Por Elizabeth Lazcano Ñancupil
En la actualidad somos cazadores de imágenes, de manera inconsciente entendemos la importancia de mantener nuestros teléfonos celulares a mano, listos y dispuestos para grabar o fotografiar algo que nos llame la atención. Así como en la prehistoria fuimos cazadores o recolectores de alimentos para la propia sobrevivencia humana, hoy cazamos imágenes para la sobrevivencia de lo emotivo.
A diario, en el trayecto entre Viña del Mar y Valparaíso, los pasajeros del metro y de los microbuses graban el paso por la costanera, a veces ambientado por música callejera. Hermosos atardeceres en el mar quedan grabados en la memoria, pero mayormente en nuestras pantallas. Luego, las imágenes se publican en redes sociales y entramos en estado de espera, esperando la reacción inequívoca del espectador que sabe, aquel momento, como digno de ser capturado.
Lo orgánico de esta acción se ha vuelto un hábito que ha ido de la mano con la propia modernidad y el desarrollo de las tecnologías, sin embargo, el capturar atardeceres es una práctica que conocemos desde los anales de la pintura, pero me referiré a la pintura chilena principalmente. Aunque ejemplos desde Europa hay muchos, el fundante es de Caspar David Friedrich con El caminante sobre el mar de nubes (1818), donde el protagonista se enfrenta, ataviado en un traje elegante de época, ante las olas amenazantes que nos recuerdan la fragilidad de la humanidad, lo miserables e impotentes que somos ante la naturaleza.
John Searle, no siendo chileno, desarrolló su obra en 1826, en la costa de Chile, específicamente en Valparaíso. De hecho, su pintura Camino a Valparaíso, consta con influencia de la pintura de caballete de Devonshire, además de tener inspiración de Rugendas, Wood y Charton (Romera R. Antonio, Historia de la pintura chilena, 1975). Fue de los trabajos que construyeron el imaginario colectivo del Valparaíso del pasado.
Así también los aportes de Ernesto Charton de Treville, quien llega a Chile en el alba de la inclusión de los artistas franceses a la academia chilena entre 1840 y 1850. La obra Valparaíso visto desde el Cerro Alegre nos regala la perspectiva de la mirada europea, que observa detalladamente el atractivo de los rincones del puerto, con un contraste de la vida costumbrista enfrentada con la agresiva naturaleza de dicha tierra. Poblada por grandes cerros, vegetación generosa y el mar que abraza el color del cielo, extendiendo la inmensidad de la naturaleza aún conservada en aquel momento. Hoy en día, podemos identificar la vista desde donde fue pintado este cuadro, pero el paisaje es absolutamente distinto. Cortando el paso de los verdes intensos para reemplazarlos por coloridas construcciones, que de hecho, son la característica principal de Valparaíso.
Charton vendió gran parte de sus obras en Lima y Buenos Aires, y el cuadro inspirado en Valparaíso no fue la excepción. Este perteneció durante muchos años a una familia francesa que lo mantuvo en su colección personal, a excepción del año 2015, cuando en Christie's fue subastada entre $110 - $150 mil dólares.
La imagen adquiere valor en la medida que reconocemos que esta funciona como un elemento de memoria. Las pinturas de las épocas fundacionales de Chile hoy se consideran como un documento de archivo para comprender el pasado de nuestra historia, sin ellas es difícil imaginar cómo era la vida en aquella época. En un futuro, las selfies e historias de Instagram tendrán el mismo valor de documento histórico para comprender cómo fue la vida en lo que hoy es nuestra contemporaneidad. Tal vez, comparar una imagen de celular con una pintura puede parecer exacerbado, sin embargo, me refiero a la instantaneidad del momento.
En el 1800, no habiendo daguerrotipos, la pintura y el dibujo eran las formas de capturar el tiempo. Hoy, como sabemos, esto se ha acelerado gracias a la tecnología y su acceso universal. Sabemos que muchos artistas no necesariamente pintaban fielmente el paisaje objetivo, sino que lo componían según los elementos geográficos que funcionaran en su pintura, terminando muchas veces sus cuadros en sus talleres. La edición de la imagen ya estaba instaurada como una herramienta compositiva válida para artistas que, gracias a estudios anteriores de paisajes, en particular de botánica, podían componer sus cuadros. Hoy, los filtros digitales funcionan como veladura para intervenir a voluntad la imagen capturada, enalteciendo determinadas características que el autor desea destacar, sean colores, luces, sombras, o sencillamente para deformar la imagen a partir de una decisión visual.
