El presente texto fue leído el 17 de abril del presente año, en el Auditorio Lucía Invernizzi de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, en el contexto de la inauguración del año académico 2024 del Departamento de Literatura de la susodicha institución. Agradecemos, desde ya, la gentileza del Profesor Bernardo, quien nos hizo llegar su manuscrito.
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Por Bernardo Subercaseaux
Agradezco a la Dirección del Departamento de Literatura por haberme dado la oportunidad de participar en la inauguración del año académico 2024, inauguración que es también una de despedida, pues estoy renunciando a mi Jornada Completa y permaneciendo en la Facultad solo con algunas horas.
Me propongo en esta ocasión compartir una respuesta a dos preguntas ¿Por qué?, y ¿Para qué estamos en la literatura?, dos preguntas unidas por el verbo “estar”, verbo fuerte que no siempre se usa en estas ocasiones.
La primera apunta a la cuestión del ¿Por qué?, del ¿Cómo y cuándo? Se les ocurrió a ustedes estudiar letras hispánicas o en mi caso, cómo se me ocurrió entrar al pedagógico a la carrera que se llamaba entonces “Castellano”. Recuerdo que cuando alguien me preguntaba qué estudiaba, yo respondía: estudio Castellano en la Universidad de Chile. Me quedaban mirando como si fuera un espécimen raro, tal vez no se explicaban que uno estudiara algo que ya como hablante dominaba.
Hay respuestas generales a este "¿Por qué?": “ingresé para ser profesor”, o, “porque me gusta escribir”, o, “porque me entusiasma la poesía”, o “porque desde la escuela y el colegio me gusta leer” o “porque mis padres y mi tía son profesores”, y otras por el estilo. Pero esas, aunque válidas, son generales y dicen poco. Se trata más bien de indagar la situación particular y concreta, aquella que da cuenta de un proceso y que involucra la propia biografía de cada uno, el cómo y cuándo nos picó o nos fue picando el “bichito de la literatura”. Y eso, respecto a mi propio caso, es lo que me propongo compartir, adelantándoles que se debe en gran parte a mi experiencia en el Ejército de Chile, al militarismo y a lo que fue mi paso frustrado por una Escuela de las Fuerzas Armadas.
Mi madre llegó a Chile en 1941, huyendo de la Segunda Guerra Mundial, se casó y tuvo cinco hijos muy seguidos, con un padre más bien ausente, que falleció muy joven. Para sostener a la familia debió trabajar a veces, y gracias a que dominaba idiomas, en dos trabajos, uno en la mañana y otro en la tarde. Con cinco niños chicos y pocos medios económicos se hacía la vida difícil. Mis abuelos para ayudarla, y en cierta forma para compensar la ausencia de mi padre, decidieron pagarnos un colegio interno a mí y al hermano que me sigue, con el que solo tengo once meses de diferencia. Yo tenía seis años cuando me fui interno, y mi hermano se fue un año después. Digo “me fui”, porque el colegio estaba en Villa Alemana y teníamos que viajar en tren a esa ciudad.
El Saint Peter School era un colegio anacrónico, se nos enseñaba a jugar cricket, y yo, por lo menos hasta los 8 o 9 años, pensé que el cricket era el fútbol de Chile. Mister Wilkins o Misses Wilkins nos ponía un palo de escoba en la espalda cuando nos veía almorzando o tomando desayuno medio encorvados. También se nos revisaban todas las mañanas las uñas que debían estar limpias y si andábamos o no, como correspondía, con camiseta. La chaqueta del uniforme, el blazer como le decían, era azul con un borde rojo y una insignia con las llaves de San Pedro que decía Labor Omnia vincit. Tan raro y anacrónico era el colegio que, junto a esta especie de cultura de internado británico estricto, tuvimos a lo largo de los años como profesores del ramo de castellano o de lengua —no me acuerdo cómo se llamaba— a dos connotados comunistas que viajaban desde el puerto: los profesores Luis Guastavino y Sergio Vuskovic; uno de ellos más tarde diputado y el otro alcalde de Valparaíso. Pero no fue con ellos que me picó el bichito de la literatura. Los recuerdo sí, como profesores abiertos y relajados que contrastaban con un ambiente estricto, en que incluso podía ocurrir que Mr. Wilkins llamara a su despacho a algún alumno y le pegara en el traste con una especie de huasca. Felizmente nunca me tocó. Y todo esto ocurría en los confines de la calle Arrieta, casi en las afueras de Villa Alemana, en un pueblo que en ese entonces era semi rural, pequeño y muy diferente de la gran ciudad dormitorio que es hoy día.
