Por Lucyla V. Leiva

 

A Jorge, María José y Jacqueline

¿Quién soy en este mundo donde nadie me conoce? 

Hace unos meses me encontraba en otro país, Canadá. Los detalles de cómo llegué ahí pueden explicarse de manera resumida con dos ideas: casualidad e impulso. Desarrollar esto sería extender una parte de este relato, en el cual, no es necesario para dar pie a lo que espero tratar a continuación. 

Si bien me encontraba en el mismo y gran continente que es América, las diferencias eran tan visibles que la mayor parte del tiempo, y sobre todo al principio, me preguntaba qué estaba haciendo allí. No conocía a nadie y las primeras semanas me ocurrieron las cosas que a cualquier persona sin dominar el idioma, ni las calles, o personas, le suceden. Me perdí. No quiero decir que me perdí y ya, como cuando se te olvida una calle pero miras buscando la cordillera y al menos tienes un punto de referencia, ahí no había ninguna montaña visible, apenas un monte pequeño al medio de la ciudad. 

Era tanto mi orgullo como mi vergüenza que no pude preguntar cómo llegar a la casa en que una mexicana me había recibido, el mismo día en que el avión aterrizó en el aeropuerto de Pierre Elliot Trudeau. Recorrí todas las líneas del metro por horas hasta llegar hacia la calle donde vivía ella, ahora mi amiga. Horas y luego dormir apenas. Por suerte había encontrado trabajo en una página de facebook: "Trabajo Cash para Latinos en Montreal". Fue al día siguiente de llegar.

Este era mi recorrido: bajar al primer piso del edificio y cruzar hacia el metro: “La STM vous souhaite la bienvenue à bord”, “Prochaine station Berri UQAM, correspondance entre les lignes jaune et verte”. Bajo del metro y sigo cinco estaciones: Saint-Laurent, Place-des-Arts, McGill, Peel, Guy-Concordia. Bajo y me vuelvo a perder, ubico el hotel a la distancia. La primera vez me dirijo y paso recepción directo hacia el ascensor, piso 2. El hombre que me contactó me dijo en el 2. No encuentro a ninguna María. Me devuelvo hacia recepción. “I’m looking for María”. Me ven la cara y mi acento no es muy bueno. “The 2nd floor downstairs”. Entiendo, 2 pisos abajo. Subterráneo. “Thanks”. Abajo ya no están las luces de recepción ni el ambiente es tan agradable, huele a detergente y un vapor extraño se pega a las paredes. Escucho mujeres hablando español y creole.

Ese día me explicaron el trabajo. Todas éramos latinas, entre mexicanas, colombianas, haitianas y casi todas habían pedido refugio o trabajábamos de manera irregular mientras “solucionábamos” nuestra situación. En las mañanas nos encontrábamos en los camerinos para cambiarnos de ropa y ponernos ese uniforme de mucama. Era de película, ese cuello blanco y tela negra que hace parecer elegante una situación de lo más precaria, el cuerpo pica y todo se te mancha con cloro.

Había terminado mis estudios ese mismo año y sin mirar en menos, recuerdo sentir en ese momento una pena terrible al verme limpiando aquel baño lleno de toallas mojadas y sucias, mientras llevaba un uniforme incómodo con un logo barato de hotel. Unas chicas de mi edad me enseñaron el trabajo, ambas venían de México y pasaban molestando con que una era naca y la otra fresa . Nos hicimos amigas, así supe que a todas las mujeres el primer día les daba un poco de pena. 

Salir o entrar por la puerta trasera, contraseña: 123456, oír el “click”, bajar las escaleras metálicas y firmar mi entrada en una tarjeta de cartón, también la de alguna compañera si llegaba tarde. Al llegar siempre era un alivio, las conversaciones en español, la risa, el destajo. El comienzo fue difícil pero el ser humano se adapta o se chinga, se raja.

Me rodeé de inmigrantes, refugiadas, exiliados, “ilegales” a quienes prefiero decirles “irregulares”, también personas que esperan un estatus, y entonces no son ni lo uno ni lo otro. Quizás fueron las circunstancias, el hecho de haber “llegado”, de venir de “afuera”. Para las personas de aquel país éramos extranjeros y “excéntricos”, una especie de novedad,  también una fuerza de trabajo (baratísima y poco reconocida), un registro precario de una multitud que continuaba su vida fuera de marcos legales y gubernamentales que, sin embargo, se multiplicaba. Somos un fenómeno de la multiplicación. Un fenómeno en un esfuerzo constante por pasar desapercibido a pesar de su naturaleza evidente. Invisibles en el transporte público, en el trabajo, pidiendo comida y señalando el menú con los dedos, haciéndonos entender y siendo notorios en la tarea de pasar desapercibidos.