Sea la herramienta que sea, continuamos con la captura de lo cotidiano que es relevante para el usuario, no siendo necesariamente artista visual o alguien que se dedique a ello. Tampoco teniendo estudios en temas de la imagen, ya que, el acceso y la saturación de imágenes virtuales le ha permitido al ojo estar entrenado para ver lo que antes no lograba ver. Tendencia, le llaman. Es gracias a este gesto que logramos conocer lo que pasa al otro lado del mundo, lo que hacen los famosos, las personas con las que jamás pensamos en tener una conexión que nos permita ingresar en su intimidad.
La pantalla ya no es sólo un elemento de transmisión, como lo fue en sus inicios con su uso masivo en la televisión. Hoy en día es una plataforma de comunicación transversal que termina por condensar lo que en los noventa conocíamos como globalización.
Lo cotidiano se ha convertido en un lenguaje visual en el que podemos entrar sin requerir ninguna información especializada. Es democrático, gratuito, no depende de un idioma, a veces, ni siquiera de un contexto; solamente está allí, formando parte de la gran masa de imágenes virtuales que nos inundan, que nos hacen pertenecer a un mundo paralelo en donde ya no hay avatares que nos representen, sino que somos nosotros mismos quienes somos presentados en la pantalla. En este aspecto, la realidad se torna algo confusa. ¿Cuál es la realidad en la que vivimos? Acaso, es la realidad de los postulados de Andy Warhol: “En el futuro, todo el mundo será famoso durante quince minutos”.
Tal parece que en algún momento de nuestra vida aprehendimos algo de lenguaje visual, y la tecnología, como un juguete nuevo, nos facilitó las herramientas para la creación de contenido, que muchas veces se clasifica como basura, puesto que no tiene ningún valor discursivo ni visual. Sin embargo, es cotidiano. Y el cotidiano es valioso para quien está dentro del mismo estrato. Un ejemplo son los videos virales, los retos que realizan los jóvenes de clase alta, en donde se desafían entre ellos a ver quién es capaz de engañar a su empleada doméstica, quién imita de mejor manera a un flaite, o bien, se cuestionan el porqué en sus fotos de pasaporte parecen delincuentes.
Aunque para muchos fue excusa de burla, la verdad es que esta publicación nos remite al trabajo que realizó el artista Bernardo Oyarzún en Bajo sospecha: Zokunentu (2022).
Precisamente, Oyarzún realza su imagen indígena al estar cruzada con la postura de los registros que se le realizan a los delincuentes, tal como el trabajo que realizó Pedro N. Barros Ovalle en Galería de delincuentes chilenos, 1900.
En estos manuales de antropometría criminal, los delincuentes son objetualizados según su complexión física, por poseer determinadas características en su rostro que determinarían su condición de delincuente a los ojos de quienes juzgan delitos. Esto también fue argumento para las clases acomodadas de discriminar a las personas que cumplieran con estos estándares estéticos, lo que hoy, afortunadamente, nos parece una aberración.
La pantalla como soporte sostiene muchas veces el discurso sobre lo que es en masa popular, y hoy en día nos regimos según estos estándares. Sin embargo, aún vemos de manera ingenua las posibilidades de interpretación de lo orgánico cuando hablamos de virtualidad.
¿Cómo algo que no existe en materialidad puede tener la condición de ser orgánico? Debemos comenzar por recordar que todo lo virtual tiene una bajada física. El dispositivo de almacenamiento, incluso si es una nube virtual, se condensa en una objetualización del contenido, lo que lo transforma en un tangible. Si nuestro teléfono se satura de información, dejará de funcionar y posiblemente descartemos la unidad. En ese desecho, por causalidad virtual, se presenta el desecho orgánico digital, el cual sería el teléfono que termina en la basura por obsolescencia programada, o bien, porque ya no tiene capacidad de almacenamiento.
En los numerosos cementerios virtuales que podemos encontrar en las carreteras camino hacia San Bernardo en Santiago, o también camino a Quilpué, escondidos, vemos los restos de computadores apilados en un mar de materiales que en un momento se vuelven indescifrables. Ese desecho es también un signo de paso del tiempo: entre más rápido vaya la tecnología, mayor cantidad de desechos tendremos acumulados. Por mucho que el reciclaje sea un método de subsanar esta problemática, la verdad es que la capacidad y cultura de reciclaje es mucho menor en comparación con la capacidad adquisitiva que hoy en día tenemos. Esto es parte del ciclo de la vida de la pantalla y de las imágenes en ella.
