Por Emily Ogden. Traducción de Rocío Abarzúa M..

[La palabra] riff tiene una etimología desconocida; puede ser una abreviación del estribillo [refrain en inglés] o coro, la parte de una balada que vuelve para ser repetida entre versos. En el blues, el jazz y la música que rastrea sus raíces a esos géneros, el riff es una progresión de acordes repetida o un grupo de notas que unen una canción. Un riff de guitarra vuelve una y otra vez en una canción, como para decirles a los oyentes dónde están, incluso mientras los instrumentos toman excursiones a otros lugares. La canción va a viajar, pero va a seguir regresando al riff. Así, un riff testifica a la igualdad dentro del cambio.

Hacer riffs [riffing] también podría describirse como el cambio dentro de la igualdad. Decir que alguien está haciendo un riff al escribir o al hablar es decir que está construyendo su enunciado a partir de una idea única que luego hace pasar por una serie de cambios, embelleciéndola, volviéndola cada vez más elaborada e incluso absurda. Muchos de los capítulos de Moby Dick están construidos como riffs. “La blancura de la ballena” es el riff de una pregunta: ¿Por qué Ishmael, el narrador, quiere cazar la ballena blanca? No está seguro por qué; tratando de contarnos, termina haciendo una nueva pregunta: ¿Por qué sucedía que “era la blancura de la ballena lo que me horrorizaba por encima de todas las cosas?” Nuevamente, no lo sabe, o no sabe cómo decirlo, por lo que su respuesta a la pregunta toma la forma de plantear la pregunta una y otra vez, en nuevas formas. ¿No es su blancura lo que hace al oso polar y al gran tiburón blanco “los horrores trascendentales que son?” ¿Por qué la cordillera azul de Virginia está “llena de un suave, húmedo y distante ensueño”, mientras que simplemente mencionar el nombre de las montañas Blancas de New Hampshire sugiere “esa gigantesca sensación fantasmal sobre el alma?” ¿Anuncia la blancura “los vacíos sin corazón?” ¿Es horrible, hipócrita, inexpresiva?

El misterio de hacer riffs es que te llevan a otra parte continuamente retornando al mismo lugar. “La blancura de la ballena” insiste en las mismas preguntas, y aun así el efecto es acumulativo, climático. El capítulo parece construirse hasta llegar a su gran pregunta final: Con todos los horrores que la blancura representa, ¿se sorprenden de que los hombres quisieran matar a la ballena blanca; o “se asombran entonces ante la caza ardiente?” Es como si el haber posado una y otra vez la pregunta qué es horroroso sobre la blancura nos llevara, a la larga hacia algún lado. ¿Dónde, exactamente? No a una respuesta, sino a un estado de profunda familiaridad con la matriz social en que la importancia de la pregunta es tácitamente comprendida. Hacer riffs indica que el escritor no es magistral. Un escritor que hace riffs no conoce, antes de enunciar, los límites de la visión:  intenta encontrarlos a través de la escritura.

A veces una persona puede lograr algo dando vueltas y vueltas las palabras y luego enviándolas de regreso al mundo, cuando no está tan claro qué más hacer con ellas. Un invierno, caminando por el centro, vi a un vecino mío, un hombre con un rostro abiertamente animado que se balancea sobre sus pies a cada paso que da. Tiene una enfermedad mental. Era un día frío y mi vecino no estaba abrigado. No parecía importarle. Pero dos policías se le acercaron para ver cómo estaba. “¿Cómo está?” fue todo lo que dijeron, pero lo rodearon de tal forma, haciendo un semicírculo con sus cuerpos y sus motos, que indicaba que estaba siendo detenido. Una característica esencial de saludar a alguien por la calle es que, al hacerlo, los dejas seguir andando. Esto, específicamente, los policías no lo hicieron. Él debía responderles.

