Por Diandra García

Había olvidado la mirada de mi padre. Probablemente la vi por última vez hace una década, la noche del incidente. Antes de aquello, las palizas a mamá eran sorpresivas. En la entrada del baño (porque se excedió con el maquillaje), de pie frente a la cocina (porque el caldo de pollo estaba demasiado frío), a la salida del colegio (porque gastó de más en unos yaxes para mí). No éramos pobres. La familia… Ellos deben pensar que sí, porque había ratas en nuestra casa y no teníamos sillones. Sin embargo, apenas después de mudarnos, compramos un televisor LED de 50 pulgadas. Mis padres gravitaban allí cada tarde… Claro, hasta la noche del incidente. 

Era cabizbaja. Pestañas largas, ceño fruncido, apatía displicente. Diferente de los ojos diminutos de las ratas, con las que empecé a jugar a los quince, diez años después de los yaxes, tres antes de lo de papá. A veces, luego de jugar, no limpiaba mis cuchillos. Solía elegir uno grande, que papá empleaba para la carne de res y las chuletas de cerdo. Cuando terminaba, dejaba el utensilio envuelto en una servilleta de color hueso, al lado de las espátulas, los tenedores, las cucharas, toda aquella herrumbre. Después, me iba a comer. A mí siempre me pareció que el caldo estaba caliente.

Tras el incidente, mamá se ocupó de las habitaciones casi de inmediato. Quedó todo muy pulcro alrededor de nosotros. Nos convertimos, de repente, en un croquis de costumbres. A las 8 (en la mesa), a las 6 (en la misa), a las 10 (en la cama). Las palizas se fijaron para los viernes en la madrugada (entre la lámpara y mi librero). No estoy segura del horario, debió de ser a pocos momentos del alba. La primera vez que los oí, noté una enorme araña colgando de mi techo, tan roja como las manzanas del supermercado donde comprábamos la semana (aunque no lo crea la familia). La dejé allí, le permití ser mi mascota. 

Gracias a ella desarrollé el hábito del insomnio. Permanecía despierta con la luz impunemente encendida, graciosamente encendida para asustarla con mi sombra. La pobre seguro sentía miedo de mí, de mi risa sorda… De mi serenidad inaudita los viernes por la madrugada. 

La araña desapareció estos últimos meses, sin advertencia, tras una década de acompañarme sin descanso. Fue el día en que me pediste matrimonio. 

 

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No miras como mi padre. Eres la sombra de la sombra de su sombra, el rincón detrás de la telaraña, todo muy pulcro. Sé que empeñaste el reloj de tu abuelo para comprar el anillo. Estaba habituada al loro gritón ese, áureo en el comedor de la familia… De tu familia. Siempre atento al mediodía, siempre ahí. Le pregunté a tu abuelo si formaba parte de la herencia por la que ustedes pelean en las festividades. Es buena idea, sugerí, despedazarlo, sin criterio ni orden. ¡A ver cuál es el suertudo nieto cuyo pedazo silba todavía! 

Era sarcasmo. Pero luego de decir que sí, que claro que me casaría contigo, el reloj se averió para siempre. Yo olvidé su sonido para siempre. Tú sonreías. El abuelo, ¡pese a todo!, sonreía. Tomaste mi mano, fijamos la fecha, sonreí también. 

Es curioso. Me parecía mucho al loro que ya no recuerdo. 

 

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No caí en cuenta de que hoy era el día hasta que oí el llanto de papá en el pasillo. “Está hecha una mujer, ¡ojalá pudiera verla!”, decía. Ojalá pudiera verla, repetía. Jamás me pidió perdón. Jamás me pidió perdón ni lo hará nunca, ¡ni lo haré yo!, porque hoy no es el día ni lo será mañana, ¡ni siquiera lo fue ayer!...  Ahora estás tú. Tocando la puerta de la cocina. Tarareando la canción que pretendes bailar juntos. 

Estoy lista. La ropa de casa descansa en el cesto de cosas sucias. Me hallo despierta, preparada, de blanco. La televisión suena, lejana en el salón. Ha llegado la familia que es tu familia. ¿Qué será del loro?, me pregunto. Averiado, sin criterio ni orden, tan diferente de mí, que permanezco lista en la cocina. 

Abro la cajita pesada donde mamá ocultó mis yaxes por años. Inhalo el óxido, las ratas muertas… El cuchillo limpio que me refleja mientras constato que estoy lista, preparada y de blanco, observando este reflejo, esta sangre seca que también es mía. Y tú continúas tocando, ¡tocando una puerta! ¡En vano es que insistas, en vano es que toques! ¿No entiendes? Primero deben verme los ojos de papá.

D.H. (Domestic Helper). Elmer Borlongan (1993).

 

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Diandra (Perú, 2000) estudia Literatura Hispánica en la Pontificia Universidad Católica del Perú y es bachiller en Ciencias de la Comunicación en la Universidad Privada Antenor Orrego. Escribe para La Antígona, medio digital con perspectiva de género. En 2023, publicó su primer libro, Nombres para un desamor.