Por Maximiliano Guzmán
Cae la nieve.
Y tanto tiempo tonto.
La pava, la yerba y el mate. Irene mañana, hoy tarde. Quizá mañana le explique por qué le tengo que explicar. No va a entender, mejor que no. Sí, mañana, hoy es imposible.
Sí, siempre con la frente en alto. De ningún modo acabaría siendo yo la vecina loca, flor de mediodía, eso se ve de mí a lo lejos, pero los vecinos hablan, lenguas bífidas, víboras venenosas, cachivaches. Los talcos y las docenas de excusas para sonar prudente y no, qué difícil se hace pensar que Irene cree ferviente y amarga que yo debo ser otra de las perjudicadas por la soledad, la vergüenza y el abandono. ¿Cómo le explico a esa vieja barbuda que no?
Mi casa está llena de luz. Las ventanas abiertas (y el frío displicente y agradable que me recuerda), las voces de la calle, del barrio. Resbalo sobre mí misma y nunca pierdo la esperanza. Me vengo y me voy siendo llevada por ese sinfín absurdo de melancolía y nostalgia. Me pliego al futuro inmediato, y no. Irene no puede contener esa sonrisa boba, de rubia campechana. A ella la criaron con certezas. Si supiera a término de que no hay ninguna certeza. Ella se miente y es buena mentirosa. ¿Para qué contarle a Alfredo que veo fantasmas?
—Le dije eso —me dijo Irene, comiendo un bizcocho. Esperaba que me dijera “Perdóname”, pero me habló de la nieta y del nieto.
—¿Vos sos así con ellos también? —le pregunté preocupada. Una señora como ella debería guardarse comentarios, atragantarse con el bizcocho y morirse—. Qué equivocada que estás —la retruque a destiempo, ni logré hacerle sentir culpa por hablar mal de mí con otra persona.
—Es que te veo acá solita —me dijo. Qué tupé.
—Por favor, ¿querés que te diga lo que querés escuchar o me comentas de la Pato? —Titubeó un poco, se hizo la sonsa y me dijo que en la municipalidad hay chicos que trabajan rescatando mascotas extraviadas.
—¿¡Qué me estás queriendo decir!?
Me salió del alma preguntarle (enojarme). Para ella yo soy una paria, una mujer con la fecha de vencimiento vencida. Para ella…
Veo la pava y faltan unos minutos para el primer hervor. Y el comedor con el plato sucio, el vaso con jugo y los cubiertos.
—Te estás dejando morir —me reprochaba Irene.
“Una flor que se deja morir hasta ser un fantasma”, para ser un fantasma, carezco todavía del don del susto, y para estar viva, bien viva estoy. Diría que Irene es la que por cada segundo que respira y vive, se va muriendo.
Yo la apoyo incondicionalmente. Que el problema con el marido, que los primos, que las adolescentes de la cuadra. Que esto y aquello. Ni me quejo ni la echo de patitas, la escucho y le convido el oído.
—Necesitas ayuda —dijo.
Me encantaría que vinieran a ayudarme a limpiar el altillo o que me hagan las compras del supermercado. Obvio que necesito ayuda. Como si ella no la necesitara, con el marido que se está quedando ciego, con la hija que anda en amoríos y el nieto, pobrecito, ¡Que Dios lo libre!
—No podés seguir sola… acá —señaló todo lo que nos rodeaba, siendo ella ajena a esta casa.
¿Por qué cree que no puedo seguir viviendo en la casa que vivo y me pertenece? Hice bien en no ahondar en el tema. La dejé ser con sus bizcochos y me quedé mirando el jarrón en el mueblecito vidriado. Yo, a pesar de lo que digan esos charlatanes. Yo estoy bien, a mi manera, con mi vejez y mis recuerdos.
—Voy a hablar con un médico… —me dijo—. Lo que te pasó a vos le pasa a muchas… —añadió.
A muchas….
Y es que entienden todo al revés.
Yo no veo mil fantasmas, veo sólo uno.
—Los años dorados se acabaron —dijo. La bolsa de bizcocho estaba casi vacía.
En aquellos años mozos era Diva y sentimental. Susurraba en los pasillos y besaba tan bien que de mi boca salían glorias. Si a eso se refería Irene, razón le sobra.
—¿Querés quedarte en casa unas semanas? —me preguntó.
—Lo único que quiero es que te vayas… —le dije con voz clara, mirándola a los ojos y tocándole la mano izquierda suavemente.
—Vuelvo mañana —dijo ofendida.
Nos despedimos en la vereda. Chau, por un lado, chau por el otro. Y la vi irse, y aunque hubiese querido contarle, aunque hubiese querido…
La pava hierve, segundo o tercer hervor. Ya no importa.
Lentamente me bajan las lágrimas.
Un movimiento imperceptible detrás de mí. Lo siento en la carne. Y no me avergüenza ser suya.
—¿Sos vos? —¿Es él? Como cada atardecer desde el día en que se fue. Su huida de infinito regreso.
—Ya va a estar el mate.
Agarro un trapo, saco la pava del fuego, no miro hacia atrás.
Y él se mueve por la casa. Se apodera del espacio y del tiempo. Y me recuerda siempre ese amor triunfal. Me recuerda la promesa de eternidad.
Él me quiere.
Por eso vuelve.
Por eso vuelve a mis brazos. Pero no se anticipa al abrazo, a tomarme la cintura y darme ese beso helado. Ese beso que es tierra húmeda nevada, lombrices y amor profundo.
Golpean la puerta.
—Mamucha.
Es la voz de Irene.
—¿Te acordás de Irene?
La pregunta no se responde.
Él, inmóvil, con un gesto invisible me pide que haga silencio. Las lágrimas continúan irremediables.
—Me gustaría que supiera… —le digo a mi marido.
Su respuesta es inapelable.
Sostengo el mate, le pongo la yerba.
—No me salió rico —le digo sin mirarlo a la cara, poniendo el mate cerca de sus manos.
—¡Mamucha! —grita Irene—. Me olvidé los anteojos —añade.
Prendo la radio.
Pongo el volumen al máximo.
Sin título
Nina Leen
Maximiliano Guzmán (1991) nació en Catamarca, Argentina. Estudió Cine y Televisión en la Universidad Nacional de Córdoba. Es editor en Revista Barbaria y ha publicado sus relatos en diferentes revistas, tales como Espacio Menesunda, Revista Gualicho, Diario Hoy Día, El Rompehielos, La tuerca andante, El Ganso Negro, Los Asesinos Tímidos, La Mancha Zine, Salvaje Sur (Argentina); Revista Kuma, Chile de Terror (Chile); Revista Delatripa, Revista Hueco, Revista Rito, Revista Escafandra (México); y en Letras y Demonios (Perú). Participó en la Antología Internacional Sucio de Letras de La tuerca andante, y en la Antología Anómalos del Diario Hoy Día.
En 2022 publicó las novelas cortas Hamacas (Editorial Zona Borde) y Unfantasma (Color Ciego Ediciones).