Lo hizo; casi les respondió. “¿Cómo están ustedes?” respondió genialmente. Se estaba riendo de ellos. No; les estaba respondiendo inocentemente. No; estaba usando el lenguaje como distanciado de él, dándolo vuelta de adentro hacia afuera, siguiendo sus pequeñas y divertidas reglas. Estaba haciendo riffs. ¿Cómo está? ¿Cómo están? Al final algo – su blancura (es blanco), su locura, o su riffing – los dejó desarmados. Lo dejaron pasar.

Una amiga me contó que, mientras su madre se hundía en la demencia, hubo en período en el cual todavía podía conversar, pero había perdido la mayor parte de su memoria. La pérdida de memoria significaba que no podía proveer información o darle sentido a la información que su interlocutor le ofrecía. En cambio, hacía juegos de palabras en cualquiera fuera la última cosa que su visitante hubiera dicho, tomando las palabras y presentándolas de vuelta en una forma alterada. Hacía riffs.

Mis hijos aprenden el lenguaje, y con él la naturaleza de su mundo, haciendo riffs juntos. Si el desarrollo es una sucesión de intereses cuyas abreviaciones podrían ser respuestas a la pregunta cómo estoy buscando usar el mundo ahora, entonces mis hijos siempre han parecido estar buscando usar el mundo en maneras lo suficientemente similares, teniendo mucho que hablar y hacer juntos. Cada cuál va a repetir cualquier acción que el otro haya acabado de hacer. El Mellizo A tose porque está enfermo; el Mellizo B, sano, simula una tos. El Mellizo A rompe una rama del avellano; el Mellizo B, inevitablemente, hará lo mismo. El Mellizo B llora por la pérdida de una concha de caracol que había encontrado y aplastado; el Mellizo A copia el sonido de su llanto, pavimentando el camino hacia una tristeza real. El Mellizo B se encuentra con un camino de piedra en particular diciendo, probablemente por azar, las sílabas sin sentido “hadiyady”; el Mellizo A repite tanto sus movimientos como las sílabas. Esta actividad se conoce, desde entonces, como “hadiyadyar, incluso cuando una paloma matutina lo hace. Apuntan a la paloma y dicen “Está hadiyadyeando.” El camino se llama el camino del hadiyady.

Estas repeticiones pueden extenderse a un juego que parece dilatar el tiempo. Especialmente cuando la actividad es tanto repetitiva como acumulativa, ambos se pueden quedar atenta y alegremente suspendidos juntos. Pasa, por ejemplo, en un juego que llaman “construir un fuego”, llamado así por la experiencia de traer y ordenar palitos para la estufa a leña de su padre. Construyen un contenedor con sus bloques, luego corren con propósito por toda la casa buscando cosas para meter adentro (sus calcetines y ropa interior como papel, bloques y libros como troncos). El acto de superponer se une a la superposición del lenguaje: “y pusimos otro ahí”, dice uno; “y pusimos otro ahí”, dice el otro, una y otra vez, con la misma prosodia y melodía cada vez.

A veces la naturaleza de un acto repetido cambia discretamente. Puedo comparar este proceso mejor con una estructura de canción como la de “Piano Phase” de Steve Reich, una pieza para dos pianos en la que las olas cambiantes y mutuamente receptivas de los dos instrumentos recuerdan a la música electrónica. Dos simples patrones, uno tocado por cada pianista, entran y salen de fase el uno con el otro. Las cosas cambian; sin que haya un momento definible de cambio, el patrón ya no es el mismo. Es como si las manos del primer pianista gradualmente reclutaran algunas notas extras, mientras dejan otras caer, hasta que el patrón se convierte en completamente lo que podrías percibir que estaba inclinado a convertirse. Se resuelve. Pero no resuelve algún problema unitario. No es que los pianistas estuvieran operando bajo una ilusión en la Fase 1 y ahora, en la Fase 2, ven las cosas como son. No; el apego a la Fase 2 tampoco es el punto. También va a salirse de fase para ser reemplazado por otra cosa. La canción es de extensión variable porque, como las instrucciones para tocarla indican, “el número de repeticiones de cada línea no es fija… El punto a lo largo de ella… no es contar repeticiones, sino escuchar la relación de las dos voces y, a medida que la escuchas claramente y la absorbes, avanzar a la siguiente línea.” Estos cambios nunca suceden, y nunca no están sucediendo. Ninguno de ellos es más o menos importante que los demás.

