Por Abril Beautemps

Yo y Greta habíamos salido temprano del colegio. Como estábamos en sexto, ya podíamos irnos solas. Éramos grandes. Todas las chicas de quinto nos miraban en la salida, mientras esperaban a que las buscaran sus papás. Se sentaban en fila india porque nadie les había avisado que ya no se usaba. Se decían cosas entre ellas como en un teléfono descompuesto, boca con oreja con boca con oreja. Estoy convencida de que hablaban de mi pollera. Ese año, había empezado a enrollármela a escondidas mientras izaban la bandera. Mamá no sabía, pero seguro que las mamás de mis amigas sí. Greta no se animaba a hacerlo porque la suya le decía que eso era de “nena fácil”. Vaya una a saber de qué estaba hablando. Pero yo veía la cara de Greta cuando le pedía que me sostuviera la mochila para girarme el doblez. Y su mirada era igual que la de las de quinto.  

El día anterior habíamos quedado en ir a su casa esa tarde. El plan era llegar, comer, ver algunas figuritas que me había prometido que tenía guardadas para mí y mirar una peli. Pero el plan cambió desde el principio porque salimos temprano. Y no podíamos ir para allá, no hasta el mediodía. 

     —¿Por qué no? —le pregunté.  

     —Porque no puedo avisarle a mi mamá. Y ella nos espera al mediodía. 

No le insistí porque sabía que me iba a responder lo mismo. Greta se aprendía de memoria lo que le decía su mamá como si fuera un guion del que no podía salirse. De grande, quería ser actriz.  

Empezamos a caminar en círculos. Quisimos comprarnos jugos en el quiosco pero no nos alcanzaba con la plata que teníamos encima (¡ni siquiera para uno solo!). Al final terminamos entrando al Parque Centenario. Era gigante, no me pude imaginar nada más grande que ese lugar. Greta me dijo que ahí había conocido a Tomás, su novio. Tomás no iba al mismo colegio que nosotras, y era más grande. Yo nunca llegué a conocerlo, pero Greta me contó que su pelo era rubio y sus ojos, marrones. Lo único en lo que nos fijábamos cuando se trataba de chicos era su color de pelo y su color de ojos. El resto daba un poco lo mismo. En ese momento, yo no tenía un novio. Pensé que, si Greta había conocido a Tomás ahí, entonces tenía que haber otro como él dando vueltas. Aparte, el lugar era enorme. Sí, alguno tenía que haber. Pero yo lo quería morocho. Y de ojos celestes. Se me ocurrió que por ahí nos cruzábamos a Tomás y Greta lo invitaba a su casa también. Así no íbamos a poder intercambiar figuritas tranquilas.  

     —Mejor vamos por afuera —le dije. Ella no se resistió ni un poco. A lo mejor Tomás ni siquiera existía.  

¿Tener un novio también sería de “nena fácil” para la mamá de Greta? 

Cuando retomamos el camino por la vereda, se nos vino encima un tumulto de gente. Había una feria, y vendían de todo: libros, discos, DVDs, bijouterie. Me pareció ver un par de aritos re-lindos, violetas. Brillaban, dos estrellas colgantes. En unos años, cuando pudiera cambiarme de aritos como hacía mamá, iba a volver y me los iba a comprar. Si había otros parecidos, se los iba a regalar a Greta. Nos apretujamos entre nosotras para salir de ahí, yo iba adelante y ella me agarraba de la remera.

Llegamos a un claro donde se podía caminar bien. Era la parte rara de la feria. En un estand había una mujer que parecía una bruja, con muchas redes superpuestas en los brazos y maquillaje oscuro. Sobre la mesa, mostraba sus velas artesanales, sus palos con olor (inciensos, así se llamaban) y cartas con dibujos sin copas ni bastos. Unos tablones de madera vacíos más allá, me pareció ver movimiento. Un movimiento blanco, pero también marrón y negro. Era raro, nada de lo que solía haber sobre las mesas se movía. Esculturas de madera, fósforos tallados, piedras que prometían cosas imposibles. Algo en ese movimiento me obligó a quedarme quieta. A Greta no le pasó lo mismo: me tironeó del brazo y en un minuto estuvimos enfrente del estand. Conejitos. Regalaban conejitos. 

     —¡Qué lindos! —decía Greta. 

