Por Sebastián Alejandro
Esa tarde Javier se junta con Alejandra en la plaza del hospital. Javier llega diez minutos antes y se fuma un lucky rojo tendido en el pasto mal cortado. Una sombra aparece frente a él y Javier ve a Alejandra con unas gafas oscuras colgándole del cuello. Cómo estái, le pregunta Javier. No tan bien como tú, le dice ella, pateándole la zapatilla. Javier se ríe y se levanta del pasto con el cigarro en la boca. Alejandra aleja el humo con su mano tatuada y simula una arcada. Qué exagerada, le dice Javier. ¿Me trajiste mis cosas?, le pregunta ella. Sí, responde él. Javier le entrega una bolsa de género y lo primero que Alejandra ve es la bandeja de metal que durante un tiempo ambos ocuparon para hacer pie de limón en su casa.
Javier al principio no sabía cómo ayudar o qué hacer cuando llegaba el momento de cocinar, ya que nunca había preparado pies ni tartas ni tortas ni tampoco sabía cocinar del todo, por lo que su ayuda era más bien torpe e innecesaria. A Alejandra le molestaba que él fuera tan inseguro y preguntón y que se quedara quieto esperando alguna instrucción suya. A ella le hubiese gustado que, en vez de preguntar y cuestionarse todo y esperar como un soldado raso una orden, tan solo se moviera e hiciera algo. Le daba lo mismo si se equivocaba o no, pero al menos lo haría seguro y decidido. Después de un tiempo Javier empezó a actuar con más seguridad y confianza en sí mismo y las cosas eran más sincronizadas y se terminaban en menos tiempo. Alejandra ya no tenía que decir nada porque todo eran tan natural y fluido y ambos disfrutaban tanto cocinar juntos, escuchando pop en la radio y cantando a todo pulmón. Javier se ponía a bailar en medio de la cocina y eso hacía reír a Alejandra. Esos momentos de íntima complicidad con él la hacían feliz.
Después de dos meses, cuando ya sabían hacer pie de limón de calidad, también aprendieron a hacer pizza casera y decidieron vender en una feria libre que se hacía los fines de semana, donde la gente vendía de todo. Libros, ropa, juguetes, accesorios, herramientas, cables, artesanías y comida. Durante tres meses fueron todos los fines de semana para reunir plata e irse a vacacionar a Lican Ray, su lugar favorito. En la feria les iba bien. A veces vendían todo lo que llevaban y guardaban la plata en un tarro vacío de café. En otras ocasiones, no les iba tan bien y terminaban comiéndose los trozos de pie o de pizza que quedaban y Alejandra aprovechaba de comprarse una que otra cosa en la feria. Discutían por esto, ya que Javier no estaba de acuerdo en que gastara la plata que recién había ganado, pero cuando Alejandra encontraba algo que le llamaba la atención, algo lindo, no podía evitar las ganas de comprarlo y tenerlo. Tampoco es que gastara tanto, pero era plata, le decía Javier, a lo que ella respondía con que era su plata y podía hacer lo que quisiera con ella, y Javier le decía que la plata era de los dos y después de alegar entre ambos por mucho rato terminaban molestos y enojados, y se trataban de estúpidos y hueones y malas personas y finalmente Javier hacía reír a Alejandra o viceversa, y recordaban por qué estaban ahí y la idea de ese viaje juntos les hacía reconciliarse. Finalmente juntaron la plata necesaria para viajar y estuvieron de vacaciones dos semanas en Lican Ray, en una cabaña cerca de la playa.
Gracias por la bandeja, le dice Alejandra. De nada, oye sentémonos un rato, le dice Javier. No me puedo quedar mucho, le dice Alejandra. Está bien, responde Javier, tapándose la cara de un rayo de sol. Qué quieres decirme, le dice Alejandra. Te extraño, le responde Javier. No empieces, le dice Alejandra. Javier no dice nada. Se muerde los labios y observa a una pareja que pasa trotando por la plaza. ¿Esa onda?, le pregunta Javier. Alejandra explota en una risotada breve y le responde sí, esa onda. Oye y las botellas, le pregunta Alejandra. Javier le entrega otra bolsa de género. La hubieses traído en la misma bolsa, le dice Alejandra. Se iban a rayar, le dice Javier. Alejandra niega con la cabeza.
Luego abre la bolsa y ve esas dos botellas de vidrio que solía ocupar para llevar cola de mono, que ella misma preparaba, a la casa de Javier para Navidad. Alejandra llegaba el veinticinco en la tarde, ya que el día anterior lo pasaba con su tía y su prima. Cuando Alejandra llegaba a la casa de Javier lo primero que hacían era tomar cola de mono, comer pan de pascua y conversar acerca de la noche anterior con sus familias. A continuación, subían a la pieza de Javier y se encerraban y se entregaban sus regalos de navidad, envueltos en hermosos papeles de colores brillantes y vivos. Se agradecían mucho entre besos y abrazos y sutiles te amo. Después de guardar sus regalos, Javier molía hierba en un viejo moledor dorado mientras que Alejandra hacía un filtro y buscaba papeles. Alejandra siempre enrolaba, ya que Javier tenía mal pulso y siempre se le caía hierba al suelo. Fumaban largo y tendido hasta quedar botados en la cama, mirando el techo, anestesiados, riendo, escuchando alguna canción de Gepe o de Chini.png. A Alejandra le encantaba molestar a Javier cuando estaban volados, haciéndole cosquillas o pellizcándole alguna parte de su cuerpo, ya fuera su guata o su ombligo o sus piernas. Javier intentaba alejarla cuando ya no daba más de la risa, cuando sentía que estaba a punto de morir ahogado, pero ella insistía y quitaba las manos de él y volvía a hacerle cosquillas hasta que ambos estallaban en una risa desmesurada que parecía nunca terminar. Javier disfrutaba reírse de esa manera tan desquiciada con Alejandra, porque en esos momentos sentía que realmente la amaba y no quería amar a nadie más de esa misma forma.