Hacer riffs puede construir. Puedes volver una y otra vez a la escasez de tu lenguaje – a una palabra, por ejemplo, que no entiendes completamente – o a una pregunta que no sabes cómo responder, o a un tema. ¿Qué era para mí la blancura de la ballena? El carácter de juego en este retorno es suficiente para provocar que de la nada aparezca algo. Algo no puede evitar surgir de la nada. Y así puedes inflar para ti una habitación cuya capacidad es la correcta. Esta habitación sería lo suficientemente expansiva como para que tu cuerpo pueda moverse y lo suficientemente cerrada como para que la mente pueda descansar. Luego, a veces, otros también pueden usar estas habitaciones, después de que el escritor las ha terminado. Es como si escribir pudiera ser percibido como un ambiente. En la lectura de ciertos escritores, muchos de los cuales están citados en este libro, mis pensamientos y anotaciones en los márgenes son menos comentarios temáticos de lo que se está diciendo que registros de lo que las palabras han estimulado en mí. Lo que pensé mientras estaba en la habitación. Riffs.

No crecí como parte de ninguna iglesia, pero mi mama sí, y me cantaba “Oh Santo Dios” como canción de cuna. Desde que tengo memoria he sabido su temporalidad, sus líneas límbicas alternando entre cuatro y tres tiempos, sus fuertes pausas intermedias en la primera y cuarta línea:

 

Oh Santo Dios, Jesús, Señor

Tu mano me tocó

Me amaste a mí

Un pecador

 

Esta es una balada stanza [de estrofas], o casi; la primera y tercera línea de la balada stanza normalmente no riman como lo hacen aquí. Pero la temporalidad es la misma, y vivir en esta habitación – stanza significa habitación en italiano – es algo que muchas partes de la cultura norteamericana te enseñan a hacer: himnos, música country, música góspel, rock. Alguna vez, los distintos tipos de poesía podrían haberte enseñado a vivir aquí. En el siglo diecinueve, las baladas populares reportaban las noticias sensacionalistas de un asesinato, un aborto o incluso un ahorcamiento con melodías familiares en hojas de impresión barata y amplia circulación. Hoy, los poemas que primero llevan la balada hacia ti son probablemente canciones infantiles. “Jack y Jill subieron la colina / a buscar un balde con agua / Jack cayó y se golpeó / y Jill cayó rodando” es una balada stanza.

Yo era una adulta cuando escuché por primera vez una grabación de Aretha Franklin cantando “Oh Santo Dios” en vivo en la Iglesia Bautista New Temple Missionary, en Los Ángeles, en 1972. Franklin establece el tiempo de la balada stanza al cantar completo un verso. Luego, en una repetición posterior, se rehúsa a separarse de las palabras oh santo. Comienza una serie de descensos en la primera sílaba, luego en la segunda, luego en la tercera. No puedes saber con antelación cuánto tiempo la va a mantener; es como observar a alguien cruzando el vacío en una cuerda floja. Al encontrar notas entre notas, encuentra segundos entre segundos, hasta que el tiempo se duplica, triplica, eleva al cuadrado y al cubo. Hay tiempo dentro del tiempo. No está avanzando a través del tiempo hacia la muerte, sino hacia adentro del tiempo hacia una habitación. Mientras Franklin retrasa la reanudación de la balada stanza de tres tiempos, minutos se suman a tu vida. ¿Qué vas a hacer con ellos?

 

Fotografía de Emily Ogden.

 

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Rocío Abarzúa M.. Es Ing. Comercial y Magíster en Estudios Culturales.

Emily Ogden es autora de Sobre el no saber: cómo amar y otros ensayos (2022) y Credulidad: una historia cultural del mesmerismo estadounidense (2018). Sus escritos han aparecido en The Yale Review, Critical Inquiry, The New York Times, American Literature, LA Review of Books Quarterly Journal, The Point y Berfrois, entre otras publicaciones. Vive en Charlottesville, Virginia.