Un mundo paralelo se fue gestando en el entramado de códigos en donde nuestra diferencia, muchas veces una desventaja, ahora nos causaba gracia, y entre burlas sobre nuestras inseguridades y miedos, de la indiscutible precariedad, evitamos la rigidez, la tan anhelada compostura. Por suerte el humor y la espontaneidad estaban de nuestro lado.

Al principio me sentí ajena a las conversaciones de ellos, al idioma de “todo el mundo”. Tímida al decir algo, a hablar en mi lengua o a que otros me escucharan en otra lengua como si no fuera capaz de hablar la de ellos. Podría pensar que con el tiempo y terminadas las barreras del lenguaje, uno podría sentirse más “a gusto” con las personas, ceder al “intercambio cultural” y terminar de “integrarse”. En mi caso fue lo contrario, la vergüenza pronto se tradujo en satisfacción, no ya dirigida hacia responder frente a la percepción o expectativas de ellos, sino en satisfacer mi propia necesidad lingüística que había dejado de dirigirse a un “centro”, legado colonial de percibirse en tanto existe una referencia ligada a ideas como modernidad, actualización que se nos presenta bajo nociones de desarrollo o “adelanto”.

Cuestionar la problemática del lenguaje dentro de un contexto migratorio me hizo dar cuenta de las condiciones bajo las cuales opera la lengua y la identidad. Esto último genera una polaridad donde en un extremo se encuentra el retraso, mientras que en el otro el progreso. Su estatus se sostiene según las condiciones que el progreso aplica como necesarias y nunca suficientes. Dejar de operar según una concepción heliocéntrica permite dejar de concebir el lenguaje como mera herramienta operativa y la instala como elemento crítico-creativo en el que las lenguas son capaces de funcionar dentro de un plano simétrico, en donde si bien se busca un acto comunicativo, posibilita a su vez dificultar y expandir la potencia de una lengua o de un conjunto de lenguas distintas. 

Justo en el momento donde empezaba a realizarme este tipo de preguntas relacionadas a una mirada política sobre la situación que atravesaba junto a mi círculo, un comentario comenzó a aparecer en todos los lugares que frecuentaba: “Les falta identidad”. ¿A quiénes? A ellos. Recuerdo bien que el invierno había empezado hace unos tres meses y me habían advertido sobre el peligro de este. La gente se encerraba o se iba de la ciudad, nosotros no teníamos opción más que quedarnos y pasarlo bien mientras el trabajo se hacía escaso. Ocupábamos nuestros ahorros y las fiestas eran dentro de casa. En una de estas fiestas me encontraba con amigas y amigos de México después de cenar chilaquiles, cuando entre el calor del picante y las cervezas comenzamos a discutir sobre la gente, primero a hablar mal de nosotros y el de al lado, de nuestras actitudes, hasta que una amiga dice “ay, por lo menos tenemos identidad, ¿no crees?”. Hubo como un silencio y empezamos a disparar para todas partes: “que los mexicanos son así y asá”, “y tú chilena cuando te pones así”, “pero y las haitianas”, “como ese colombiano”, y una infinita lista tanto de defectos como de virtudes mezcladas entre risas y carcajadas, hasta que de repente un amigo dice “al menos tenemos identidad”. De nuevo, la verdad ya había escuchado este comentario antes pero solo ahí le puse atención. ¿A qué se refería mi amigo exactamente? ¿Cuál era mi identidad? ¿Acaso tenía una? Al parecer sí, al igual que mis compañeras, y también quienes, con el tiempo, iban repitiendo este comentario de vez en cuando: todas y todos éramos migrantes, y al parecer éramos las únicas personas que tenían presente la idea de identidad. Se me hizo extraño. ¿Por qué al estar tan lejos de la tierra natal, aparecía de manera tan marcada este concepto? ¿Por qué afirmábamos nuestra diferencia cuando necesitábamos pasar desapercibidos/as? ¿Cuál era la necesidad de que, después de pasado todo ese tiempo, mirásemos hacia atrás y nos preguntásemos quiénes éramos? 

No hay solo una respuesta pues las cuestiones respecto a la identidad son infinitas, sin embargo, una resolución me hizo sentido. La identidad se corresponde con la necesidad, o dicho de otra manera, la necesidad funciona como potencia para que la identidad pueda establecerse de una manera u otra. Una de las condiciones humanas bajo la cual funcionamos es nuestro estado constante de necesidad: techo, tierra, trabajo, pan, salud, educación, independencia, democracia y libertad son algunas de ellas, la diferencia recae en cómo a través de la falta de lo que podemos llamar las “bases para el desarrollo de un bien común” determina, de una forma u otra, nuestro sentido o concepciones sobre nuestra identidad. Para abreviar esta explicación me gustaría mencionar otra situación que sirve al propósito de extender la mirada respecto a los efectos y consecuencias de las relaciones entre necesidad e identidad. 