Sin pantalla no hay imagen, no hay virtualidad, o por lo menos explícitamente, que es con la que convivimos.
La verdad es que masivamente no hay consciencia sobre la dependencia de las pantallas para comunicarnos, puesto que se convirtió en algo cotidiano, como portar las llaves de nuestro hogar. Acceder de manera tan fácil a las imágenes nos abre el camino para volver a las bases de la sobrevivencia; como mencioné al inicio, si antes habían humanos recolectores para conseguir víveres en un mundo salvaje, hoy somos recolectores de imágenes para preservar la memoria de lo cotidiano, y en este camino de preservación, nos encontramos con lenguajes comunes que no hemos aprendido, sino que los hemos absorbido de manera natural.
Abordar las imágenes desde su condición de orgánico abarca tanto su textura como su contenido. Todos en algún momento de nuestra interacción nos hemos cruzado con el efecto Moiré, sin embargo no lo conocemos como tal. Esto sucede cuando se crea una percepción visual que se produce al ver un conjunto de líneas o puntos que se superponen a otro conjunto de líneas o puntos, donde los conjuntos difieren en tamaño relativo, ángulo o espaciado.
En este contexto, el error que produce el traslape de texturas es un signo de intervención humana, alejada de la perfección que nos entrega la imagen automatizada. Lo humano se ha regido por la aceptación del error como un elemento que se encuentra fuera del control de la misma máquina, pero a conciencia de su producción por el autor o artista, que se conforma como un signo autoral.
Ahora bien, en el régimen de la captura del tiempo muerto, lo digital es lo que convoca los registros actuales, como señalé anteriormente; sin embargo, las razones del gesto de capturar y compartir vía redes sociales forman parte del círculo de satisfacción, en un sentido capitalista, de la experiencia contemplativa. Hoy en día vivimos en un mundo que llamaremos mundo-imagen (Acaso M, La educación artística no son manualidades, 2010), en donde las experiencias fundamentales están estrechamente relacionadas a la capitalización de las mismas. En un mundo-imagen, la satisfacción se encuentra al constituir una vivencia basada en los cánones presentados por los medios masivos. Existen parámetros que son determinados por el lenguaje visual actual que validan o no la experiencia compartida. En la medida que compartimos una imagen de un producto o vivencia determinada, bajo un parámetro hegemónico, estamos siendo parte de un vínculo profundo con la propia capitalización de la vida en las redes sociales.
Entonces, lo que en un inicio considerábamos como un acto contemplativo, como es el crear una pintura que diera cuenta de un paisaje, que luego, fuera comercializada en subastas o galerías de arte, no es distinto de la producción masiva de, por ejemplo, historias en Instagram de hermosos atardeceres, que realmente se encuentran vacíos de un contenido discursivo.
El mundo-imagen es un constructo de un mercado visual gobernado por la demanda, donde el papel de la visualidad es la demanda propiamente tal. Es decir, se capitalizan todas las experiencias posibles e imaginables en el rigor de mantener un nuevo tipo de mercado, que no necesariamente depende de un producto final, mas sí de mantener un status social, en donde el poder demostrar que hemos vivido las mismas experiencias visuales pone en determinado lugar a los usuarios. Un fenómeno de las redes sociales son los usuarios que viajan por el mundo, compartiendo registros en lugares altamente populares por su locación, su belleza natural o por la cantidad de personas que los visitan. Los ejemplos clásicos que podríamos mencionar son la Torre Eiffel en París o El Muro de Berlín, pero existen otro tipo de lugares que hoy en día despiertan el interés de los usuarios, que se relacionan con espacios donde se han grabado series o películas importantes, pero también lugares de tragedias humanas, donde el turismo y la necesidad de tomar una fotografía o un reel perfecto son mayores que el criterio mismo.
