Por Camila Torres Maldonado

Me cuesta concebir a la memoria como un sistema estático, localizable y racional; si bien el lenguaje y el mundo simbólico están implicados como una extensión cifrada del término, ésta se suele observar bajo el sesgo capacitista de grabar, almacenar y reproducir hechos que yacerían en el cerebro. Relegando, así, los recuerdos a un estado cuantificable y a un rol funcional. Muy por el contrario, prefiero abordar a la memoria desde un ángulo polisémico, y desde esta pluralidad, percibir su movimiento escurridizo. Aquella impredecible pesquisa a la que se aboca para cincelar un recuerdo, una imagen confusa y que lejos de permanecer exacta, se reactualiza con cada vacío que se esclarece; con cada zona renuente que cede; con cada fractura que es percibida nadando en un torrente de sensaciones. 

Comienzo mencionando esto, no de manera azarosa, sino porque precisamente el cuerpo como vehículo de coyunturas memoriales, de olvidos y de reactualizaciones es uno de los asuntos que Kathy Serrano, en su primera novela, desentraña y desencaja. La escritora peruano-venezolana en El dolor de la sangre, libro publicado en el año 2022 y reeditado por editorial Los Perros Románticos en el 2023, da cuenta de una prosa desbordante que en la simplicidad del lenguaje logra punzar, y cuya riqueza radica en la exploración sensorial, onírica y erótica que es justamente el rostro invisible de un muro de concreto inquebrantable: la violencia patriarcal. Serrano revela el saturado estado de inercia en el que se mantiene el machismo en el seno del núcleo familiar, y sus páginas son eso, un reclamo de voz y reparación. 

En la novela asistimos al olvido en el que se encuentra Martha, la protagonista, quien en plena adolescencia se aleja de su lugar de origen; migrando primero de ciudad y luego de país. Así, va edificando, como si de un palimpsesto de sí misma se tratase, una identidad en apariencia libre e independiente, pero que circula abigarrada lejos de la arena blanca de Venezuela y cercana a las aguas frías de Perú. Y es desde este lugar de transmutación, que se ve forzada a volver después de quince años; retornar a su país, regresar “al espacio de la memoria insegura”.

Aquella vuelta a la casa de infancia, al origen de sus tribulaciones, generan una serie de desacomodos emocionales y físicos en Martha. Esto es central, porque Serrano arremete contra el manoseado deber ser, contra lo establecido, contra la culpa. Desde una relación filial profundamente dañada, refleja la quimera del afecto y los cimientos de la vulneración que se hallan, muchas veces, al costado de la edulcoración del concepto de familia.

Martha, de manera rizomática, crece como un tubérculo que se alimenta del olvido, y aunque construye una vida en las antípodas del acento de su país y de los rostros familiares, es perseguida continuamente por estos fantasmas que se le aparecen como un eco e interfieren en su cotidianeidad: “El rostro de Rodrigo viene a su mente. La madre viene junto a Carla y Marisol. Una, otra vuelta, y logra expulsar sus imágenes. La serpiente en su espalda parece tener vida. Bruscamente se detiene. Ha sentido una mirada. Se ha sentido observada, pero no hay nadie”. A través del horror cotidiano, la prosa de Serrano se vierte hacia los recuerdos que se activan en el presente y que se van armando como un puzle imposible, cuyas piezas se encuentran perdidas, cargadas de traumas. 

Aquí quiero destacar la relevancia que toma la casa en el relato, pues los espacios que la constituyen van siendo moldeados mediante del plano onírico. Así, la estructura se deforma, cambia de dimensiones, exacerba los horrores contenidos: “la casa se asemeja a un laberinto. Las paredes y puertas parecen moverse de lugar sin ninguna lógica (…) cada vez que entra o sale del patio está un poco más alta, un poco más adulta, un poco más vieja”. Y es que, si bien la protagonista huye constantemente, el pasado le pisa los talones y es mediante la reconstrucción del lugar que sembró sus traumas, que advierte que su presente, pese a las reticencias, está contaminado de la intemporalidad del hogar y de su materialidad: del olor a fuego, de ese piso rojo, de esas vigas en el techo, de ese baño verde. Colores, olores y objetos como depósitos de la memoria, como evocadores de afectos.

Por otra parte, la escritora problematiza las fuentes del deseo, explorando uno que se desplaza y es gatillado en Martha a partir de las transgresiones abusivas por parte de su familia, pero, sobre todo, a raíz de la violencia sexual del hermano, Rodrigo, quien se erige como el rostro masculino que, al heredar el nombre y el rechazo del padre, se encuentra “infestado de ira y de control”. Así, la relación incestuosa y la serie de violencias resuenan, incomodan y discuten con la falsa estabilización de la protagonista. 

Y es que, pese a que Martha huyera tempranamente de este clima sofocante, su mente y cuerpo continúan itinerantes girando alrededor de la órbita de su hermano, este convertido en el objeto del deseo por antonomasia en el plano erótico: “Ella mira al cielo, a ese abismo oscuro, repleto de lucecitas lejanas, regresa su mirada a Rafael y se mueve más rápido, cierra los ojos, un corrientazo atraviesa su vientre y se expande por sus piernas y brazos, cabalga más rápido, con furia, y al abrir los ojos el rostro que imagina encontrar es el de Rodrigo”. 

Lo cierto es que la figura de Rodrigo, como único hombre de la familia, es constantemente respaldada por las hermanas y la madre, deviniendo núcleo de la tensión entre ellas, quienes no le juzgan ni recriminan su actuar monstruoso; por el contrario, se apegan al silencio y a la impunidad, a tal nivel, que terminan perpetuando una cadena de violencia interminable que no da pie a reparación alguna. 

Cuando los lineamientos de la sociedad crecen torcidos, cuando los valores son engullidos por los maltratos, cuando el núcleo familiar alberga un material genético vomitivo, pareciera que lo único que queda es el olvido. Pero, para Serrano este estado trae una fecha de caducidad que obliga a poner fin al refugio solitario y al estado evitativo.

En El dolor de la sangre se configura una individualidad cruzada y rota; con venas y arterias averiadas en un relato familiar destruido y ensangrentado. El retorno se presenta, entonces, como la oportunidad de enrostrar el dolor, de ubicar la llaga aún abierta y zurcirla con cualquier punto, aunque eso implique el ocaso, el desborde. En la narración el regreso es inminente, no hay escape posible una vez que desde el cuerpo comienzan a despertar los recuerdos adormilados y marcados por el horror, porque las huellas, sigilosas, se dirigen instintivamente hacia los secretos ruinosos.

 

Kathy Serrano. Fuente: El Comercio.

 

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Camila Torres Maldonado es Licenciada en Lengua y Literatura por la Universidad Alberto Hurtado. Forma parte del equipo editorial de Revista Phantasma.

Kathy Serrano (San Cristóbal, Táchira, Venezuela, 1968). Actriz, directora de teatro y escritora peruano-venezolana. Máster en Artes por el Instituto Estatal Ruso de Artes Escénicas de San Petersburgo. Sus cuentos aparecen en Una voz que existe (Planeta, 2019), Historias mínimas.