Mister Wilkins falleció de un repentino ataque al corazón y el colegio se acabó. Su mujer se trasladó a Viña del Mar con el colegio, pero el internado se cerró. Yo estaba cursando lo que hoy corresponde a segundo año medio con 13 o 14 años, había sido buen alumno y muy corto en edad para estar en lo que entonces era tercer año de humanidades. Mi mamá, feliz de tenernos más cerca, decidió no interrumpir la tradición de internado y nos postuló a la Escuela Militar. Era algo novedoso y los amigos decían que los cadetes con uniforme “pinchaban de lo lindo”. La Escuela Militar recién se había trasladado desde la calle ejército al recinto donde está hoy día. Cuando cursaba lo que equivale a Tercero Medio, nos hizo la clase de la asignatura de Castellano un joven profesor que venía llegando de España: Eugenio Matus Romo, estudioso y especialista en Pío Baroja. En la Escuela, en esa época, no había la obligación de hacer un examen o seguir las indicaciones o el programa del ministerio de educación. La autonomía de los profesores era total. Beneficiándose de esa situación, el profesor Matus nos hizo durante todo el año leer a Pío Baroja, desde sus obras más conocidas como Zalacaín el Aventurero, La busca, Aurora Roja y El mundo es ansi hasta algunas muy poco conocidas como El laberinto de las sirenas. Leímos ese primer año cerca de 12 novelas, y el siguiente, que equivalía a Cuarto Medio, otras tantas. Las clases no tenían el más mínimo asomo de autoridad, era un diálogo y una conversación distendida, con un profesor Matus amable y siempre cordial. A varios, Baroja nos cautivó por su espíritu anarquista y su capacidad de crear personajes atractivos y aventureros, y tal vez, secretamente, por la lejanía y distancia que tenía el mundo representado en sus novelas con el mundo autoritario y rígido de lo militar.
Algunos nos hicimos amigos del profesor Matus y formamos a mediados de ese año una academia literaria, en la que participó incluso un teniente, mi teniente Samuel Rojas Pérez, que además de ser militar estudiaba paralelamente leyes en la Universidad de Chile. El profesor Matus y el teniente Rojas organizaron un concurso literario de poesía que tuve la suerte de ganar, con un poema algo alambicado (los otros —pienso— deberían ser peores), poema que salió publicado en la Revista Cien Águilas de la Escuela Militar y que me significó, como premio, una salida libre en la mitad de la semana, desde las 18 horas hasta las 12 de la noche. Salidas que eran muy apreciadas cuando éramos cadetes. Recuerdo que, años más tarde, durante la dictadura, traté de ubicar al Teniente Rojas, que era entonces Brigadier General y Juez Militar de Santiago, para pedirle a nombre de la SECH (Sociedad de Escritores de Chile) que hiciera alguna gestión para que el escritor Armando Cassigoli, enfermo de cáncer en México, pudiese venir a morirse en Chile. No quiso atenderme y nunca me contestó.
Todo iba bien en la parte de los estudios y en el interés por lo literario, el bichito ya me estaba picando, pero no ocurría así en lo militar. Las buenas notas obtenidas en mi primer año de Escuela se tradujeron en que a fin de año fui nombrado Brigadier de dos estrellas, cargo que debía ejercer en el último año de la Escuela, equivalente a Cuarto Medio. El brigadier de dos estrellas tenía la responsabilidad de una compañía de tres secciones de cadetes reclutas, cada sección con alrededor de treinta alumnos. Los brigadieres teníamos que dormir en la misma cuadra de los reclutas y levantarlos en la mañana con la diana a las seis, vigilando que todos pasaran por el túnel de ducha fría, con excepción de quienes tenían algún certificado médico. Luego teníamos que picanearlos para que a las siete de la mañana se formaran por sección en el patio y conducirlos al casino a tomar desayuno, marcando el paso: un, dos, tres; un, dos, tres. También el brigadier tenía que formarlos a mediodía para escuchar la orden del día y llevarlos en correcta formación al rancho. Algunos fines de semana nos turnábamos para quedarnos a cargo de los cadetes que estaban castigados sin poder salir.
