿Y vos me venís a hablar a mí de cuidarlo? ¿Justo vos? Haceme el favor. ¿Cuidarlo como lo cuidaste cuando nació, por ejemplo? Pobrecito, si dejaste que papá lo criara encerrado en un galpón, como bicho. ¿No te acordás que ni siquiera veía la luz del día? A ración de gallina y agua de pozo lo tenían. Si no fuera por mí, que lo sacaba al patio en las tardes cuando ustedes no estaban, y le cantaba las canciones que escuchaba en la radio, jamás hubiera aprendido a hablar. Si apenas podía caminar el infeliz. ¿A mí me hablás de cuidarlo? Si para ustedes siempre fue un monstruo. Sos tan consciente como yo de que papá lo molía a golpes de gusto nomás; de la tremenda bronca que le tenía. ¡Enano deforme!, le decía. ¡Maldita la hora en que naciste!, le gritaba. ¡Enfermo! Y el pobre Benito no entendía nada. ¿O te olvidaste ahora? ¿Te olvidaste que cuando se enteraron de que yo le llevaba comida a escondidas, además de fajarme, papá me encerró en el cuarto durante días? A lechuga y agua me tuvo a mí también. Eso sí que era pasar hambre, Mamá. ¿Y vos? ¿Qué hiciste vos, Mamá? Nada. Barriste para abajo de la alfombra, porque claro, mire si el Ingeniero y su señora iban a andar mostrando al mundo tremenda fatalidad. Esa era nuestra familia perfecta, Mamá. La que vos apañaste.

»¿Y después? Después te cagó; como a todos nosotros. Y lo único que te dejó fueron deudas. Pero claro, había que lavarse la boca antes de hablar de papá. Mantener la imagen de familia limpia y prolija. Así que, en lugar de salir a bancarnos y dar la cara, te escapaste del pueblo y nos arrastraste con vos a este infierno de ciudad. Mirá cómo terminé, Mamá. Sola como un paria y gorda como un hipopótamo del Nilo. Encerrada en este apartamento espantoso, cuidando al pobre Benito que nunca pudo valerse por sí mismo. Asco doy; era obvio que jamás nunca alguien se iba a fijar en mí. Mírame, Mamá, ¡Carajo! ¡Hacete cargo! ¿A dónde vas? ¡Te estoy hablando, Mamá!

 

4.

Aquel mediodía los porteros volvieron a llamar, pero esta vez porque escucharon mis gritos. Por supuesto que Mamá no contestó. Había dado por terminada la discusión y, sin mirarme, se alejó ignorando mis reproches. Entonces, tomé del aparador el retrato de papá y se lo tiré por la cabeza. No acerté, pero el cuadro golpeó contra el piso y la madera se hizo añicos. Allí reparé en que no tenía vidrio, porque no hubo estallido al caer y porque la foto se deslizó hasta estancarse en el charco con los fluidos de mi hermano muerto.

Desde entonces, la foto de papá, ya sin portarretrato y estropeada por el accidente, descansa entre los tantos libros de la biblioteca.

María Del Carmen, la gata, sanó su herida sin problemas y se convirtió en mi único afecto y compañía.

Mamá, por su parte, no ha vuelto a aparecer.

Ese día, el día en que murió el Benito, fue una de las pocas veces que Mamá habló después de muerta. Y una de las tantas y tantas en las que peleamos.

Mutter und Kind. Egon Schiele (1914).

 

 

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Diego Vidal Santurión (Montevideo, 1981). Escritor uruguayo. Cursó estudios de Historia y Literatura en el Instituto de Profesores Artigas. Actualmente integra el grupo Escritores Creativos de Uruguay, y la Comisión para las artes del Club del Trompa Negra. Ha publicado poesía y narrativa en revistas digitales y antologías físicas de Latinoamérica y España. Sus cuentos, microrrelatos y poemas han obtenido menciones en Uruguay, Argentina, México y España.

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