Eran tan tiernos que daban ganas de apretarles los cachetes y comérselos. No de manera literal, obvio. Era un tipo de hambre diferente al de los domingos a la hora de la merienda. Un hambre más difícil de llenar. Todos eran iguales, porque eran igual de bonitos. Pero había uno que no se movía como el resto. Mientras Greta acariciaba a los otros, levantando las manos bien arriba por si saltaban, yo me quedé mirando al conejo manso. El pelaje oscuro le resaltaba los ojitos, que me hacían acordar a las canicas azules de mi hermano. Tanto le resaltaban que daba impresión. De todos los conejitos, era el más feo y el más aburrido. 

     —Llevémoslo. Llevemos ese. 

Greta me miró como saliendo de un trance. La sonrisa, parecida a la que ponía cuando jugábamos con los chicos del B en el colegio, se le fue rapidísimo.

     —¿Estás loca? Yo les estaba haciendo mimos nomás. No podemos llevarnos uno. 

     —¿Por qué no? 

No me supo responder. Ese escenario no venía incluido en los guiones de su mamá, así que no tenía reacciones aprendidas. Nos preguntaron si queríamos una caja de cartón. Dije que no. Le pusimos Pelusa, lo metí en mi mochila (dejando el cierre abierto) y seguimos dando vueltas. A Pelusa le encantaba pasear. Cuando se hicieron las doce, casi que me dio pena tener que irnos del parque. Había sido la primera casa de Pelusa.

Cruzamos en la esquina de Greta y me dijo que iba a tener que cerrar la mochila. Su mamá no se podía enterar, porque la iba a matar si el conejito le roía los muebles. Me pareció bien. Iba a ser nuestro secreto. No le dije lo que ya sabía, que su mamá se iba a terminar enterando. ¿Para qué? Cuando pasara, ya íbamos a haber intercambiado las figus y ya íbamos a haber visto la peli que queríamos ver. Con suerte, yo ya iba a estar en mi casa. Entramos por la cocina, que olía a milanesa y a pan tostado. La mamá de Greta apareció de la nada. Me saludó por mi nombre y yo me di cuenta de que no me sabía el suyo.  

     —Dejen las mochis en el hall y vayan a lavarse las manos. La comida va a estar lista en un rato. 

Greta tiró su mochila y caminó, no, trotó al baño. Estaba contenta. Casi siempre era yo la que la invitaba. No cualquier día se salía temprano del colegio, se adoptaba un conejito y se volvía a casa con una amiga. Era un buen día para Greta. Yo, sin darme cuenta, me había quedado ahí parada, con la mochila todavía encima. Ya no iba a pasar desapercibido si me la llevaba puesta. Tuve que sacrificar la paz de la mamá de Greta y desobedecer. Me pidió que tuviera cuidado con las paredes. No quería rayones.  

Apurándome, subí al cuarto y cerré la puerta. Abrí el cierre y ahí estaba Pelusa. No quiso salir sola, se ve que se había confundido y se pensaba que mi mochila era su nueva casa. La agarré de la panza y la solté abajo de la cama. Cuando Greta vino del baño, me pidió que la sacara. 

     —Me va a llenar todo de pelos y mamá se va a dar cuenta. 

     —Pero no la podemos meter de nuevo en la mochila. 

     —Tendríamos que haber aceptado la caja. 

     —¿Y qué íbamos a hacer con ese armatoste? ¿Escondértelo abajo de la chomba? 

     —¡Qué sé yo! No me importa. Sacalo de ahí. 

     —No. Ya se acostumbró. Vamos a comer y después vemos. 

Greta no quedó muy convencida, pero tuvo que hacerme caso. En el fondo, sabía que yo tenía razón.  

Después de almorzar, hicimos todo muy rápido. Yo le di dos figuritas número diez a cambio de la siete. Vimos la película que le habían regalado sus abuelos en DVD para su cumpleaños. Nos comimos los bizcochos que su mamá había dejado en la mesa del comedor para nosotras. Al final, nos terminó sobrando tiempo, así que tuvimos que volver al cuarto para ver qué hacer. Las dos estábamos posponiendo ese momento, porque sabíamos que iba a terminar mal. No queríamos pelearnos, y Greta no quería entender que Pelusa era mía, pero iba a vivir en su casa.  

Seguía en el mismo lugar donde la habíamos dejado más temprano. Pobrecita, seguro tenía miedo. Greta empezó a sacarse el uniforme mientras analizaba con cuidado su armario. Primero la parte de arriba, después la pollera. Su corpiño y su bombacha combinaban. Una ridícula, ¿quién la iba a ver así como para arreglarse tanto? Se puso una remera violeta y un short de jean. Ahora, ella tenía su ropa. Y el violeta era mi color favorito.  