Pero para toda esta operación yo tenía un grave problema, una condición complicada: era muy joven y por alguna razón no había cambiado la voz. Tenía, en definitiva, una voz aflautada y de pito. Y cuando daba las órdenes de mando lo hacía con una voz chillona: “Atención firmes… cadete tanto y tanto… guarde bien la fila”, pero los cadetes se reían, y tal vez no podían tener otra actitud ante esa voz tan inadecuada y de nulo raigambre militar. Poco a poco el asunto se me transformó en un verdadero bullying, un bullying insoportable y hacia fin de año ya quería dejar el grado de brigadier e irme. A veces iba caminando por los pasillos de la Escuela y algunos cadetes —a los que no veía— se burlaban imitando mis aflautadas voces de mando. Fui a hablar con mi Mayor (siempre me ha llamado la atención ese "mi" posesivo que en las Fuerzas Armadas significa subordinación. Incluso a mí los cadetes reclutas me trataban de “mi brigadier”). Bueno, fui a hablar con mi Mayor, el oficial de más alta jerarquía que tenía la responsabilidad de la compañía a la que yo pertenecía. Fui a explicarle mi problema al personaje que era nada menos que Sergio Arellano Stark, el de la Caravana de la Muerte, uno de los mayores criminales de la dictadura junto a Manuel Contreras. Mayor que con voz terca y un bigote parecido a Stalin, mirándome para abajo, me ladró “déjese de leseras y hágase hombre”. Para hacerla corta, hacia el término del semestre me fui de la Escuela, tenía entre 15 y 16 años, renuncié a un lugar en que no existe la posibilidad de renunciar, fui por lo tanto despedido y degradado (me quitaron delante de toda la Escuela las dos estrellas) y se me otorgó un certificado de soldado de reserva que afirmaba que ya había cumplido con el Servició Militar. A fin de año di los exámenes por la libre, luego el Bachillerato y más tarde, después de unos años de hippismo y viajes a dedo por aquí y por allá, y también en barco, ingresé a estudiar Castellano al Pedagógico de la Universidad de Chile, ahora sí, con la voz ya cambiada.
He compartido esta respuesta al "¿cómo?" y al "¿cuándo me pico el bichito de la literatura?", porque estoy seguro que cada uno de ustedes vivió un proceso vinculado a sus propias biografías y a circunstancias muy particulares en que se les fue insinuando lo literario y los decidió —a veces contra la voluntad de sus padres o de las tías, que siempre opinan— a estar donde hoy día están.
Abordemos, entonces, la segunda pregunta: ¿para qué estamos en la literatura? Solo se puede intentar responder —pienso— después de años de estudio, de lectura y de carrera. Cuando ingresamos a estudiar, lo hacemos más bien por intuición, por olfato, pero somos incapaces de abordar una respuesta que requiere años de convivir y de “estar con la literatura” para darnos cuenta en qué sentido ésta nos aporta y enriquece como seres humanos. Nos vamos percatando que la literatura en todos sus géneros es un lenguaje especial, un medio de comunicación, expresión y conocimiento muy diferente al lenguaje de las matemáticas, lenguaje que es completamente abstracto, pues cuando decimos dos más dos son cuatro no hay ninguna concreción detrás del número dos ni del cuatro. El lenguaje literario es también diferente del lenguaje de la historia, ya lo señaló Aristóteles, al afirmar que la poesía es más universal que la historia, porque esta última relata solo lo que ha pasado mientras la poesía se refiere a lo que podría pasar. El estagirita pensaba en la poesía lírica, pero su reflexión puede extenderse a todos los géneros y al lenguaje literario en general. Afirmar que es más universal que la historia, implica decir que el lenguaje literario es más profundo, que tiene ciertas características especiales, que apunta más a la verdad esencial que a lo externo, y que es capaz de develar lo que está oculto. Es también un lenguaje diferente al de la ciencia, o al de disciplinas como la sociología y la sicología, lenguajes que son eminentemente conceptuales, racionales, y como veremos a partir de unas palabras de Dostoievski, por ser racionales son inferiores, y están limitados como discursos sobre el mundo.
