El año pasado ocupé figuradamente la imagen de un retirado Matías Fernández para hablar de cómo la falta del ejercicio crítico en Chile, en generaciones posteriores a la “de los hijos”, provocó que no percibiéramos la forma en que cierta literatura envejeció y el modo en que seguimos hablando de “literatura joven”. Hace unos días, en una entrevista para entrance.cl, Diego Zúñiga, a partir de esa misma ausencia, habló de «un campo cultural más pobre intelectualmente», lo que «se está traduciendo, o se va a terminar de traducir, en los libros que vamos a escribir». Zúñiga remató ese tren de pensamiento asegurando que «un campo cultural mediocre produce obras mediocres en su mayoría».
Quizá el problema surge al haber comenzado a pensar nuestra literatura con la metáfora de la familia, allá por los años de la lógica posdictatorial; o quizá el primer error real fue el haberle dado un vuelo inusitado al concepto de «hijo», hasta sacarlo de su lugar. Y con el tiempo la palabra mágica tomó el rumbo de una camisa de fuerza para «lo actual». Dos o tres generaciones más adelante, todos podríamos aducir y seguir aduciendo que, incluso a una que otra acrobacia intelectual o ideológica, social o económica, que somos «hijos de la dictadura». Para ello, claro, tendríamos que saltarnos olímpicamente unos cuantos arcos políticos, agüita bajo el puente: la muerte de unos cuantos señores de terno y corbata, de uno con gorra militar, también, un duopolio de gobierno, un par de revoluciones pingüinas, una revuelta popular, un gobierno de otra izquierda que va sumando decepciones y apoyos.
Pero tomemos las palabras y vamos adelante: habría hijos mayores, hijos menores, hijos no reconocidos, hijos fuera del matrimonio (pero esos, aprendimos, valen igual que los otros), hijos peleándose la herencia, hijastros, hijos de la pareja, hijos adoptivos, hijos de papás separados, hijos criados por abuelos, hijos de padre desconocido, hijos que no parecen hijos, sino hermanos o padres de sus padres, hijos que se quieren quitar el apellido, aunque cuando vayan por la calle la gente pueda susurrar «camina igual que su papito». Todos hijos, al fin y al cabo, pero que han envejecido ya en mayor o menor medida. Desde mi generación, quienes escribimos literatura (incluso sin publicar), o quienes intelectualizamos estos fenómenos (publicando de vez en cuando), la pregunta importante no es ni debería ser si somos o no hijos, sino quiénes son realmente nuestros padres.
En algún momento, hace años, empecé a escribir un cuento, que no he terminado y no sé si vaya a terminar. Muy probablemente no, así que lo siguiente no cuenta como spoiler. Intenté imaginar un presente en el que mi protagonista descubría una conspiración, gracias a una serie de mensajes anónimos: todos los escritores de la generación de los hijos habían sido secuestrados por la dictadura y reemplazados por cyborgs cuya función era contar incesantemente historias desde su posición de hijos y dominar la narrativa, impidiendo su avance o nuevas formas de pensar, petrificando cierta forma de literatura y, con ella, de memoria.
Cuando desperté al otro día, después de una noche intranquila en que soñé con un angustiado bibliotecario, la lucecita verde arriba de la pantalla del celular, cerca de su más nueva trizadura por caída, parpadeaba. Tres fotos nuevas. Ni una sola palabra. La foto de perfil había cambiado durante la noche: ahora era alguien con un disfraz de médico de la peste. Muy lúgubre todo. Pero tan lúgubre como plástico, como parte de un juego. Y el juego avanzaba. Las tres imágenes eran acercamientos a sectores del listado a página completa. Me costó entender qué me querían mostrar. Cada columna parecía contener en cuatro columnas más chicas que me terminaban de desorientar. De izquierda a derecha una de nombres, otra de apellidos maternos, otra de apellidos paternos y una última, marcada por paréntesis, de la edad que tendrían en ese mes. Con una precisión milimétrica o lo que parecía serlo, en el centro de cada imagen, tres nombres.
