El debut narrativo de Greta Montero, Yo no soy esa (Editorial Aparte, 2023), reúne cuentos de carácter delirante que acentúa las emociones extremas experimentadas por las protagonistas, además de simbolizar las condiciones opresivas en las cuales se encuentran. Montero no presenta una narrativa fácil de digerir; por el contrario, sus historias generan incomodidad al exponer un discurso en torno a la construcción de identidad de sus protagonistas, atravesadas por la violencia patriarcal y sus intersecciones. En el libro de Montero, sobresale la diversidad de enfoques y perspectivas con las que aborda la violencia de género, convirtiendo su narrativa en una especie de mapa complejo que traza las huellas de opresión en los cuerpos femeninos. 

En un mundo dominado por paradigmas androcéntricos, las mujeres se ven en la necesidad de construir nuevas formas de representación de sí mismas. Esta autoconciencia está profundamente determinada por sus cuerpos sexuados, aspecto que ha sido tradicionalmente distorsionado en el discurso masculino hegemónico. La sexualidad femenina se encuentra intrínsecamente ligada a la compleja relación que las mujeres establecen con la lógica y el lenguaje patriarcal, lo que evidencia las limitaciones históricas impuestas sobre su capacidad de autodefinición y expresión dentro de un sistema discursivo que las ha subordinado. Las protagonistas de Montero, intentan definirse a sí mismas en medio de relaciones abusivas, roles sociales impuestos y expectativas que las oprimen. Montero muestra cómo estas identidades no se construyen de manera aislada, sino que están marcadas profundamente por la violencia: tanto la violencia explícita como la más sutil, la psicológica o simbólica. Las protagonistas parecen atrapadas en un proceso continuo de redefinición, en el que intentan escapar de los modelos de género impuestos, pero al mismo tiempo, luchan con su propio sentido de valía y agencia personal. De este modo, las relaciones de poder, el género y la escritura se entrelazan y se construyen simultáneamente a partir de y a través de sus cuerpos, subrayando la interdependencia entre el cuerpo físico, las estructuras sociales y los sistemas de representación.

En el primer relato, "Yo no soy Maite Orsini", la narradora contrasta su vida con la de figuras públicas como la diputada Maite Orsini. Montero utiliza este contraste para criticar las expectativas irreales que la sociedad impone sobre las mujeres, y cómo estas se ven reforzadas por los medios de comunicación. La protagonista expresa resentimiento y envidia al describir su propio cuerpo: “Yo tengo la guata flácida, con estrías, porque tuve guagua a los veinticinco y nunca pude recuperarme, claro, porque o hago ejercicios. En esa época yo era talla treinta y ocho, ahora estoy en la talla cuarenta y seis, tengo cuarenta y dos años, mi vida entera empieza con un cuatro, estoy lejos de ser la Maite Orsini.” Todo esto refleja la presión interna y externa que siente por no cumplir con los cánones de belleza y éxito que ve representados en mujeres como Orsini. Montero, a través de esta narración, ridiculiza las desigualdades sociales al mostrar cómo, desde la perspectiva de la protagonista, esas figuras mediáticas resultan inalcanzables e idealizadas. La narradora parece no solo compararse físicamente, sino también en términos de reconocimiento, lo que genera en ella un sentimiento de inferioridad. La diputada Orsini, una mujer joven, deseada y exitosa, representa ese modelo inalcanzable al que la protagonista se siente incapaz de acceder. La sociedad de consumo, los medios de comunicación, la farándula y las narrativas sobre cómo debe ser una mujer afectan intrínsicamente la autoimagen y el sentido de valor personal. 

En "Mami", Montero aborda, a través de un intercambio de mensajes de texto, la compleja relación entre una madre y su hija adulta. La hija, que fue madre muy joven, se ha postergado a sí misma durante años, sumergida en las responsabilidades de ser madre, trabajadora y ama de casa. La relación entre ambas está marcada por una profunda tensión generacional, juicios y desencuentros que han deteriorado su comunicación. Este diálogo, o monologo, en realidad, está cargado de un subtexto emocional muy potente, donde las expectativas, reproches y malentendidos acumulados durante años se hacen evidentes. La hija, en su intento de expresar lo que siente, señala cómo ha debido cumplir múltiples roles a lo largo de su vida, sin sentir nunca la aprobación o el reconocimiento de su madre: “Yo encuentro que tengo una vida irreprochable, pero tú nunca estás conforme conmigo, nunca”. Refleja una violencia emocional e institucionalizada que se perpetúa a través de las generaciones. La figura de la madre representa no solo las expectativas tradicionales de lo que debe ser una buena madre o mujer, sino también las críticas y juicios que recaen sobre su hija por no cumplir con todos aquellos estándares, ajustándose a lo que se espera de ella.

"La solicitud", es el relato más desgarrador y sobrecogedor del conjunto. En él, Montero establece una referencia simbólica del ciprés en el muro de la habitación de la protagonista, evocando "El árbol" de María Luisa Bombal. Este elemento se constituye como un símbolo sí misma, de despojo, violencia y proximidad de la muerte, no solo a propósito de la inevitable agresión masculina sino también a la violencia cotidiana que impregna la vida de la protagonista. En este relato, revela como el carácter, las habilidades y las ambiciones de realización de una mujer, son sometidas por su pareja en el inmiscuir de la manipulación, una relación abusiva donde la valorización de la mujer es impuesta por y gracias al hombre. Esta dinámica de odio y control la reduce emocional, sexual y económicamente, sometiéndola a un ciclo de explotación del que parece imposible escapar. La protagonista se encuentra atrapada en una relación que le provoca asco, y una profusa decepción, no solo hacia su pareja, sino, inclusive, a propósito de la manipulación, de si misma: “¡qué ridículo que yo, una estudiante que hizo una tesis brillante en musicología, que iba para arriba como un avión, haya permitido que este huevón, que no le gana a nadie con sus putas canciones y que me dobla la edad, me use como trapero! ¿Cómo pasó esto? No puedo entenderlo.”

