Ramiro Cachile

Me sacudió los hombros. Un poco, para ahuyentar el sueño. De todos modos, ya estaba despierto. Los filamentos de una luz tenue, artificial, se filtraban a través de la persiana. Cortaban a la mitad la oscuridad de la habitación con la precisión de un bisturí. No amanecía, no todavía. Apenas había dormido, ansioso por lo que iba a pasar. Abrí los ojos, papá se llevaba un dedo a los labios y me guiñaba uno de los suyos. Lupe dormía en la cucheta. Estaba abrazada a Piglet, el premio de la máquina de peluches. Mamá había dejado la ropa doblada a los pies de mi cama: un par de medias, el pantalón buzo, el polar, la gorra de Estudiantes, el inhalador. El motor incansable del mar tronaba a lo lejos y a los costados, abajo y arriba, en todos lados donde inclinara mi cabeza. 

Salimos de la habitación en silencio. Tomé un jarrito de leche caliente en la cocina. Papá, café. Miraba fijo la llama azul del calefón que se asomaba a través de la ventanita incendiada. Parecía atento a sus movimientos, sus fluctuaciones. Ya estaba prendida desde antes de nosotros, la llama. Debe haber sido el portero, eso dijo mamá, mientras repasaba la mesada con un trapo amarillo y húmedo. Ahora papá se rascaba la espalda. En sus ojos, el fuego solitario del piloto. También, la pesadez del sueño. Con sus uñas, lijó un granito, un pequeño volcán que brotaba en su omóplato izquierdo. Sangró, apenas. Se miró la punta del dedo con una mancha roja y la lamió. Se puso la remera, la campera rompevientos y agarró las cañas. 

Vos agarrá tu caja piscuí, dijo. 

Mi caja. Piscuí. Las dos cosas habían sido un regalo de cumpleaños. La caja tenía dos compartimentos que se desplegaban cuando se abría. Guardaba anzuelos, boyitas amarillas y naranjas, plomadas de distintos pesos, mosca, hilo, tanza, un cuchillo para destripar, un tenedor por las dudas, curitas, flumetasona. Todo lo que podía necesitar. Una responsabilidad. Un aval primitivo, tradicional. En cambio, piscuí era su forma de tenerme cerca, de sonreírme, de batirme el pelo. Una palabra, una cuerda. Heredada, también. Del abuelo a él, de él a mí. Antes de salir, entró al baño. Bancá que meo, dijo. Y cerró la puerta. El chorro de pis golpeaba contra el agua ancho, sólido. Mi pis no sonaba así, mi pis era suave como el pis que hacía Lupe, como el pis que hacía mamá. Yo quería mear así, como él: enérgico, fabuloso.

Atate los cordones, piscuí.

Me agaché y me hice un doble nudo. Levantó el pulgar y respiró profundo. No sé por qué siempre hacía eso antes de salir. Detrás de la puerta, el edificio. Su estructura básica, geométrica. Los pasillos oscuros. La luz recortada del ascensor que trepaba hasta la mitad de una pared. El interruptor un poquito más allá. Prendela mientras cierro, me dijo. Después murmuró algo. Lo hizo a través de la puerta entornada. Puso la boca ahí, soltó unas palabras que no entendí. Como un ritual, un hechizo para que el departamento cuide a mamá y a Lupe hasta que él vuelva. Protección. Caminé delante de él, apenas. Acelerá que te voy a pisar las zapatillas, dijo. Salimos del edificio y enfilamos para el mar. La calle Zuviría, en bajada. Un chiste que papá no se ahorró. Había algunos autos estacionados, en diagonal, durmiendo. Dijo que era para que no patinen, no se caigan. En los balcones de los departamentos, se meneaba la ropa colgada. Los toallones, las mallas, los pareos, las antiparras. Hacía frío, pero me daba igual. A papá también. El sol era una línea naranja en el horizonte y él iba detrás mío, empujando sin tocarme, con su figura amplia, impenetrable: cubría mis espaldas. Me di vuelta y lo miré. Tenía lagañas en los ojos, la marca de los anteojos en el bronceado de la cara y rengueaba un poco.