Alejandro Zambra Infantas (1 año)
Patricia Fernández Silanes (5 años)
Álvaro Bisama Mayné (6 meses)
Presenté la idea y el principio de ese relato, en una clave verborreica que me parece bastante mala ahora, en un taller de cuento con Andrés Montero (un hijo de segunda generación, digámosle, una por encima de la mía). Más allá de hacerme notar las deficiencias del estilo, Montero se mostró interesado en la tesis que había ahí esperando y en mis ganas de pegarle a ciertos referentes.
En ese libro, imaginé principalmente una Nonabots (o Nonitos, que era el nombre que la empresa dueña del modelo le había puesto de cariño a su exitoso producto). Aunque también estuvieron rondando los Zambrabots, los Linabots o los Zuñibots. Del grupo, pensé, solo tenía un nombre que me interesaba apartar del grupo: descarté desde un principio la idea de los Costamagnabots porque me parecería, en ese caso particular, un ninguneo a una escritura que mantiene su actividad, su curiosidad, pero, por sobre todo, su trabajo con el lenguaje. Como sea, a lo que quiero ir acá no son mis recelos ante ciertos nombres, que transparento cada vez que siento pueden poner un punto sobre la mesa del debate, en público o en privado. A lo que me interesa apuntar realmente es por qué sentí, en un minuto, que esa era la generación con la que debía discutir, si no falta una bisagra entre esa y en la que me adscribo, una suerte de «generación del 94», pensando en el artificioso límite de los 30 años.
Visto así: ¿Diego Zúñiga es realmente el menor de «los hijos»? ¿No es acaso uno de los autores mayores de una generación invisible e intermedia? ¿Qué gana o pierde con una adscripción u otra? Sin ir más lejos, fue incluido hace un par de años dentro de la selección de Los mejores narradores jóvenes en español 2, compartiendo volumen con otra chilena: Paulina Flores. Habría que preguntarle, entonces, de quién(es) habla cuando habla de «generaciones siguientes». Por ejemplo, si se refiere a los trabajos de alguien como Florencia Rabuco, de Romina Reyes, de Constanza Gutiérrez, de Esteban Catalán, por nombrar algunas autorías del catálogo que el mismo Zúñiga ha colaborado en construir a través de la editorial Montacerdos. ¿Es un conjunto extensible a Andrés Montero, a Álex Saldías, a Bernardita Bravo Pelizzola, por ejemplo? ¿Dónde partiría, al final, la generación que actualmente está publicando sus primeras obras?
Pensando en su propio lugar en la literatura chilena, el escritor Roberto Castillo una vez me comentó que «el punto lo decide la comunidad lectora, la comunidad crítica; que decidan ellas, yo no escribo para salir o no salir en la foto del canon, eso dejó de interesarme hace mucho tiempo». Me parece un gesto noble de alguien que es incluso anterior a «los hijos» en edad (podría haber sido un padre para ellos), pero cuya publicación y éxito han llegado solo en los últimos años. Me parece también que es una prueba de lo errática que puede ser la cuestión generacional más allá de tomarla para una pregunta inicial, de lo poco que ha servido para hacer entrar otras alternativas ficcionales al margen de cierto espíritu de época, descolgadas estéticamente, por ejemplo. Me parece que nos devuelve una imagen más parte del deseo que de las condiciones actuales: ¿dónde están la comunidad lectora y la comunidad crítica? ¿Dónde, si no en un corpus de textos escritos o que faltan por escribir? También, ¿dónde buscar la razón de esos vacíos?, ¿cuál es su causa?
La idea del cyborg de raíz literaria la moldeé a partir del libro ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos?, de Michel Nieva. Allí, el protagonista compra como un asistente a un gauchoide, cuerpo electrónico caracterizado folclóricamente como un gaucho. Entre otras cosas, ese artefacto es la manera en que su dueño (en la figura de lector, de decodificador de signos) se relaciona con un arquetipo literario: los problemas de ese asistente, antes que los de un androide, le parecen los de un gaucho melancólico de la tradición argentina. En una nota al pie, además, se habla de la existencia de borgesoides y peronoides, lo que convierte a estos androides es la pluralidad de tradiciones intelectuales (y, al final del día, políticas) que orbitan. Si el gaucho, Borges o Perón son figuras reconocibles aparecen como referentes para una ficción de ese tipo, es también porque tienen un lugar capital en una tradición y son puntos inamovibles, para bien o para mal, en ella. Tal y como el norte de mis cyborgs era una generación establecida y cuyo aporte, en el contexto, no puede ser negado. Cada consumidor elija el que androide que más le acomode es la regla del mercado es otro problema; no es tan difícil trasladarlo a un problema de las democracias: uno sobre los límites de la oferta.
