Por Amialba García Altamirano

Reconocí en sus golpes mi pasado. Las piernas cintareadas, la barbilla abultada, sangre en los labios. Así que colgué el bolso de mi hombro y salí a matarlo. Entré sin permiso, el inútil no puso candado. Vi costras de mugre, paredes descarapeladas, un reloj detenido. “El Jaibas” dormía a pleno mediodía. Claro, ningún pendejo trabaja. Eso se lo dejan a gente como yo, a los que necesitamos agarrar dos camiones y chingarle con un patrón que apenas paga.

—Levántate a la verga —grité empuñando el arma. 

“El jaibas”, acostado en un colchón rasgado, rezongó aún dormido. Era el momento justo para vaciarle las balas. Pude imaginar la asfixia final, sus ruegos y alegatos. Lo vi torcerse en todas direcciones, arrastrarse por el suelo y fundirse en el ambiente de ese cuarto hediondo a orines y alcohol. Pero lo quería matar de frente; ya tenía dos años tragándome la rabia.

El día que me lo presentó, no pude disimular y ni siquiera lo dejé entrar a la casa. Caminaba con la barbilla en alto, traía un pantalón caído, el pelo revuelto y una camisa a cuadros y su mano izquierda, con tres dedos torcidos, daba la impresión de una tenaza. Pero ahora yo estaba a cargo. Levanté mi rodilla y pateé su cabeza: lanzó un chillido de perro maltratado, giró y se llevó las manos al rostro enroscándose en la esquina del colchón. La habitación era oscura, sólo una luz débil se colaba por un plástico. En el piso habían latas, colillas de cigarro y restos de polvo blanco.

—Párate y ve al patio.

—Oiga no ¿Qué trae con esa fusca? 

—Cállate y sal al patio. 

Recorrimos un pasillo angosto. Tuve que taparme la nariz. El olor era una mezcla de vinagre y cebolla rancia. Habían cajas amontonadas, muñecas sin pelo y muros de periódico. Cerca a la puerta trasera vi un bat de béisbol, no le di importancia y lo dejé a un lado. “El jaibas” caminó arrastrando los pies por el corredor, supuse que pretendía estirar su tiempo. Lo arrinconé junto a la pila. Me planté de frente, sentí las venas del cuello hinchadas, el sudor me escurría por las piernas. Las manos me temblaban.

—Ya te cargó —Señalé con el cañón.

—Señora, juro que no me vuelve a ver.

—No te creo.

—Piense en Clara —balbuceó con la mirada en el suelo. 

El muy imbécil no sabía lo que decía. Toda una vida pensé en Clara. Trabajé en la maquila, tuve que planchar ajeno y limpié casas. ¿Cómo llegó mi hija aquí? Sí, fue una niña desafiante, jamás permitió que la frenara. Creí que era una etapa pero la realidad es que sólo aumentó: escapadas nocturnas, los amigos de la esquina, una pipa sucia. Y dinero ajeno, dinero extraño.

“El Jaibas” parecía hiena estudiando el terreno. Di un paso atrás, dudé de si podría matarlo. A sus 19 años se veía más grande: Tenía una virgen mal trazada en el pecho. La mirada turbia. La piel magra, curtida por el sol. Y unas rayas de navajazos en los hombros lo hacían parecer como de 25. Conocía su historia entre chismes. Lo abandonaron a los trece y se crió solo. Su orgullo era ser malandrín de barrio, puchador barato. Nada me hubiese empujado a este lugar, de no ser por su terquedad, su forma de ver las cosas, sin consecuencias, sin límites. Primero le exigí a Clara terminar esa relación, después rogué para que no cruzara un punto sin retorno. Fue como aventar palabras al vacío. Las discusiones crecieron, los castigos no funcionaron. 

Me tapé la boca y contuve el vómito. Había llegado lejos, estaba decidido: Iba a matarlo. Esa imagen era suficiente. Ella en una cama de hospital, con la nariz rota, con el rostro azulado. Conectada a un tubo, la carne picada, los huesos quebrados. Clara, tal vez vendría a buscarlo. Pero no hoy, no con sus golpes. 

De pronto me asentó un chingazo en un oído, tambaleé y di unos pasos torpes hacia la pared, me sostuve con un hombro sin soltar la pistola, apunté hacia el piso. Él, a un costado, resolló aire caliente, aventó los hombros hacia atrás y pareció crecer de estatura. Sus manos fueron directo hacia el arma. Al ver su piel oscura encajé mis dientes con la intención de arrancarle un brazo, gritó y yo cerré mi mandíbula como un perro. Me empujó contra la pared y enterró su rodilla en mi cadera, varias veces. Nada de lo anterior hizo que soltará el aparato, era él o yo, así que apreté el gatillo y tiré al suelo. Él regresó a la pila con los ojos rojos, tembloroso, inyectado de rabia.

Puse el dedo índice cerca del disparador. Apunté a su pecho. Él apretó sus ojos, se llevó la mano y los dedos torcidos al rostro, al tiempo que estiró el otro brazo para alcanzar una escalera oxidada. Pude anticipar su escape, quise chingármelo y disparé directo a la mano derecha: carne desparramada en el suelo, en la pared, en la escalera. Una abundante oleada roja coloreó el patio. “El Jaibas” buscó desesperado el aire, su cara se contrajo de arriba abajo, en un espasmo que enchuecó la mitad de su rostro. Después arqueó la espalda y cayó al suelo. Recargado en la pared berreó. Los alaridos se le escapaban y dos venas abultadas se pintaron en su frente. Entonces la recordé a ella: Clara, cuando era una niña lloraba con esa fuerza, y sola, entre globos desinflados, desmembró una muñeca. Tironeó de las piernas, la arrastró por el suelo y la azotó contra una banqueta, todo sin dejar de llorar. Eso era habitual en Clara.

El sol de mediodía cubría el patio. La piel me ardía y la ropa húmeda se me pegaba. “El jaibas” gemía sosteniendo un muñón desecho. No había nada más por hacer, excepto disparar. Apunté a su frente, busqué valor, respiré hondo y alcé la pistola, entrecerré un ojo y sentí que alguien se acercó por mi espalda. Reconocí la voz de mi hija, quise girar para verla, pero no me dio tiempo y lo único que alcancé a oír fue un: “lo siento”. Luego, un batazo en la nuca seguido de la nausea y los espasmos. No puedo hablar. Todo se ve borroso, gris. Cada vez más oscuro, cada vez más silencio. Caigo. Y con la cara hundida en el suelo pienso: soy yo la que se va. 

 

Face 4. Chang Hong Ahn

 

 

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Amialba García Altamirano. Nacío en Mazatlán Sinaloa, México. Ha participado en distintos talleres literarios, estudió psicología clínica y actualmente, además de atender una familia, se dedica a escribir cuentos cortos en su mayoría.