Una noche me encontraba junto a un amigo canadiense en un pequeño concierto, a quien le gustaba definirse como quebequés. Mientras conversábamos, le conté que hacía poco se había votado un plebiscito en Chile para aprobar o rechazar la constitución actual. Como parecía no entender, tuve que remontarme no solo hacia el estallido social, las marchas estudiantiles y secundarias, sino que desglosar todo un contexto político y social para que pudiese entender. Como era bastante información y no quería seguir dando detalles, le dije que se imaginara la revuelta o protesta más cercana a la fecha para que hiciera la semejanza. Su rostro me quedó mirando como si no entendiese. Al preguntarle por qué me dijo algo que jamás pensé escuchar alguna vez: “Acá la última revolución que hemos tenido fue la Revolución Tranquila”. “¿Revolución Tranquila?" Le pregunté. “Sí, fue cuando Québec intentó independizarse de Canadá y establecerse como un estado independiente. Fueron unos 20 años desde la Revolución tranquila en 1960 hasta un referéndum en los años 80 donde perdimos las votaciones para obtener la independencia y ser un estado independiente”. "¿Y qué hicieron después?”. “Nada”.

¿Cómo era posible que para ellos una revolución pudiese ser tranquila? O que después de eso no hicieran nada. Fácil, ellos no necesitaban que fuese de otra manera. Éramos distintos por la manera en que nuestras necesidades operaban sobre nuestra concepción del mundo. A nosotras, nosotros, no se nos ha dado nada. ¿Quiénes somos nosotros? ¿Quiénes son ellos?

Unas páginas antes mencioné la idea del retraso y el progreso con relación a las expectativas de lenguaje que me atemorizaban en ese momento, pero también para hacer visible el vínculo colonialista que impera no solo en los aspectos evidentes de nuestra vida, sino también en aquellos más sutiles o velados. Si bien el concepto de “eurocentrismo” se ha visto criticado en los últimos años, parece ser solo en apariencia o con bastante timidez. Posicionar a Europa en uno de los polos asociados al progreso no configura una linealidad en donde hacia el otro extremo se encuentra el retraso, sino más bien un centro capaz de avanzar hacia un infinito mientras consume al otro punto. La condición para que exista el progreso es su cualidad fagocitaria, infinita, céntrica y residual. La condición para que exista el retraso es que exista el progreso. 

Aníbal Quijano, sociólogo y humanista peruano, hace una distinción relevante respecto al concepto de eurocentrismo, pues lo ubica dentro de lo que él denomina colonialidad de poder, la cual posee una diferencia respecto al concepto colonialismo. ¿Cuál es esta diferencia? La colonialidad opera desde dentro, “consiste, en primer término, en una colonización del imaginario de los dominados”. Por otra parte, el colonialismo opera como una fuerza externa que se impone, es una fuerza de dominación “directa, política, social y cultural de los europeos sobre los colonizados de todos los continentes” . 

¿Hacia dónde voy con todo esto? A ubicarnos dentro de un contexto. La problemática de la identidad no puede resolverse si no se tiene en consideración el propio contexto, y este es para nosotros la relación entre colonialismo, colonialidad de poder e individualidad. Nuestra identidad se ve constantemente afectada por fuerzas que interactúan desde la metabolización de nuestras necesidades a través de estructuras colonialistas, es decir, de abuso, precariedad, dominación, inseguridad, violencia, etc. Para ellos no existe una metabolización de las necesidades o no se agudizan debido a que su contexto no lo requiere. El imaginario de ellos no se ve afectado pues no han sido dominados, sino que se ubican como dominantes o colonizadores. 