Nos resuena el Yolocausto, creado por el artista Shahak Shapira, quien trabaja el registro fotográfico de lugares icónicos por su macabra historia, en particular el memorial del Holocausto junto a la puerta de Brandenburgo, representativo de la Shoa. En este sentido, nace el cuestionamiento respecto al fin real de las visitas a los memoriales, ¿Acaso estos realmente dan cuenta de la tragedia acaecida? O es, quizás, que existe una distancia entre el lenguaje visual artístico y lo que el público puede captar. Por lo tanto, es pertinente la pregunta ¿Es realmente cuestionable que un turista se tome una selfie en un lugar como este?. Sin duda, el mundo-imagen del que hablaba anteriormente toma relevancia como operación para concretar una experiencia. No basta sólo con visitar un lugar, también debemos, porque así lo dictan las redes sociales, registrar nuestra visita, y no solamente es sacar una fotografía, es aparecer en ella, dando el testimonio cómplice de lo verídico de nuestra experiencia: es real porque hay una fotografía de ello.
¿Es acaso menos válida la experiencia que no deviene en una fotografía? El ejercicio dictamina que no realmente, sin embargo, en el lenguaje de las virtualidades sociales, es importante para ser parte de la comunidad misma exponer la vida, hasta los más privados pensamientos, pues ello es la forma en que el mundo-imagen logra integrar e interactuar. Si no respetamos este código, sencillamente rompemos la lógica de la experiencia capitalizada.
Pero, ¿De qué manera podemos romper con la hegemonía del mundo-imagen? Cuando exhibimos una cruda realidad, estamos evadiendo la capitalización de la experiencia de la imagen, puesto que no logramos alcanzar la satisfacción visual, el principio fundamental de las imágenes en redes sociales. Los usuarios no desean ver sufrimiento, puesto que las plataformas mencionadas son concebidas para operar como una forma de evadir la realidad; y es en esta evasión que se genera una realidad paralela en donde las imágenes, memes, reels y videos virales se convierten en un estado de vida paralelo a lo que llamaré la realidad concreta. La realidad virtual ya no es ese mundo distópico imaginado, como en la película Tron, hoy es la convivencia de nuestro avatar en la vida cotidiana. Cuando existe un cruce entre la vida virtual y la vida concreta, sucede lo que se considera un error o un contenido censurable para la virtualidad. Es precisamente lo que acontece con la difusión de imágenes explícitas violentas, porque en la virtualidad, la violencia no es permitida.
Sin ir más lejos, la cuenta @eye.on.palestine es de las pocas que ha logrado romper con la censura de Instagram para difundir los horrores del genocidio perpetrado por Israel en Gaza. La misma ha sido censurada e incluso desactivada por la crudeza de sus imágenes, sin embargo, ha sido la única manera verídica en que el mundo ha podido enterarse de lo que sucede con el pueblo de Palestina.
Esto, además de ser un contenido de redes sociales, es lo que le da el real sentido a lo orgánico en la pantalla, algo que no debiese estar allí por su naturaleza, pero existe, porque es una realidad que no podemos omitir. Los horrores de la guerra nos son cercanos porque existe la instantaneidad que ofrece el acceso a Internet, pero es cuestionable hasta qué punto podemos exponer nuestra realidad y privacidad, así como también la vida de los otros, los que sufren y padecen. Debemos recordar que lo que se publica en Internet perdura para siempre. Cuando hablamos de contenidos virtuales, la obsolescencia no es una opción.
No invito a boicotear el sistema de las redes sociales, más bien, apelo a que nos cuestionemos qué tan importante es para nuestra vida y experiencias el compartir el 100% de nuestras actividades: un concierto exhibido en 20 historias de 30 segundos, fotografías de funerales, avisar al mundo que nuestro corazón está roto. La belleza de la privacidad es la capacidad de poder vivir intensamente nuestra vida, sin miedo a ser juzgados, sin necesidad de aprobación externa de desconocidos. Volver a mirar fuera de la pantalla y darnos cuenta que la vida misma está allí concretamente, esperándonos, sin necesidad de un filtro que la haga aún más hermosa de experimentar. Nada es más necesario que lo superfluo.
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Elizabeth Lazcano Ñancupil, Artista y Realizadora Audiovisual chilena, residente en la región de Valparaíso, 34 años. Con estudios formales en Artes Plásticas en Universidad de Chile y Magíster en Cine y Artes Audiovisuales en Universidad de Valparaíso. Ha participado de exposiciones colectivas tanto en Chile como en Latinoamérica, siendo la última exhibición en Festival de Cine de Viña del Mar con el cortometraje "Animitas". Su trabajo audiovisual se remite a los cortos y nanometrajes experimentales que dialogan con obras instalativas. Como artista visual ha desarrollado obras instalativas en Happenings y Povera, entregando experiencias únicas a sus espectadores. Ha realizado publicaciones en revistas especializadas de arte como Carcaj y Erráticas.