—Usted tiene que aprender a vivir sin mí. — Eso me dijo la Paula, un día que fuimos a la playa.
Yo miré su perfil redondeado y supe que no bromeaba, que nunca había hablado tan en serio. Hoy recuerdo ese momento, no sé bien porqué, quizás porque no puedo quedarme dormida y la mente es una mala compañera en los desvelos. Me doy una vuelta en la cama y quedo de cara al velador: ahí está, la foto de la Paula y el César, su hermano chico. Se ven tan felices juntos en navidad, con el árbol al fondo y las luces en el balcón. Desde que ambos se independizaron los extraño, aunque siempre vuelven para comer acá los domingos. El gato que dejaron en la casa ahora duerme conmigo y mi esposo, está viejo y cansado, igual que yo.
Siempre que pienso en que la Paula vive con sus amigas me da por sonreír. Es un sueño que yo igual tuve a su edad pero que me negaron mis padres, porque de la casa una se iba casada y no a disfrutar la juventud. Ella es la mujer que yo siempre quise ser.
La Paula me provoca adoración, es tan fuerte y ácida cuando quiere, que me hace reír. Nada de arrumacos y ternuras regaladas, pero en el centro, ahí dónde casi nadie ve, mi niña es pura calidez. A veces pienso que si no se hubiera enfermado las cosas serían tan distintas. Si no hubiera tenido que pelear tanto por ser feliz, si no le costara tanto simplemente sonreír.
La depresión de la Paula empezó a los diecinueve y se agudizó a los veintitantos. Osciló entre este mundo y el otro por tanto tiempo, que siento que a veces se le olvida dónde está parada, porque me parece demasiado lejana. Muchas veces quise traerla de vuelta de un solo golpe, remecerla y que viera que se le estaba pasando la vida, pero era como si no estuviera aquí. Vivir con la Paula era vivir con un fantasma. Un ente que cargaba sobre mi espalda sin cansancio y sin reclamos, casi con gusto, porque la amé incluso más que cuando estaba sana.
Hoy esos días parecen haber quedado atrás, pienso, mientras sigo desvelada. Qué bueno, digo en voz baja y suspiro. Nos llamamos hace un par de horas, justo antes de que yo me acostara. Me dijo que estaba echándose crema de cara y peinándose antes de dormir, tal como yo le enseñé que debía hacerlo si no quería tener arrugas en las comisuras. Qué chistosa, pensé, todavía se acuerda de esas cosas.
Me acuerdo cuando las dos escuchábamos Queen en el comedor y yo le enseñaba a bailar ¡Que pequeña tan graciosa! Casi puedo verla con seis o siete años intentando moverse sobre la alfombra gris que teníamos en esa época. Pienso en esa vez que llegó llorando a mi trabajo porque el niño que le gustaba le había confesado su amor a otra compañera de colegio. Yo le sonreí y le juré que las penas de amor pasaban, pero mi niña ha tenido mala suerte y ha llorado mucho. Pobrecita, susurré en la oscuridad, ojalá pronto llegue alguien bueno que la ame. Recordé la noche en que se probó su vestido de graduación y yo sentí que ella ya no era una pequeña sino una hermosa mujer. O esa vez, cuando la llamaron de su primer trabajo diciéndole que había pasado la entrevista. Pensé en sus primeros pasos, en su primer diente, en su primer corte de pelo en la galería de peluquerías del centro…
De pronto, el sonido del teléfono me devolvió a la realidad. Miré el visor y aunque deseé que no fuera cierto, comprobé que era una de las compañeras de departamento de la Paula, eran las cuatro de la mañana. Como un rayo que rompe la oscuridad la vida se me acabó antes de contestar, porque yo ya sabía lo que había pasado. Y luego tuvo sentido mi desvelo. Entonces, mientras me llevaba el auricular a la oreja la volví a recordar: ella, la playa y las tonalidades azules sobre su piel. Usted tiene que aprender a vivir sin mí, me dijo.
Sin título. Francesca Woodman (1978)
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Constanza Tapia Ojeda, Chile. Estudié para Analista en Política y Asuntos Internacionales, y a pesar de eso, escribir es lo que me apasiona. He publicado anteriormente en la revista JAUJA de la UAH y también gané el tercer lugar en el Concurso de Cuentos para Jóvenes de la UNAB en 2023.