Por Juan Matanza

Mariana notó la quietud antes de que los golpes comenzaran, la sentía como una pregunta a punto de ser respondida. Se trataba de la calma que precede a lo inminente, a algo que es —ante todo— ineludible. Faltaba poco, estaba segura. Bajo las sábanas, su cuerpo se tensaba inconscientemente a modo de resguardo, para evitar cualquier tipo de sobresalto. 

No podía dejar que él se diera cuenta. Aunque fuera inevitable que alguna noche David despertara por el sonido de los golpes, ella debía posponerlo por el mayor tiempo posible. Según Mariana, él aún no estaba preparado. A pesar de que ya la había alcanzado en estatura, todavía andaba a la siga de ella dentro de la casa y le era imposible quedarse dormido sin abrazarla. 

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Apenas puedo verte con la luz que se filtra por las cortinas, pero no me es difícil dibujar las partes veladas con mi memoria: tu pelo grueso y negro; tus escasas orejas; y las cejas, las mismas cejas del que debería ser tu padre. Para mí es obvio que un día ambos se parecerán mucho, quizá no falte tanto.

Pienso —infructuosamente— en las partes que heredaste de mí. Nada. Sin embargo eso me lleva a otra cosa, un poco diferente. Pese a que no nos parezcamos en lo más mínimo, sé que poseo una o más partes tuyas, lugares que sólo admiten mi contacto y están prohibidos para el resto.

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Cuando los ojos se le acostumbraron a la oscuridad, en medio de la espera, lo único que se le ocurrió fue identificar las cosas del dormitorio. Se podría decir que era algo instintivo, estaba habituada a hacer ese ejercicio en momentos así. 

Había un velador de dos cajones, cubierto con un mantel que tenía el dibujo de un ovni saliendo de un fondo amarillo y morado. Encima de este estaba el celular de Mariana, una biblia —que leían antes de apagar la luz— y el hombre de juguete favorito de David. A un paso de la cama, apegado al closet que la misma Mariana construyó hace mucho, se ubicaba una cómoda que tenía ropa de ambos en su interior y que cargaba también, en su superficie, con el modesto arsenal utilizado por ella para maquillarse e intentar mitigar el paso del tiempo sobre su piel. Ese era el lugar más extraño para mirar con aquella luz o, mejor dicho, con aquella carencia de luz. Ahí estaba, siempre erguido, el pueblo en miniatura. El espejo de mano que se podía dejar de pie, gracias a su forma, interpretaba a un edificio de arquitectura experimental. Lo mismo con la caja de la crema antiarrugas que ella ocupaba tarde, mal y nunca. El perfume más caro, en su botella negra, hacía de un caballero educado y muy solemne. Por su parte, la crema hidratante mostraba ser una joven vestida de verano, demasiado tímida. Los labiales: varios niños disfrazados o uniformados, conversando de lo que le había pasado al bloqueador solar, un viejo sin sentido del humor que desapareció de la noche a la mañana. 

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Ya van a empezar y debo mantenerme firme. Sé que, aunque no escuches los golpes, cualquier movimiento leve es capaz de dejarte en vela durante toda la noche. Ya pasó hace mucho —antes de la época de los golpes—, una vez que tuve que levantarme para ir al baño y, al volver, te encontré sentado en la cama, mirando embobado el mismo haz de luz que ahora enmarca un fragmento de tu cara. Mi único recuerdo de aquella noche es haberte acurrucado a mi lado y sentir tu cuerpo medio tieso, igual al mío en este momento. Estoy convencida de que tú, con toda seguridad, lo olvidarás pronto también.

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La secuencia siempre iniciaba con varios ataques, cada uno con la potencia suficiente para retumbar en las ventanas, y hacer tambalear todo lo que estaba encima de la cómoda. El pueblo en miniatura se sacudía. Esa era la parte más fácil de aguantar por ser la más predecible. Sin embargo, luego sucedían los azotes de objetos contra dicha pared y las demás. A ratos, parecía que algunas cosas se rompían del otro lado, pero no. Los objetos eran infinitos —o se multiplicaban o se volvían a reconstruir durante el día, cuando la pieza estaba totalmente vaciada de los golpes—. 

El final acostumbrado, posterior al descanso de un par de minutos, se resumía en la mezcla de gruñidos e impactos que ya no recaían en las mismas cosas. Era un sonido mucho más afilado, como un aplauso. Un solo aplauso o dos, que podían ir seguidos de varios choques contra algo blando. Mariana nunca estaba segura si, entre esa amalgama auditiva, lo que se asomaba en forma de gemidos eran voces o meramente choques inertes. 

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Mi pensar es mutilado por tus movimientos. Te das vueltas en la cama revolviendo las sábanas, como si fueras incapaz de quedarte dormido. Tu boca se llena de palabras sueltas, de ruidos de aire y saliva. Dices tambor, mamá, pieza, mañana, sueño… Yo me mantengo inmóvil de espaldas al colchón, expectante. Mi primer impulso fue acercarte a mi pecho para calmarte y acariciar tu cuello, pero me reprimí de inmediato. No debo arriesgarme a despertarte de verdad y, sobre todo, no debo arriesgarme a salir de mi estado de firmeza.