Y esto aplica desde el minimalismo literario, desde un solo verso o imagen hasta su máxima amplitud como lenguaje en una novela como Ulises de James Joyce. Cuando Gabriela Mistral escribe “Indio que nace, pájaro muerto”, dice en un verso más y de modo más concentrado que una descripción histórica del mal trato al indígena. En diversas tradiciones culturales encontrar un “pájaro muerto” es indicio de mala suerte, pero también indicio de una gran ausencia, la perdida de la libertad. uando leemos algunos versos de César Vallejo como su llanto por “la dulce Rita de Capulí”, o por la muerte de su hermano, entendemos algo de la melancolía que es casi imposible decirlo en otro lenguaje: entendemos que la melancolía es la felicidad de estar triste. Cuando leemos en Mapurbe, de David Aniñir, el verso que dice “soy nieto de Lautaro y estoy esperando la micro para ir a hacerle el jardín a un rico”, es un verso que desde lo fragmentario nos da un panorama mas profundo, subjetivo y objetivo, con presente y pasado, de la situación de los mapuches que viven en la gran urbe metropolitana.
Una de las células que da vida al lenguaje literario es la metáfora: una creación individual y a veces colectiva, que no descubre una conexión de la realidad dada, sino que la inventa, y de alguna manera da vuelta aquello a que se refiere y lo ilumina mostrándolo desde un nuevo ángulo, que lo enriquece y que dice más que una mera descripción literal. Maniac es una obra reciente de Benjamín Labatut, joven autor chileno que ha tenido extraordinario éxito y numerosas traducciones a otros idiomas. Sus novelas se basan en la biografía de grandes científicos a los que ficcionaliza, en la línea de lo que es la película Oppenheimer. (A propósito, una digresión: el cine como lenguaje es muy cercano a la literatura, no es casual que a ambos lenguajes les convenga la categoría de ficción). En la novela Maniac, el primer capítulo se centra en Paul Ehrenfest, físico austríaco y amigo íntimo de Einstein. La novela empieza cuando en 1933 este físico se suicida matando antes a su hijo, niño joven que padecía síndrome de Down y una severa atrofia de las articulaciones que no le permitía caminar. Abro Wikipedia y, efectivamente, Paul Ehrenfest fue un físico judío austriaco no cuántico, uno de los más cercanos amigos de Einstein, que se suicidó en 1933 disparándole previamente a su hijo. La primera escena de la novela rememora una visita de Einstein a la casa de su amigo, el hijo de Paul Ehrenfest que lo reconocía y adoraba, y que al verlo entrar se desplaza arrastrándose hacia la puerta: “el dolor en sus articulaciones llegaba a ser tan grande que muchas veces sólo podía desplazarse por el suelo, arrastrando las piernas como si fuese un pequeño cocodrilo”. La imagen de pequeño cocodrilo es plurisignificativa: implica desbalance, movimientos inarticulados y un esfuerzo supremo con las fauces abiertas. Dice mucho más que “se acercó moviéndose para lado y lado”.
En cuanto a una mayor amplitud del mundo literario, como ocurre en las novelas, resulta decidor que algunos siquiatras y psicólogos sostengan que lo que ellos han aprendido y estudiado a lo largo de años, está todo en la obra de Fyodor Dostoievski, particularmente en Los hermanos Karamazov. Pero está no de modo conceptual, sino vivencialmente, en trance de ocurrir, en potencia y no sometido al cedazo de la razón o de la metodología de una determinada disciplina. Está como mundo vivo en trance de ser. El propio novelista ruso hizo en sus Memorias del subsuelo, una afirmación que parece autorizar la opinión de estos siquiatras y psicólogos.