Vuelvo a la pieza que arrendaba en ese tiempo, miro alrededor: nada ahí era mío, por suerte. No hubiera sabido cómo traer lo “mío” desde Chile, y la verdad no eran muchas cosas. Miré la cama, hacía años que no dormía en una cama “grande” sin compartirla. Al principio se me había hecho un poco incómodo tener tanto espacio o llegar a la hora que quisiera a mi casa, a un cuarto propio, a mi cama. Entonces me dí cuenta de algo. La necesidad, nuestra necesidad nos hace abundantes, qué extraño. Vivimos acostumbradas y acostumbrados, la mayoría de las veces, a compartir o a agandallarnos, y ambas conductas son tanto aceptadas como practicadas, pertenecen a nosotros o las hemos “naturalizado”. Para nosotras y nosotros siempre existe un otro, debido tanto a cuestiones políticas como sociales, y en nuestra condición, donde opera la colonialidad de poder, se ha instalado una estructura donde otros han decidido un modo de convivencia del cual sacan provecho y del que solo nos quedan migajas apenas. ¿Qué nos queda entonces? Quedamos nosotras, nosotros. En la precariedad nos hemos encontrado, la escasez nos ha hecho voltearnos hacia nosotras y nosotros mismos porque no nos queda nada, y es ahí donde hemos encontrado todo, hemos ido más allá de lo bueno y lo malo. 

Ellos que lo han tenido todo, creen ya no necesitar nada más, mientras nosotras, nosotros, que apenas vamos conociendo lo que es ya no necesitar. Y ellos ahora quieren saber quiénes somos, y dicen “qué raro, qué excéntrico”. No. No somos excéntricos o excéntricas, no somos raros o raras, nos han dejado sin nada y ahora quieren lo único que hemos aprendido a tener, nuestra humanidad. Cuando menciono que somos un fenómeno de multiplicación se hace necesario añadir que esta cualidad nace de una profunda y poco reconocida característica: la creatividad. Hay un ejemplo que me gustaría mencionar: las mujeres que trabajábamos en ese hotel éramos latinas, con una diferencia importante, la mitad hablaba español y la otra mitad creole. El creole o haitiano es una de las muchas lenguas “criollas” que surgen frente a la necesidad de comunicarse en contextos donde existe una comunidad compuesta por personas de orígenes diversos que no comparten un idioma. En medio de los procesos de colonización europea en América, España cede la posesión de estas islas a Francia, la cual, con el tiempo comienza a traer desde África esclavos a los territorios de lo que hoy se conoce como Haití. Tanto los esclavos como las comunidades nativas —que también fueron esclavizadas— no tenían modo de comunicarse, lo cual supuso una ventaja para los colonizadores y esclavistas, pues el idioma es la primera ventaja al momento de invadir un territorio, ya que así evitan o al menos dificultan cualquier tipo de organización que pueda surgir entre quienes se encuentran colonizados. Lo sorprendente es que ante tal panorama, las comunidades esclavizadas en aquel territorio encontraron la manera de comunicarse, integrando gramáticas diversas junto con el idioma impuesto (francés) para sentar las bases de la que hoy es la lengua oficial en Haití. No puedo asegurar nada respecto a lo que comentaré a continuación, pero teniendo en consideración que Haití fue el primer país en independizarse en América Latina y también el primero en donde su población sometida a la esclavitud logró emanciparse, me gusta reflexionar sobre la posibilidad de que la invención del creol pudo ser uno de los factores para que estos acontecimientos sucedieran.

Lo anterior nos da una idea de la línea que intento exhibir en este escrito. No es solo una anécdota histórica, sino el reflejo de cómo funcionan las relaciones de lo "nuestro". Existimos en la medida de que existe el otro, porque sino solo nos quedan ellos. Como no tenemos nada, nuestra necesidad nos hace ver al otro como un igual, pues tampoco tiene nada. El refuerzo de nuestra identidad se sustenta entonces en dos elementos binarios: la individualidad y el grupo. Estamos tan arraigadas y arraigados a estos dos elementos que hemos logrado hacer convivir, dentro nuestro, la posibilidad de que ambos conceptos funcionen en relación a la necesidad, y esta a su vez sostiene nuestra identidad y la hace flexible, creativa. No nos deja solo con la pregunta, ¿Quién soy? Sino también nos permite preguntarnos, casi simultáneamente, ¿Quién eres?

Si bien considero importante el hecho de dar cuenta de nuestra identidad, reforzar el hecho de sabernos diferentes y quitarnos la vergüenza (impuesta, en todo caso, en obediencia a la idea colonizadora de poder) a ser de la manera que somos. No busco romantizar nuestra condición, sino llevarla a la crítica. Somos seres humanos, el hecho de ver a un otro no se relaciona con la visión idealista de nuestra condición humana. El otro o la otra no es un Edén ni un paraíso, tampoco el infierno o el purgatorio, sino una posibilidad de búsqueda, de todo aquello que nos configura tanto en el pasado como en el presente: nuestros miedos, nuestra ternura, nuestra violencia y nuestro regocijo, nuestra memoria y olvido, es decir, nuestra humanidad.  

 

Migration - The Journey. Cyndy Baran Baran.

 

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Lucyla V. Leiva, Chile. Licenciada en Letras Hispánicas.