A esta hora me duelen las rodillas, dijo.

* * *

No corras tanto, te digo. Te vas a caer, te digo. Y vos corrés igual. La puta madre. No, no repitas eso. Eso no se dice. Yo no te pido que entiendas. Si sos tan chico, tan chiquito. No puedo pedirte que entiendas. Por favor, hacé caso. Subí al auto. Quedate quieto. Quietito. Y ponete el cinturón. Tu madre ya viene. Se está cambiando tu madre. Ya viene. Clara, dale, por favor. Se hace tarde. Siempre lo mismo con esta mujer, siempre a último momento. No, no te digo a vos Nico, le digo a tu madre. No, ya sé que no está acá, eso me lo digo a mí. A mí como si se lo dijera a tu madre. Es como hablar solo. Bueno. No me hagas caso, Nico. 

* * *

Cruzamos la costanera. Lento el paso, calmo. A esa hora, la avenida era una larga frontera, un trazado gris y opaco que le ponía límite al mar; con los semáforos titilantes y amarillos ordenados en secuencias pares; sin el cardumen de autos que la atravesaba durante el día. Era, también, un borde donde los edificios apoyaban las sombras deformes de sus espigas. El salitre del agua empezó a ensortijar mi olfato, a trepar por mi boca. Las olas rompían con un sonido tan puro como el de los caracoles vacíos. Nunca las había escuchado así. Sin los gritos de los niños, sin la música de los balnearios. Se lo dije a papá y él apretó los labios y pestañeó con determinación, como si, una vez adentro de su sistema, quisiera encerrar mis palabras, guardarlas para más adelante. Después dijo: así habla el mar cuando no está rezongando. Repetí su gesto, atrapé su enseñanza.

En la arena, nos descalzamos. Fría, tenía otro cuerpo, otra contundencia. Los pies se nos hundían sin la urgencia abrasadora, y una levedad, propia de los hombres de mar, nos subía por los tobillos y las pantorrillas. Sentí una calma diferente, casi involuntaria. Éramos, los dos, parte de algo inmenso, inconmensurable. Estábamos solos. Balneario del Sol. San Bernardo City. Así le decíamos. Apoyamos las cosas, desplegamos las reposeras. Papá clavó las estacas para las cañas: las había armado él, en su galpón de trabajo. Me había dado unos anteojos grandes que parecían salidos de una película de ciencia ficción; me había dicho: tené cuidado, piscuí. Mirá qué maravilla esto. La máquina soldadora creaba chispas entre la varilla y los aros de acero, fuegos fugaces que florecían y se disolvían en el aire. Después, la materia se unía, con forma, con método. Una misma cosa. Ahora, papá y yo, frente al agua, armábamos las líneas y buscábamos almejas para la carnada. El mar, tras su retirada, sembraba su semilla viva, su semilla en movimiento: entre las líneas de espuma, miles y miles de caracoles y mejillones se hundían, a toda velocidad, en la arena. 

* * *

Tomá. Agarrá. Tomá tu pelota. Sí, va a estar la tía y el tío. La abuela Vivi también. Van a estar, pero para verlos te tenés que portar bien. Así que, ahora vas a hacer un poco de silencio. Que a tu papá le duele la cabeza, ves, acá en la frente me duele. Tocá. Despacito. Eso. Me duele mucho. Sí, mucho. Como a vos cuando te duele la panza, a mí la frente. No, eso que me pongo en la boca me ayuda a respirar. Mirá, respirá conmigo. Primero adentro. Sostené. Ahora, afuera. Muy bien, muy bien. Bueno, a mí me cuesta un poquito más. A veces. Justo, mirá. Ahí viene mamá. Decime una cosa, Nico. Decime que te vas a portar bien. ¿Te vas a portar bien?