     —¿Y si nos maquillamos con mis pinturitas? —propuso, antes de que pudiera decirle que su remera me gustaba. 

     —No, hagamos algo con Pelusa.   

     —Pero ya me aburrí de Pelusa. 

     —¡Si no jugamos con ella todavía! 

     —Pero mirala, no hace nada. Está quieta. 

     —Es que ella se aburrió de vos. 

Greta sacó las pinturitas y me las mostró todas. Su papá se las había traído de Estados Unidos. Algunas eran de colores vibrantes opacos, otras traían brillantina. Le dije que la dejaba hacerme algo si después jugábamos con Pelusa. No me dijo que sí, pero empezó a apretar su pincel contra una de las sombras y después lo acercó a mi párpado derecho. El tono se llamaba Lusty Blue.  

Mi mamá llegó justo cuando Greta me estaba dando sus toques finales (un sticker de corazón en la frente y brillo en los labios). Mi mamá y la de Greta no se llevaban tan bien, o por ahí lo que pasaba era que no se conocían tanto y no tenían temas de los que hablar. Eso significaba que tenía que juntar mis cosas y bajar. Mientras me ataba los cordones, saludé a Pelusa. 

     —No te preocupes. Ya nos vamos a volver a ver. 

No sabía si era cierto. Pero esperaba, de todo corazón, que sí. Greta se hizo la confundida. 

     —¿No te la vas a llevar? 

     —No, vive acá ahora. 

     —Pero es tuya. Vos elegiste el nombre. 

     —Sí, pero vinimos primero a tu casa.  

     —Dale, llevátela. No empieces con quilombos.

     —Bancátela, Greta.

No hubo más discusiones, porque solo iban a empeorar la situación. Las mamás iban a sospechar que pasaba algo, iban a subir y se iban a encontrar con Pelusa. Greta se puso a llorar. Le dije que nos veíamos el lunes en el colegio y salí. Le di un beso a mamá. Sí, la había pasado muy lindo. La mamá de Greta la llamó para que viniera a saludarme, como correspondía. Nadie respondió al llamado.  

 

* * *

 

Sábado

     Querido diario,

     Hoy los abuelos me llevaron de nuevo al Parque Centenario porque les pedí. Esta vez ya no me pareció tan grande. Pero fuimos a la feria y pasamos por el estand de los aritos. La abuela siempre me compra todo lo que le pido. Me llevé las estrellas violetas. Había más pares, pero todos del mismo modelo. La abuela me preguntó si quería alguna otra cosita. Le dije que no. Me llevaron a tomar un helado y volvimos a casa.

 

Domingo

     Querido diario,

     Mañana hay cole y me encanta ir pero mamá no me deja llevar mis aritos nuevos. Dice que no va con el código de vestimenta. Qué sabe ella si nunca va al cole. Me los voy a llevar escondidos y cuando me deje en el portón me los pongo

 

* * *

 

El lunes, Greta no me sostuvo la mochila mientras izaban la bandera. En realidad, ni siquiera se me acercó. Se quedó del otro lado del patio, hablando con los chicos del B. No había problema, ya se le iba a pasar. Cuando empezamos a cantar Aurora, guiados por la profe, vi de reojo que ella tenía la boca cerrada. Apoyó su mochila en el piso, sosteniéndola entre los dos tobillos, y se enrolló un poco la pollera. Una desubicada. Pensé en Pelusa, en que tenía que soportarlo por ella.  Terminó la formación y nos fuimos para las aulas. Greta me pasó por al lado y no me saludó ni me dijo nada sobre mis estrellas.

Para el viernes, los chicos del B ya le decían Tata. Qué apodo de porquería. Jugaban al fútbol y, cuando se cansaban, se sentaban en fila india. A ella ni le importaba que no se usara más. Ni le importaba mi pollera. Ni mis aritos. No le importaba nada.

Me rendí. Ahora, Pelusa era suya. 

 

The Girl Writing a Letter by the Sea at Sunset. Chihiro Iwasaki (1973).

 

 

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Abril Beautemps (Buenos Aires, 2005). Le gusta leer, escribir y tocar el piano. En 2020 publicó su primer cuento "De ventana en ventana", en antología Homenaje al amor del Grupo de Escritores Argentinos. Desde entonces, su repertorio de textos no ha parado de crecer. Estudia Artes de la Escritura en la UNA y pertenece además al Conservatorio Superior de Música Manuel de Falla. Reparte su tiempo enre clases, ensayos de orquesta y talleres.