Serán las dos de la mañana. Por ahí andará la hora. Y pensar que el tiempo nos arremete, nos agrede, la piel, los años, la mirada. Yo me veo poco, pero cuando lo hago me recuerdo en mi segundo piso. En mi casa de la infancia. Un lugar desolado y en el que transitaban cosas, cosas porque nunca supe cómo llamarles. Cosas, flotantes, desgarradas, silenciosas, oscilantes. Cosas, que podía ver, sentirles en mi miedo. Cosas, en fin. En mí.
Era una maniobra despiadada. Dejar colgando un reloj. Que suene toda la noche. Toda la mañana. Para mi gusto era un abuso, destajar el tiempo, su abstracción, en algo, supuestamente exacto. Recuerdo más bien, que así no lo pensaba, pero era parecido.
El reloj que tenían en el primer piso colgaba en la pared contraria a mi cabecera, o sea, a mis pies, contrario también, al lado en que dormía. Yo habitaba a la derecha del cuarto, y compartía habitación. Pieza. El segundo piso nunca me pareció aterrador. Nunca me pareció nada realmente. Pero ahí me movía. Era un lugar sin tiempo. Indefinible. Mas, aquel reloj, en su chirrido de pájaro agonizante, cada noche, cada vez que notaba mi existencia, me invadía. Haciéndose puente, arrollándose por sobre las paredes de toda la casa. Rebotando en el oscuro pozo que se forma por la escalera. Subiéndose, haciéndose palpar, latir en una membrana cadavérica, pútrida. Conjunta de madera, en los pasos de una noche inexistente, imaginaria. Imaginaria. Respirome de mí. En el tono exacto de su lenguaje matemático. Separado en unos, en unos y más unos.
Llegando tarde, en la repentina violación de la noche. Llegando sin nombre y sin forma de escapar a mi almohada. Subiendo la escalera, en sus cien mil pies de mortuoria resonancia. Recordame de mí. Un recuento de segundos deformados por mi hacer nocturna. Un recuento de palabras indecibles por la compañía ahogada de la noche. Manifiesta por la transparencia azulada de la ventana golpeada, por la cortina echada en su malformación de pequeños animales masacrados, todos rodeándome y dándome su olor, un hedor a humo y frescor, un segundo piso lleno. Lleno. Llenado.
Cómo irrumpe por sobre los pequeños momentos de gozo. El malestar del silencio, que repta en la sordera del sueño, que siente su propio latir en movimiento, la cortina sangrienta que corre por nuestro interior más secreto. Así fue la noche por cuan nimio pensar del segundo. Así fue la noche que visitándome vestida de criatura, reflejo de una ventana, de una esquina malherida, me respiraba. Me sentía fuera de sí. Catapultado por el chocar de los segundos, en dos mañanas que se volvían carne. Una carnosa pared de ahogados que, mirándome, me hacían volver a caminar por toda una noche sonámbula. En mi rutina de oyente oculto. En mi propia esquina disimulada. Escucho quieto, sin moverme, no porque no pudiera, sino porque no quería. Fue la noche, ya fue, lo que fuera, siendo, fue.
Night Street (2024). József Zalavári. Fuente: No Ordinary Eyes, Facebook Group.
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Luis Felipe Curin, estudiante de Letras Hispánicas en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Actualmente intento trabajar en lo que se puede llamar escritura, su oficio, en prosa y también, en verso "libre". Además, me gusta Swans, creo que es una gran banda.