* * *

Cosechamos algunas almejas. Papá y yo.  Las pusimos en un tacho de pintura vacío que habíamos encontrado en el departamento. Con un fibrón negro e indeleble que había en mi caja de pesca, escribió: Carnada. Las cosas, hasta ese momento, se ordenaban de manera natural, sistemática. Lo miré orgulloso, al tacho; lo sacudí para escuchar el crepitar de los caparazones de nuestra cosecha. Pensé que podía guardarlo como un souvenir. A lo lejos, en el horizonte recortado de la playa, una figura se resolvía serpenteante y confusa. Al principio, no le di importancia. Su sombra se alargaba, un poco exagerada; una recta, una estría que barría la arena en dirección a nosotros. En el cielo, el naranja iba arrastrando a la oscuridad después de la ciudad; la empujaba más allá, por la cornisa del horizonte. Papá engarzaba la carnada en el anzuelo. Papá era el mejor para eso, y aunque me había enseñado, sus dedos trabajaban al bicho con una sutileza que yo no podía imitar. 

Era una mujer. La figura. Estaba descalza y con un zapato en cada mano. Caminaba por la orilla. A veces, una ola leve, menor, le tapaba los pies y los devolvía limpios y perlados a la superficie. Tambaleaba, se apoyaba en hombros imaginarios. Al este y al oeste, equilibrista. Dibujaba huellas zigzagueantes tras sus pasos. Parecía la sobreviviente de un cataclismo o estaba borracha. Dame bola, piscuí. Papá me enlazó con su truco. No fallaba. Me trajo de vuelta al mundo. El suyo. El nuestro. Alcanzame la otra caña, dijo. La mía. Era un poco más chica. Era plegable, también. De río. Son cumplidoras estas, dijo. Va a enganchar una corvinita, un bagre. Después me enseñó: esto es fibra de vidrio, piscuí. Esto es lo que hace tu papá en el trabajo. Me guiñó el ojo y acaricié mi caña. No encontré diferencia con el plástico. No se lo dije. Tampoco le dije que esa mujer ya estaba demasiado cerca nuestro.

Papá se metió hasta las rodillas y tiró. De vez en cuando, el agua lo tapaba hasta la cintura. Era mitad papá, mitad mar. La línea, con la plomada como guía, pasó la segunda rompiente y se hundió. Lo supuse, no la pude ver. Una ola enorme, implacable, la tapó. Una ola que fue perdiendo consistencia y peso hasta llegar a papá. La mujer lo observaba. Había frenado su paso a unos metros míos. Escuchaba su respiración, sus carraspeos. Prendió un cigarrillo y su cara se envolvió de un humo breve que se deshizo en el viento. El salitre y el tabaco. La saludé, hola, le dije. Sin embargo, conservó el silencio. Nunca le sacó la vista a papá. Él sostenía la caña con las dos manos: la punta se doblaba y recobraba su forma al ritmo del agua. Después empezó a caminar hasta la orilla, con alguna dificultad. Traía la malla mojada; los pelos de la pierna dorados y brillantes, como embadurnados en aceite. Pasame la otra caña, piscuí. Dijo y no me miró. Dijo, mientras se sacaba el mar de los ojos y miraba a la chica.

* * *

Ahora vamos a hacer esto, Nico. ¿Me escuchás? Prestame atención. Qué hermosa te queda esta remera. Saliste a papá, eh. No le cuentes a mamá. Bueno, vamos a entrar ahora. Vamos a saludar a la tía Lupe, a la abuela Vivi. Les vas a dar un beso grande, grande. No les vas a preguntar por qué lloran o por qué están tristes. ¿Me prometés? ¿Me prometés que no les vas a preguntar? Ya lo sé, Nico. Si vos sos de oro, sos un genio. Vas a entrar de la mano con mamá. No vas a gritar, no vas a correr. No se puede correr en este lugar porque es un lugar… Escuchame. Es un lugar donde la gente se siente mal. ¿Dónde está mamá? Ah. Fue a buscar flores allá. Enfrente. ¿La ves? A la florería esa, la verde. Sí, es una florería eso. Es verdad… Si la verdad que parece un puesto de diarios. Pero no, no es. Fue a buscar flores. Para el abuelo. Se las vamos a regalar al abuelo. ¿Qué te parece? Sos un como un ángel vos. ¿Sabías dónde hay ángeles también? 

Vení, dame un abrazo.