Escuchen bien lo que escribió, en pleno siglo XIX: Yo deseo vivir dando satisfacción a todas mis facultades vitales, y no únicamente a mi facultad de razonar, que no representa, en suma, sino la vigésima parte de las fuerzas que hay en mí. ¿Qué sabe la razón? —se pregunta, y responde: únicamente lo que ha aprendido (nunca sabrá más seguramente). Esto no es un consuelo —dice— pero no hay que disimularlo. En cambio, la naturaleza humana obra con todo su peso, por decirlo así, con todo su contenido, a veces con plena conciencia y a veces inconscientemente. Comete algunas pifias, pero vive… Está viva…
Cuando el autor ruso dice “yo deseo vivir”, está, sin duda, diciendo “yo deseo escribir con todas mis facultades y no únicamente con la facultad de razonar”. Son afirmaciones que revelan su lucidez sobre el lenguaje literario y sus particularidades como medio de expresión y de conocimiento, como un discurso sobre el mundo en que su fuerza reside en lo prerracional, en lo preconceptual. Entendemos que la poesía, la novela y la literatura son un modo de acontecer la verdad, de desocultar la urdimbre de la realidad mediante el lenguaje. El pensar literario penetra y le quita el velo a lo habitual y abre la puerta a lo nuevo, incluso nombra lo que no tiene nombre como ocurre con la obra de Kafka y el adjetivo de “lo kafkiano”, adjetivo que nombra desde la literatura algo que tal vez conocíamos pero que no tenía nombre. El conocimiento que provee la literatura, y también el arte, no es del mismo tipo del que se obtiene por la vía empírica o por la vía del razonamiento, se dice incluso de algunos poemas o de algunas obras que nos iluminan, o sea que arrojan luz sobre lo que está oscuro. Lo que estamos señalando conlleva un gran desafío y tiene serias implicancias en el modo cómo enseñamos o deberíamos enseñar la literatura. La tarea es abrir esa luminosidad del poema o de una novela y compartirla o descubrirla con los alumnos.
La lectura es una experiencia en términos imaginarios, pero también implica conocimiento, pero de un modo en que lo existencial es anterior a lo cognitivo, un camino vivencial que se proyecta en otros planos. Cuando leemos Aves sin nido de Clorinda Mato de Turner, Trilce de César Vallejo, La ciudad y los perros de Vargas Llosa, y Los ríos profundos de José María Arguedas, asistimos y vivimos un experiencia imaginaria en que hay datos y emociones, objetividad y subjetividad del Perú, y de los modos de ser peruanos. Otro tanto podría decirse con respecto a México, si leemos Los de abajo de Mariano Azuela, Pedro Páramo de Juan Rulfo y algunas de las obras de Elena Poniatowska o de Cristina Rivera Garza. El tipo de conocimiento que aporta el lenguaje literario no corresponde a proposiciones o afirmaciones pertinentes al discurso histórico, al pensamiento conceptual o filosófico, el lenguaje literario nos muestra y nos introduce en el mundo de una manera diferente a otros lenguajes, y constituye en ese sentido una experiencia única.
De lo señalado se desprende que la literatura nos adentra en mundos paralelos al real, nos sensibiliza con respecto a los demás seres humanos, nos despierta hacia otras situaciones. Las obras literarias que perduran, afirma la filósofa española María Zambrano, constituyen un hallazgo estético de alguna verdad esencial, honda e interesante para el ser humano.