En la noche la mamá de Javier los llamaba para tomar once y ellos bajaban para acompañarla y conversar. Después de levantar la mesa, Javier y Alejandra se acomodaban en el sillón del living, ponían alguna película que estuviera en la tele y seguían tomando cola de mono hasta que se acababa, momento en el cual Javier proponía seguir tomando, a lo que Alejandra respondía con el guiño de un ojo y dándole un beso. Ambos salían a comprar a una botillería que quedaba cerca y regresaban con una promo de mistral, una cajetilla de lucky rojo y maní evercrisp, el favorito de Alejandra. Se acostaban a las 3 o 4 de la mañana, cuando ya no daban más, cuando ya no quedaban más que unas gotitas de pisco, y tenían sexo bajo las pocas sábanas de Javier. La cucharita era su posición favorita. Cuando terminaban, Alejandra se acurrucaba con su cuerpo en la espalda de él y lo rodeaba con sus piernas y sus brazos como si fuese un pulpo. Javier sostenía las manos de ella y poco a poco se dormían, hasta que se separaban por el calor de sus cuerpos.
Cómo está el gordo, le pregunta Javier. No le digas así, le dice Alejandra. Pero está bien, mamón como siempre. Ah, qué bueno, le dice Javier. Y tú mamá, le pregunta Javier. Qué quieres, le pregunta Alejandra. Nada, te echo de menos. Ya fue, Javier, le dice Alejandra. Cuándo cambiaste tanto, le pregunta él. Ya, chao, le dice Alejandra y se va. ¡No, no!, le grita Javier, tomándola de un brazo. Sólo dime qué quieres, tengo que irme, le dice ella. Ha sido doloroso para mí, le dice él. Para mí también, pero ya lo acepté, dice Alejandra. Entonces ya fuimos, le pregunta Javier. Ya fuimos lo que teníamos que ser, le dice ella. Pero te amo, le dice Javier. Ya pasará, le responde Alejandra. Ya pasará, se repite en la mente de Javier. Un viento helado y punzante llega de algún lugar y Javier tiembla en un escalofrío. Se abrocha la chaqueta y alza la mirada. Te acuerdas de esa canción que decía como antes de apresurar tanto las cosas prefiero reconocer que yo… No me acuerdo de quién era, pero siempre me ha gustado esa parte. A qué viene eso, le pregunta Alejandra, confundida. Que tal vez nos apresuramos mucho y no reconocí mi culpa, le dice Javier. Ya es demasiado tarde para lamentarse, le dice Alejandra. Tienes razón, le dice él. Qué harás ahora, le pregunta ella. Dejaré pasar el tiempo, le dice Javier. Cuídate, le dice ella y camina hacia el paradero. ¡Cuídate!, le grita Javier.
Alejandra se sube a la micro y avanza hasta el último asiento de la izquierda. Se pone audífonos, pega la cabeza a la ventana y ve a Javier sentado en el pasto, fumando un cigarro. La micro se queda detenida por unos minutos. Alejandra cierra los ojos y se deja envolver por la canción que escucha. Canta entre dientes y con sus manos aprieta las bolsas de género que lleva encima de sus piernas.
Cuando llega a su casa se encierra en su pieza, tira las bolsas encima de la cama y se mira en el espejo. Unos maullidos se escuchan en la puerta y Alejandra deja entrar a su gato. Lo toma entre sus brazos y se tumba en la cama con él. Lo acaricia y siente su ronroneo en su pecho. Alejandra se limpia las lágrimas de su mejilla con el puño de su polerón. Mientras se limpia, su celular vibra y ve que tiene una notificación de Javier. Ayelén, así se llamaba la canción, dice el mensaje. Alejandra ríe. No contesta el mensaje. Se pone audífonos, busca la canción y la reproduce. Antes de repetir las mismas cosas prefiero pensar que tu… antes de rehacer todo lo que he hecho prefiero dejar que tu… y durante los próximos tres minutos y 7 segundos, Alejandra se desahoga en una pena inmensa, acurrucada junto a su gato.
Static in motion. Nguyễn Huy Đức (2023)
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Sebastián Alejandro (Curanilahue, 1995). Residente de Temuco, posee un Diplomado en Guión para Cine y Televisión en Academia de Cine La Toma, así como estudios inacabados en Periodismo y Creación Audiovisual. Ha participado también en dos talleres de escritura: el primero con Ricardo Herrera, poeta temuquense; el segundo, en Talleres La Correcional, en Santiago. Actualmente escribe al mismo tiempo que trabaja como ayudante de cocina.