La seguridad se encuentra adentro, en este lugar inaccesible para cualquiera que no sea yo. Mientras siga aquí, ignorando todas las partes de mi cuerpo, siempre ganaré. Lo primero es aguantar, evitar que conozcas esta porción del mundo; después vendrá lo demás. Después podré abrazarte —sentir tu olor, similar al mío— y ejercer mi humanidad, pero primero debo ser un objeto.

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Ya iban a empezar y ella debía seguir firme. Entonces, al intuir los movimientos de David —y sin girar ni siquiera un poco la vista— quiso saber si él sería de las personas que dan los golpes o de los que escuchan desde el otro lado. Le habría gustado preguntarle directamente, sin embargo entendió de inmediato que aquello sería inútil. De seguro en el futuro hasta se le olvidaría que un día ella le preguntó eso. En otra época quizá no habría sido tan difícil estar al tanto de lo que pasaba por su cabeza, ahora no. Ahora Mariana detectaba la impostación que él ponía cuando le hablaba, las palabras que evitaba, el tono que usaba, la barrera que anteponía entre ella y sus verdaderos pensamientos. 

Lo recordaba en una plaza, cerca de su colegio, sentado en un círculo mixto con personas de su edad. Se reían y conversaban en todas las direcciones. Nadie se quedaba callado. En eso, la que estaba al lado de él, acortó la distancia entre ellos de la forma más disimulada posible. Es viva la pendeja, pensó Mariana mientras observaba. A él no parecía importarle, de hecho ni se dio por aludido cuando tuvo la cabeza de la niña en su hombro —en exceso—, cerca de su cuello. Probablemente estaba acostumbrado o puede que la conversación fuera demasiado interesante. 

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Ese aparente silencio —a ratos interrumpido por los vehículos que pasaban afuera y unos perros que ladraban a lo lejos— la llevó a buscar el recuerdo de la última vez que entró a la pieza. No estaba segura. Surgieron dos opciones posibles: la tarde anterior a la noche en que comenzaron los golpes y la tarde en que le gritó a David por entrar a la pieza sin su permiso. En una de las dos ocasiones David había terminado llorando. No estaba segura. La memoria siempre se difuminaba a esa hora, se confundía con el sueño que la agarraba a cada tanto, cuando se le cerraban los ojos.

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Sé que entras a la pieza cuando salgo y la puerta está abierta. Quizá infieres el miedo que tengo, aunque no estoy segura. Lo único seguro es que un día vas a ocupar esa pieza y dejarás de dormir conmigo. Por eso entras. 

Tu estrategia consiste en hacer como que te caes afuera de la pieza y cargar tu peso en la puerta —o caes adentro o te golpeas de costado contra la madera—. La costumbre de disimular nunca desaparece, a pesar de que no estoy en la casa cuando realizas tus intentos. Además, sé que rara vez funciona. La mayoría de las veces, te quedas con los hombros moreteados, obligado a inventar una historia en la que te caíste. Cualquier táctica se justifica con tal de intentar entrar a la pieza ¿o no?

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Se estaban demorando y ella seguía firme. Los sentía acercarse porque sabía que ese día serían más potentes. Probablemente alguien del pueblo en miniatura se caería, seguro que sería uno de los labiales. Mariana ya vaticinaba el ritmo de los golpes, siempre pasaba lo mismo: primero retumbaban en su cabeza y luego, de a poco, se iban acercando desde lejos, igual a un temblor anunciándose en todas las paredes, antes de llegar a la que separaba su cama y sus cosas de la pieza. 

Las horas corrían. Si no empezaban pronto, la única certeza que quedaría para Mariana sería que David algún día se iba a convertir en alguien igual a su padre. Se olvidaría de esas noches durmiendo con ella y —lo peor— tarde o temprano le pediría ocupar la pieza. David exigiría que aquella fuera su pieza. 

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Noto la quietud antes de que los golpes comiencen, la siento como una pregunta a punto de ser respondida. Se trata de la calma que precede a lo inminente, a algo que es —ante todo— ineludible. Falta poco, estoy segura. 

Me lleno los pulmones de aire y suspiro. Relajo las piernas, los brazos, el abdomen y el cuerpo en general. Destenso todos mis músculos y dejo de apretar la mandíbula. Apoyo una mano en el colchón y me muevo muy lento para quedar sentada, con los pies en el suelo. Me levanto, doy un paso y medio. Quedo delante de la pared. Miro fijo las tablas, colocadas una al lado de la otra, demasiado lisas para ser de verdad y con un color café oscurecido por la falta de luz. Ya retumban dentro de mi cráneo, agitando mi cerebro. Tengo dos opciones: volver a acostarme o comenzar.

 

Dark'in. Ki Beom Kwon (2006).

 

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Juan Matanza (Temuco, 1994). Titulado como Profesor de Lengua Castellana y Comunicación en la Universidad Católica de Temuco. Trabaja como docente preuniversitario, especializado en competencia lectora. Ha publicado narrativa literaria y textos críticos en la revista Observatorio [19] y en diversas antologías de editoriales independientes.