Respecto a la gran tradición literaria se suele afirmar que hay un conjunto de obras en que existe consenso de su relevancia, como La Divina Comedia de Dante, Don Quijote de la mancha de Cervantes, novelas y relatos de Dostoievski, Tolstoi, Thomas Mann, Herman Hesse, Kafka, Jorge Luis Borges, García Marquez, también las obras de Shakespeare, Sófocles, Homero y Virgilio, entre otros. Se dice que son obras que exploran las profundidades de la experiencia humana que, en lo esencial, no ha cambiado a lo largo del tiempo. Son obras —se afirma— que contienen en lenguaje literario la experiencia humana acumulada durante milenios con su carga de verdad y de misterio
No estoy, sin embargo, totalmente de acuerdo con estas miradas que centran la riqueza del lenguaje literario y de la experiencia estética únicamente en el canon y en la tradición instalada. Hay fenómenos históricos y de contexto que implican una revisión del canon. La relevancia estética y el gusto literario son históricos y van sumando —y a veces también restando— de acuerdo a los contextos sociohistóricos, que son cambiantes. Por otra parte Occidente —como dijo alguna vez Jean Paul Sartre, pensando en el viaje de Colón— fue un accidente y no es todo el mundo. Concuerdo con el crítico y ensayista mexicano Carlos Monsiváis, quien sostiene que la cultura tradicional instalada, la cultura letrada (o la alta cultura, como se la suele equivocadamente llamar), la cultura de masas y la cultura popular son tres ramas de un mismo árbol. Entre ellas se producen en la literatura cruces y apropiaciones, traslados y reubicaciones. Basta recordar la novela Boquitas pintadas de Manuel Puig, que sigue el formato del folletín y de las revistas del corazón. Ahí está también la recanonización de escritoras mujeres, de autoras significativas del pasado que son hoy redescubiertas, como es el caso de Marta Brunet. Ahí están también obras relevantes de lo que podríamos considerar como las humanidades del pueblo, estoy pensando en la obra de teatro La negra Ester, o en la poesía de Violeta Parra y algunos textos de su hermano Roberto o en la obra de Pedro Lemebel y de algunos poetas mapuches. O en los casos de Manuel Rojas y de José González Vera, un tiempo trabajadores ambulantes en medios populares, en recintos ácratas del barrio de la Chimba y cuyas obras, pienso en Hijo de ladrón y en Alhue, acarrean un alto contenido de esos mundos, mundos que el historiador Gabriel Salazar califica de bajo pueblo, obras que hoy día están plenamente instaladas en el canon de la literatura nacional.
El conocido concepto de catarsis que Aristóteles aplicó a la tragedia, en el sentido de una purga edificante en el espectador, en que se produce un efecto purificador, en la medida que se viven imaginariamente grandes emociones como el terror, el amor y el miedo, pero no viviéndolas ni padeciéndolas en la vida real. Con perdón de las profesoras de literatura clásica, voy a ser iconoclasta en lo que voy a afirmar, pero pienso que la catarsis aristotélica opera hasta en las teleseries. A fin de cuenta se trata de un género audiovisual que se rige por los mismos parámetros del folletín, género en que se publicó originalmente la novela Martín Rivas de Alberto Blest Gana, obra que nos permitió vivir las emociones y experimentar una catarsis a través del pimpón amoroso entre Martín Rivas y Leonor.
Es necesario ampliar el campo de lo literario más allá del canon clásico instalado. El año pasado tuve un alumno que en su trabajo de graduación estudió y analizó un manga japonés, y estaba tan emocionado con los personajes y la obra como quien lee La Ilíada o La Odisea. Estoy consciente que el relativismo estético es un tema debatible, pero como nos enseña la estética de la recepción, la lectura en tanto instancia de conformación de sentido no es homogénea, opera de modo diverso en el tiempo y en el espacio, incluso en el tiempo individual. Cuando leí por primera vez Platero y Yo de Juan Ramón Jiménez llegué a saltar de euforia estética con el burrito de marras, pero cuando leí, años más tarde, el mismo relato poético me pareció sensiblero, pegajoso y hasta cursi. El texto no había cambiado, el que había cambiado era yo.
De lo señalado hasta aquí, podemos colegir que estamos en la literatura y en el lenguaje que la caracteriza por su capacidad de profundizar lo humano, de abrirnos a experiencias nuevas con todas nuestra facultades y no solamente con la razón, que la pobrecita sabe —cómo señaló Dostoievski— sólo lo que le enseñan. Pero no estamos en la literatura en cualquier parte, no estamos en el Instituto Cultural de Providencia ni en la Universidad de San Sebastián, estamos en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile. Una Facultad de tradición pública, alerta y con espíritu crítico a lo que ocurre en el mundo político y social, tanto en Chile como en el plano internacional.