En un intento por abandonarlo, su pareja inmediatamente ejerce violencia física y emocional, obligándola a permanecer a su lado. Este episodio revela hasta qué punto está dispuesto a maltratarla ante la amenaza de perder a quien lo sostiene económicamente y de quien constantemente abusa sexualmente, perder a quien, en realidad, odia: "Cierta vez le dije que ya tenía suficiente, que quería separarme, pero se puso a llorar, me tiró los zapatos por la escalera como si ellos tuvieran la culpa de algo, me sacudió por los hombros y dijo que se iba a matar con el cuchillo grande de la cocina. Me mostró el cuchillo. De hecho, para que yo le creyera, lo sacudió en el aire y me persiguió escalera arriba con él, diciendo que esto quería yo, que él se muriera. Tuve que besarlo, abrazarlo, para quitarle el cuchillo, tuve que chupársela también.” Fue un avistamiento a lo que se desencadenaría inevitablemente en cualquier momento, la agresión física en su expresión máxima, luego de una acumulación constante de violencia doméstica: "Siento que mi cabeza va a salir de mi cuerpo, agua caliente explota en mi cara, me ha roto la nariz. (…) No logro ver nada, me ahogo, me patea en la cara de nuevo, esta vez me rompe los dientes, estoy segura.” Momentos antes de esta brutal agresión, la protagonista decidió llamar a carabineros, quienes, como menciona, nunca llegan antes de los 40 minutos. La respuesta institucional y su propia confusión ante el maltrato se evidencian: “Cuando ellos llegan les permito entrar a la casa, digo que no me golpeó. ‘¿usted quiere que la mate?’ (…) ‘El va a matarla, créalo de una vez’ (…) Es que no me pegó, le respondo”. Esto es sumamente relevante, puesto que expone la dificultad de visualizar, reconocer y aceptar los grados de violencia en una relación de abuso cuando esta es ejercida por un vinculo afectivo. La protagonista solo reconoce el maltrato cuando la agresión física es extrema. El relato concluye retomando el símbolo del ciprés como reflejo o representación de sí misma, en un inicio, sometida a la muerte de sus deseos y aspiraciones, a la oportunidad del desarrollo de su identidad, y, luego, a sí misma, que prevalece aún después de todo: “Tengo que estar viva, ojalá lo esté. Alcanzo a mirar por la ventana, las grietas del muro dibujan el ciprés. El ciprés todavía está ahí, qué alivio”.

A propósito de la narrativa de Montero, esta, sin duda, fluye con rapidez, y pareciese ser por la presencia de diversos formatos a través de los cuales se construyen las historias: Instagram, Facebook, Whatsapp, diarios íntimos, o un paper académico. Pero, me da la impresión, de que aquella velocidad, es en realidad, un abuso de coloquialismos. En algunas narrativas actuales, especialmente en el contexto chileno, el uso del lenguaje coloquial parece una estrategia de acercamiento a ciertas clases sociales, la expresión del abajismo, buscando un realismo forzado. Sin embargo, esta práctica se ha convertido en una mala costumbre, una herramienta fácil y poco robusta que enmascara la falta de profundidad y enriquecimiento en la narrativa, funciona como una excusa para un estilo de escritura pobre. Es una línea muy delgada sobre la cual trazar la escritura, y en mi opinión, en varios relatos de Montero, no funciona.

El contenido, el motivo de los relatos es sumamente contingente, inquietante y ciertamente, abordados desde una gran abertura, y una interesante exploración de formas. Pero su narrativa parece apoyarse precisamente, en lo coloquial, la ironía y el humor, elementos que logran sostenerse, pero en cierto grado, se agotan. Al escasear el enriquecimiento de la narración, de vez en vez, las voces a lo largo de los relatos se confunden, y podríamos sobreinterpretar aquello como una representación de una voz única, pero ese no apunta a ser el caso, sino más bien una consecuencia. En este sentido, sí, los textos son rápidos de leer, pero eso no es necesariamente un aspecto positivo.

El enriquecimiento de la narrativa también resulta crucial, al destacar que el lenguaje no es imparcial, sino que opera como un vehículo de expresión patriarcal. En este marco, las escritoras enfrentan el desafío de utilizar un instrumento -la escritura- que ha sido configurado desde una perspectiva masculina. Por tanto, la escritura femenina emerge como oposición a la narrativa masculina dominante, utilizando lo femenino como hincapié de cuestionamiento, para así, desmantelar el lenguaje patriarcal y hacer visible el conflicto ideológico que trata a la escritura como una mercancía exenta de singularidad y contexto. Una contraposición a la narrativa neoliberal y patriarcal que entrelaza contenido y forma sin generar conflicto entre ambos, convirtiendo la función representacional de la narrativa en un vacío. Y es esto último lo que Yo no soy esa, desafiantemente a herido.

 

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Sofia Quevedo es estudiante de la Licenciatura en Lingüística y Literatura Hispánica en la Universidad de Chile. Actualmente es editora de Iconbototos Ediciones.