Crónica inspirada en el Pequeño Cottolengo de Cerrillos.
Verde enceguecedor, fuentes de agua, estatuas de curas católicos, un majestuoso pavo real que deambula dando la bienvenida a una oscura caridad. La Nina se acerca a abrazarme y me llama “Tía”, y es curioso porque yo sólo tengo 15 años y ella 34. Me muestra una revista antigua de hace 10 años atrás, donde aparece la modelo que a la Nina le habría encantado ser. Pero la Nina tiene la cara deforme, un ojo que no debiera estar tan cerca de la boca, un cuero cabelludo que se asoma en diferentes lugares y saliva que cae en la punta de mis zapatillas. Cuando la Nina me abraza me cae saliva en el hombro, pero hago como que no la veo y le sigo sonriendo. Pienso que no puedo ser tan miserable como para limpiarme. “Tía” me dice la Nina, “tía, venga para acá, venga que quiero contarle algo”. Me agarra del brazo con fuerza, con mucha fuerza, pero yo me dejo llevar porque sé que no me hará daño. Avanzamos unos pasos, pero el Manuel se enoja con la Nina y le dice que me suelte, que él me quiere llevar donde las señoras de la cocina.
Creo que el Manuel debe tener unos 50 años. Cuando le pregunto la edad dice que no sabe, cuando le pregunto por su cumpleaños dice que no lo sabe, aunque siempre hace el intento y comienza a contar con los dedos años ficticios hasta que se rinde y me dice que no puede acordarse. Una enfermera me contó que al Manuel lo adoptó un curita, aunque sé que al decir “adoptar” se refiere a que lo recogió de la calle, como un perro sin raza, como un perro enfermo, como un perro con la pata quebrada. La ropa del Manuel siempre está pulcra, limpia y anda siempre con una biblia debajo del brazo, yo lo webeo con que parece predicador. El Manu es uno de los acólitos del cura que lo recogió hace 15 años. Guarda en su bolsillo derecho un rosario y una foto que nos tomamos juntos una vez, dice que está enamorado de mí y según las cuidadoras siempre está preguntando si yo apareceré el próximo domingo. Manuel me lleva donde las señoras de la cocina, me presenta como su polola, pero la señora Pola lo detiene: “¿Cómo se te ocurre Manuel? Ella es una niñita”.
Caminamos por el jardín tomados del brazo y pasamos por el pabellón de los adultos. El Jaime está sentado como siempre en la misma banca. Tiene la cabeza más grande que he visto en mi vida, mi mamá me explica que se trata de hidrocefalia. A su lado, está el Rorro, jugando con unos dados, los lanza hacia arriba hasta que caen al piso. Cuando caen se ríe tormentosamente, no para de reír. Un gato avanza junto a nosotros, la Julia lo persigue, dice que lo va a bañar. La Julia debe tener mi edad, nunca se lo he preguntado, pero se ve mucho más pequeña que yo. Me quiere mostrar más gatos, así que me despido del Manuel y la acompaño hasta el pabellón de las niñas.
La Julia quiere llevarme adentro, pero las enfermeras no me dejan entrar. “Quién es usted?”, “Soy voluntaria, vengo acá cada domingo con mi mamá”, “pero es familiar de la Julia? Porque si no es familiar no puede pasar”. Entro con la Julia así no más sin importar nada. Veo un pasillo largo, blanco, gris, a veces violeta. Es el pabellón de las niñas, las adolescentes, perdidas como la adolescencia misma, encerradas, con comida en el pecho, abrazadas al suelo, tocándose sus vulvas, en pijamas, quebrando su cuerpo entre las baldosas frías. Otras niñas se ocultan en las esquinas, esperando que nadie las vea, esperando no ver a nadie nunca más.
Llegamos hasta el fondo del corredor y se abre otra puerta, es el jardín idílico otra vez, el pavo real otra vez, los curas sonrientes, los voluntarios redimiendo culpas, empecinados en que la caridad será su única salvación, menos la Janette, una de las voluntarias que va sagradamente cada fin de semana. La Janette me pregunta si alguna vez he estado en el pabellón de los postrados. Le respondo que no, me dice que me llevará, pero no sin antes advertirme que será crudo, que tengo que estar preparada.
Nos acompaña el Manuel y la Nina abrazando su revista favorita. Llegamos al lugar. El Manuel me dice que baje el volumen de mi voz, mientras la Jeanette le pide permiso a una de las cuidadoras para que yo entre. “Vamos a conocer al luchito” me dice. Hay dos pacientes por habitación, pero el luchito está solo. Su cuerpo, enredado por las sábanas, luce desnutrido, sin rastros de musculatura, en posición fetal, sus rodillas tocan su mentón. Luchito podría caber perfectamente en una maleta de viaje. Una mirada absorta, ojos saltones pocos armónicos, pero en cuanto ve a la Jeannette sus ojos cobran vida, se ríe con sus ojos sin moverlos. Intenta esbozar una sonrisa mientras su saliva se acumula en la comisura de su labio. La Janette lo abraza y lo levanta. En realidad no le cuesta nada, Luchito está pesando 20 kilos y tiene tan solo 18 años. La Janette me cuenta que nadie lo viene a visitar, por eso ella lo amadrinó. “Hasta le lavo el poto a este cabro chico! ¿Si o no, mi amor?”. Luchito vuelve a sonreír con sus ojos.
Salgo del pabellón buscando a mi mamá, quiero abrazarla fuerte. Quiero decirle que amo y odio este lugar, pero no se lo digo. Quiero decirle que tengo sólo 15 años y que quiero pasar mis domingos con mis amigos, pero tampoco se lo digo, que no hay lugar que me ponga más incómoda que este, y tampoco se lo digo. Sólo quiero abrazarla fuerte hasta convertirme en ese pavo real, perdido entre cemento y nombres olvidados.
Castelo de Sao Jorge, Lisbon. Hannes Kilian (1969).
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Valentina Godoy Henríquez (Santiago, 1990). Periodista que odia el periodismo. Interesada en los derechos animales, el veganismo, la música, el cine y la escritura. Aplaude cuando se emociona, usa Tik Tok a los treintas, se enamoró en medio de una pandemia y tiene un perro llamado Merkén. Además de budismo, existencialismo y otros caldos de cabeza, muchos de sus textos se refieren a su mamá muerta.
Dice que no cree en el horóscopo, pero también dice que ama ser Acuario.