Más allá del criterio etario, algo de esto podría resolverse con el criterio de la identificación: de qué o quién se sienten los propios autores más cerca, dirigir el criterio hacia sus tradiciones. Sin embargo, argumentar desde ahí fácilmente decantaría en renunciar al ejercicio crítico y a una suerte de ley tácita que debiésemos considerar si nos tomamos en serio la lectura: la verdad del autor sobre la obra no puede ni debe ser tratada como la última, forma parte de un mundo paralelo a las obras, es solo la punta de un iceberg.
Retomo ideas de ese mismo texto en que figuraban tanto Matías Fernández como el Chavo del 8: uno de los problemas derivados de la sobrediagnosticada crisis de los espacios para la crítica es la falta de un orden postulado que acompañe el desarrollo de la literatura presente. Si algo me queda de ese texto de Roberto Careaga que me he acostumbrado a remedar, es esa síntesis que hace sobre la generación «de los hijos», cuando comenta que «fue la última que efectivamente encontró un espacio y a la distancia tiene sentido: estuvo enmarcada en los 40 años del golpe de 1973, donde hubo todo tipo de conversaciones culturales, debates sobre la historia del país y diálogos políticos». Ahí el punto no es tan solo la existencia de lecturas críticas (aunque yo hablaría más de su migración hacia otros formatos), sino su sistematicidad y la simultaneidad con que abordaron el fenómeno. Fue ese estar en el lugar de los hechos de la crítica la que le dio ese aire de presente a las interpretaciones. El problema que nos quedó fue que ese presente se ha extendido hasta su agotamiento, las claves de lectura parecen haber cambiado.
La solución está lejos de ser el exaltamiento de la novedad y de la juventud, porque el problema no es de por sí la asumida vejez de las ficciones o de las interpretaciones. Eso se llama entrar al canon, o al menos a un canon. Consultado por una eventual saturación del público ante los relatos sobre la dictadura, Diego Zúñiga respondió que no creía que el tema en sí se agotara, debido a que tiene múltiples experiencias en torno a ella. Sin embargo, indicó que «lo que sí puede que se agote tiene que ver con la idea de la representación […] se puede seguir escribiendo sobre esa época y va a seguir ocurriendo. El tema es qué forma darle a eso que no se haya hecho». Y creo que ese es el punto: no son tan relevantes los qué, sino los cómo cada generación, con sus estímulos, su experiencia histórica encara las preguntas que tienen al frente y las del pasado. Lo último que queremos son autores (y críticos) que sean como encarnaciones de José Arcadio Buendía, con la «maquinita del tiempo» echada a perder, constatando con toda ferocidad intelectual, después de revisar minuciosamente el estado de la naturaleza a lo largo de varios días, para concluir sin menor atisbo de dudas: sigue siendo lunes.
Parte de los esfuerzos, de nuestros esfuerzos generacionales y exigencias de nuestra contemporaneidad, entonces, tienen que estar en mirar a «los hijos» como lo que son o empiezan a ser: nuestros abuelos. Y creo que vale la pena la primera persona, puesto que, más allá de círculo de afinidad o amistad, con un pie más allá o más acá de los treinta años, habemos autorías interesadas en formarnos como interlocutores válidos: Cristofer Vargas, Diego Armijo, Nayareth Pino Luna, Teodora Inostroza, Catalina Ríos, por ejemplo.
Familia (1991). Masahisa Fukase.
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Diego Leiva Quilabrán (Santiago, 1995). Editor de Revista Origami. Licenciado en Literatura Hispánica y Magister (c) en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Chile. Asistente editorial en Meridional. Revista Chilena de Estudios Latinoamericanos del CECLA/UChile. Profesor de preuniversitario.