Por Cicely Arancibia

Soy pésima al volante. Ya llevo un tiempo manejando este cacharro de un lugar a otro, pero sigo diciendo que no sé manejar. Así lo siento.

Aprendí por necesidad y a la rápida, lo básico para sobrevivir. Una de las ventajas de vivir en un pueblo chico es que todo el mundo conoce a todo el mundo y todo el mundo le hace favores a todo el mundo. 

En mi caso, un primo lejano de mi papá está a cargo de la prueba práctica de conducir. Yo con mi papá no he hablado en años, pero a su primo no pareció importarle. Me hablaba como si nos hubiéramos visto ayer y como si el ayudarme en la prueba fuera un pacto trazado desde mi nacimiento. Me salté un pare y se me paró el auto en una subida. “Son detalles”, me dijo, alargando la “a” como para reforzar su absoluto convencimiento de que yo conducía perfectamente. Para el teórico converso con una colega, una mujer de cara redonda y expresión cansada. No tengo muy claro qué pasó ahí, sólo sé que desde entonces tengo licencia.

Mi mamá me pasó las llaves de su Fiat viejo y por tres meses y veintitrés días la conduje a todas sus citas médicas. Algunas cerca, otras muy lejos; desde que fue diagnosticada hasta que perdió la pierna, y un poco después, cuando la llevé por última vez a un hospital del que no salió nunca más.

Paso el cambio cuando escucho el sonido del motor forzando la marcha, lo que siempre ponía nerviosa a mamá. Jamás decía que estaba nerviosa. Nunca dijo “tengo miedo”, “desconfío”, “así no”. Pero yo la miraba y sabía.

Su rostro, siempre sereno, se endurecía de tanto apretar la mandíbula. Miraba por la ventanilla, tratando de parecer distraída, pero el apretón de puños la delataba. Yo trataba de estar más atenta, de recordar lo poco que me habían enseñado, de ser mejor. 

Un ligero temblor se extiende por el auto rojo oscuro y sé que tengo que pasar un cambio otra vez. La carretera está prácticamente vacía, lo que siempre es un alivio; sin embargo, no logro relajar los brazos que se endurecen cada vez más adoloridos. 

     —Tengo que parar —me digo en voz alta, como tratando de convencerme, pero no me detengo hasta el siguiente pueblo.  

Bajo del auto con dificultad. Me duele la cadera, sólo por esto noto que he estado forzando la pierna al pisar el embrague. 

En la parada de camioneros el menú de hoy es cazuela, pero yo ni siquiera sé si es hora de almorzar o desayunar.

     —A mamá no le gusta la cazuela —me digo, y por un largo minuto esta idea nubla todo mi pensamiento, sin dejarme recordar si a mí me gusta o no. 

Miro hacia atrás y veo a mamá mirándome desde el asiento del copiloto. Está muy lejos para que la escuche, pero su voz me llega fuerte y clara.

     —Sí te gusta. 

Sí me gusta. 

Con los dedos recorro los motivos patriotas del mantel plástico, engrapado a la mesa de madera, mientras espero mi cazuela. Un hombre se acerca a decirme que mi auto está mal estacionado y debo moverlo. Por supuesto que lo está, es un milagro que no lo haya dejado atravesado en la mitad de la carretera. Sin embargo, no digo nada, no sé qué decir. Sólo lo miro por un largo segundo en el que caben, de pronto, tres meses y veintitrés días.

El hombre me entrega la llave de su camioneta, “para que confíe”, me dice. Toma las llaves del Fiat y me mira con compasión. Yo le doy un abrazo y echo a llorar como una niña. 

La dueña me sirve la cazuela en silencio, pero mirándome con ternura. El hombre ya ha movido el Fiat y hemos vuelto a intercambiar llaves. La cazuela me quema ligeramente, desde la lengua hasta el corazón.  

Mientras como, decido que seguiré conduciendo un poco más. Quizás esta vez me anime a bajar mi ventanilla para sentir el aire entre los dedos.

 

Shadow of Car Driving Through Desert, Arizona. Ikkō Narahara (1971).

 

********

 

Cicely Arancibia. Profesora de Castellano, Universidad de Playa Ancha. Diplomado en Liderazgo Educacional, Pontificia Universidad Católica de Chile. A los nueve años ganó un concurso local de poesía (Llay-llay), lo que permitió que se uniera a una agrupación de escritores en la que participó hasta la adolescencia y en la que recibió durante años clases personalizadas de escritura. A los quince años algunos de sus poemas fueron publicados en una antología de la misma agrupación. Hace unos años, un cuento suyo fue publicado en una versión de San Felipe en 80 palabras. Ha incursionado en el teatro, el dibujo y el canto, pero su ocupación principal hace una década es la labor docente en el sistema público.