* * *

Empezó a sacarse la ropa. Ella. Antes tiró el cigarrillo y lo tapó con un poco de arena mojada. Miró a papá y sonrió. Tenía los dientes blancos, los labios anchos y agrietados; el rimel corrido. Después, se sacó la camisa. Se bajó el pantalón. Los hizo un bollito y apoyó los zapatos encima. Se quedó en bombacha y corpiño. Las tetas firmes, algo planas, no eran las que yo había visto por revistas ni por televisión. Cuidame, dijo. Y me miró a mí. Los ojos de nácar, la piel de bronce. Mi estómago agarrotado; la garganta árida, ahora. Estéril. Busqué el inhalador de la caja, sin sacarle la vista. A pura intuición. Desparramé todas las boyas, los anzuelos. Me lo puse en la boca. Aspiré profundo hasta llenar el vacío. Caminó hacia papá, ella. 

Él, quieto, solo la observaba. 

El sol se asomó en el horizonte y se repartió en miles de rayos chatos, pegados a la superficie del agua. Uno de ellos me alcanzó y convirtió a papá y a la mujer en una misma cosa: una silueta de bordes imprecisos, confusos, en la orilla del mar. Forcé los ojos, a contraluz. La vista se colmó de retículas líquidas, esmeriladas. Fueron apenas unos segundos. Me limpié con la manga del buzo y me paré para ver mejor pero, como decía papá, la vista es un sentido remolón: tarda en recobrar la postura. La silueta ya se había separado, había vuelto a su composición original y papá ya estaba conmigo. Su cara, sus arrugas incipientes, se estiraban, como forzadas por un hálito creador. No me miró. La mujer, desnuda ahora, se hundía de cabeza en las olas y resurgía en la calma tras la rompiente. Nadaba un poco. Se frenaba a respirar, cada tanto. El pelo largo y mojado era una masa única, de movimientos finos: caía por el cuenco de su espalda como la cola de un pez extrañísimo. 

* * *

Ahora a dormir, te digo. Ponete el pijama, dale. El abuelo ya está en el cielo. Sí, con los ángeles. Muy bien. Y sí, algún amigo va a hacer allá. Quedate tranquilo. Claro, y va a poder hinchar por el Pincha. ¿Cómo no? Como dice la canción ¿te la acordás? A ver, cantala. Despacito que mamá se durmió. ¡Muy bien! Bueno, ahora a dormir. ¿Dale? ¿Una historia? Pero papá, está cansado y un poco triste también, como vos. Y le duele la cabeza. ¿Sabés? Si, ya sabés. Bueno, una cortita. Una historia cortita. ¿De animales? ¿O del pincha? Vos tapate. Apago la luz, eh. No te asustes. Dale, vos podés. Escucha mi voz, nada más. Cerrá los ojos. No tengas miedo.

Yo te voy a contar una historia, piscuí.

* * *

Se acercó hasta el bulto de ropa, papá. Con una mano sosteniendo la caña, con la línea como un cable de alta tensión penetrando el mar, se inclinó apenas para dejar el corpiño y la bombacha de la mujer. Corrió un zapato y lo puso encima. Después, encajó la caña en la estaca, se sentó en la reposera y suspiró. Tenía la mirada perdida en la potencia de un sol joven, nuevo. Tenía una mueca relajada, satisfecha. Le alcancé mi caña, pero me mostró la palma de su mano. En un ratito, Andrés. Dijo. Apoyé mi caña en el piso, con cuidado de que no se enredara la tansa. Ordené mi caja de pesca. La cerré y la aseguré. Me senté en la reposera, al lado de él. Juntos, los dos. En silencio. El motor incansable del mar tronaba adelante nuestro, y a los costados, abajo y arriba, en todos lados donde inclinara mi cabeza. El día surgía sereno, despejado. Esperamos un rato. No picó nada. El calor empezó a quemarnos la piel.

Shadows on sea and sandErich Hartmann (1979). Santa Monica, California.

 

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Ramiro Cachile. Nací y crecí en La Plata, vivo en San Telmo. Estudié Comunicación y otras cosas. Publiqué un libro de poesía: Devenir, con Halley Ediciones; y un libro de relatos: Desaforado, con Ediciones Diotima. Asisto al taller de Santiago Craig y doy mi propio taller de escritura.