Cuando en 1966 ingresé al Instituto Pedagógico, a lo que hoy día es la UMCE, en el patio central me encontré con 15 enfermeras vestidas de blanco y con camillas, recolectando sangre para Vietnam, y a la semana siguiente, con la visita de Angela Davis. En esa tradición me siento tentado de pedir no uno sino diez minutos de silencio por lo que esta ocurriendo en Gaza y por un "no a la Guerra” donde quiera que ella se dé. Pero sería abusar de la paciencia de ustedes. A lo que apunto es a que estamos en una comunidad politizada, en que opera la dimensión ideológica. Situación que conlleva con respecto al “estar en la literatura” ciertos peligros. En la década del 60', cuando ingrese al Pedagógico estaba en auge la Revolución Cubana, el anti-imperialismo, los primeros atisbos del Quilapayún, la idea de que vivíamos una época en que la independencia y soberanía de América Latina estaba a la vuelta de la esquina. En ese contexto emergió y se cristalizó la narrativa del boom: la mayoría estábamos instalados en la utopía de la revolución. Despreciábamos a Jorge Luis Borges y a su obra por sus ideas y su pensamiento conservador, recuerdo incluso que llegamos a hacer una campaña para que no se le otorgara ni el Nobel ni algún premio internacional. O sea, atribuíamos a su obra, a la literatura, la ideología y el pensamiento del autor: a una literatura que hoy día es valorada por moros y cristianos. Estábamos con la ideología del autor y no con la literatura. Por cierto, toda obra tiene una dimensión política e ideológica pero indirectamente, no de modo declarativo, ni racional, la tiene en tanto lenguaje literario con sus particularidades y ambigüedades. Es un error, que de alguna manera se sigue cometiendo hoy día, cuando se niega la poesía de Neruda por algunos hechos reprobables que cometió cuando joven. Nosotros mismos tendemos a negarnos a leer la obra del Vargas Llosa desde que se convirtió en Marqués y en un personaje de la farándula y de las revistas del corazón, una especie de galán peinado a la gomina, pero resulta que en estas décadas a pesar de haber cambiado sus ideas y de ser enemigo declarado de la Revolución Cubana que en el pasado apoyó, ha escrito excelentes novelas como La fiesta del Chivo, sobre el régimen del dictador Leónidas Trujillo en la república dominicana. Balzac —dicen sus biógrafos— era monárquico, pero su obra es un retrato de la ascendente sociedad burguesa y es antimonárquica. O sea la excesiva politización puede llevarnos a sobreponer la ideología y el pensamiento del autor sobre la literatura. Son canales diferentes que no siempre coinciden.
Finalmente, tenemos que bajar a lo pedestre, probablemente alguna tía o algún pariente se estará quejando por lo que estudiamos y disfrutamos quienes estamos en la literatura: "¿qué van a hacer —pensarán— si tienen hijos?", "¿de qué van a vivir?", “como quisiera que hubieran estudiado leyes o alguna ingeniería, incluso gasfitería en INACAP o en el DUOC”. Soy optimista al respecto. Si el actual gobierno y los que vienen no invierten más en educación y sobre todo en la educación pública, el destino acerbo del país tiene pocas vueltas, habrá que mejorar los sueldos y las condiciones de vida de los profesores, invertir en la mejor preparación, pero conservarles los dos meses y algo en que no hacen docencia, que tengan el caramelo de unas vacaciones más largas. Soy también optimista porque vislumbro una cesantía ilustrada, hay tantas escuelas de leyes y de sicología y se reciben tantos abogados/as y psicólogos/as cada año que les será cada vez más difícil encontrar trabajo. Además, como dice por ahí Dostoievski, los abogados son personajes que arriendan su consciencia. Es preferible, en ese panorama, ser un cesante que orgullosamente y contra la voluntad de tíos y tías disfrutó y estudió lo que quiso, enriqueciendo su espíritu (sea eso lo que sea) y no solo pensando en lo pedestre.
Muchas Gracias.
Bernardo Subercaseaux.
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El Profesor Bernardo Subercaseaux es Ph. D. en Lenguas y Literaturas Romances por la Universidad de Harvard y Licenciado en Filosofía con mención en Literatura General, por la Universidad de Chile. Su campo de estudio es la modernización y cultura latinoamericana, especialmente en las áreas de literatura y comunicación. Actualmente, se desempeña como Director del Centro de Lenguas y Culturas del Mundo, unidad académica dependiente de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile.