A la memoria de Carlos Fuentes

Recibió la carta del fallecimiento de su madre y de inmediato vino a su mente aquella vieja casa sobre la playa que tanto miedo le inspiraba de pequeño. Con recelo, siguió leyendo hasta que se confirmaron sus sospechas: “Se pide su presencia lo más pronto posible en la casa 323 ubicada en Sinaloa, calle Isla lobos.” No había manera de ignorarlo, tendría que ir para poner algunos papeles en regla, recoger viejas pertenencias y, si tenía suerte, podría vender algunas de las joyas antiguas de su madre para sostenerse económicamente. Él siempre fue un hombre retraído, tímido, no tenía muchos amigos y en general no hablaba con la gente. Eso quizá se debiera a su madre. Ella era una mujer dura, exigente y muy demandante. Cuando joven, no dejaba al chico salir ni que leyera ninguna otra cosa que no fueran los libros que ella le proporcionaba. No lo dejaba relacionarse con otros chicos y mucho menos con chicas. Y cuando vieja, la señora no paraba de pedir atenciones, lo chantajeaba para que la cuidara cuando se encontraba enferma o simplemente cuando no quería estar sola. El hombre hubiera seguido con ella si no fuera porque había recibido una oferta de trabajo en la ciudad. Ésa fue la única manera en la cual había podido alejarse de ella, este trabajo representó un alivio para él ya que pudo distanciarse. Aun así, su separación del lecho materno supuso una serie de llantos e insultos interminables por parte de su madre. 

Sintió una gran angustia al saber que tendría que volver a esa casa, a esos recuerdos, era como si volvieran a ponerle las cadenas de las cuales con tanto esfuerzo se había liberado. Se desplazó en autobús a la primera hora de la mañana hacia Sinaloa. Se sentía nervioso, temblaba. Quería realizar la diligencia lo más rápido posible. A su llegada, se asombró al encontrarse con edificios nuevos y hoteles modernos. Todos sus recuerdos de aquel pueblo costero parecían haber sido sólo una ilusión. Inclusive, dudó sobre cuál era el camino hacia la casa, ya que las calles y demás partes del paisaje habían sido modificadas por la urbanización. Sintió una especie de nostalgia por un momento, pero rápidamente se disipó cuando vio a lo lejos a una anciana que lo saludaba. El hombre se acercó a ella tratando de reconocerla. 

—¡Mijo! Pero cómo has crecido, ¡qué bárbaro de veras!

El hombre frunció el entrecejo tratando de recordar a la anciana y aunque no lo lograba, no quería ser grosero admitiendo su falta de memoria. 

—Soy Arcelia, la amiga de tu madre. Supe lo que pasó, lo lamento mucho. Déjame acompañarte hacia la casa. Los nuevos hoteles tapan la entrada a la bahía, ahora es de difícil acceso. 

El hombre accedió a la oferta de la anciana. Tenía vagos recuerdos sobre ella, pero era como si la mitad de sus recuerdos se hubiesen borrado y la otra mitad estuviesen incompletos. 

Llegó a la casa, la observó de lejos, y, efectivamente, parecía un cuadro atemporal aquella vivienda antigua, apartada de todas las demás construcciones modernas de la renovada ciudad turística. Era una casa de tres pisos, amplia, con una gran reja al frente y acabados del siglo XIX. Tenía varias ventanas desde las cuales se podía observar, sin problema alguno, la inmensidad del mar. Por dentro, parecía un museo de antigüedades. La vieja casa estaba repleta de pinturas, pequeños animales disecados, aparatosos relojes y demás curiosidades que parecían haber sido recolectadas de los más extravagantes mercados de pulgas. Parecía que a su partida, su madre se había dedicado a atiborrar la casa de estos objetos para suplir su ausencia. El hombre se sintió abrumado. Dejó sus maletas en el cuarto donde pasó su infancia y adolescencia. Una oleada de recuerdos lo invadieron, pero rápidamente los desechó. Definitivamente preferiría no estar en esa casa, pero mientras más rápido arreglara ese asunto, más rápido podría huir de ahí. “Mejor acabar con esto de una vez”, pensó, y se entregó a un sueño extrañamente profundo. No había podido conciliar el sueño desde hacía ya varios días que se enteró sobre la noticia. Ni al viajar en el autobús pudo descansar un poco a pesar del cansancio. En esta ocasión, por primera vez en muchos días, logró dormir profundamente y olvidarse de todas sus preocupaciones. 

Despertó en aquella anticuada recámara, no sabía qué hora era o cuánto tiempo había estado dormido. Fue un sueño tan profundo que parecía haber caído en un estado de coma. Las gruesas cortinas de estilo victoriano no dejaban pasar ni el menor ápice de luz solar. Se levantó para recorrerlas y el polvo rápidamente inundó la recámara. Ya había amanecido, probablemente eran un poco más de las doce del mediodía ya que el sol estaba en su cenit. Decidió descender a la sala para acomodar algunas cosas; leer los papeles faltantes, ponerse manos a la obra con todos los trámites burocráticos y el papeleo, enviar y firmar actas, revisar contratos, entre otras cosas. Entre todo este revoltijo de papeles encontró unas cartas viejas. Se veían amarillentas de lo antiguas que eran y algunas incluso tenían las letras borradas por el paso del tiempo. Era la letra de su madre. Le escribía a una tal Arcelia. Arcelia… ¡Claro! En ese momento recordó a la anciana que lo había acompañado a la casa. Probablemente eran muy buenas amigas, pero… ¿Por qué escribirle estando tan cerca? No recordaba haber visto a la mujer en la casa o siquiera por el pueblo cuando era pequeño, pero probablemente era uno más de los recuerdos que no lograba terminar de poner en orden dentro de su mente. Como sea, no siguió pensando más en eso y decidió seguir con sus otras tareas. 

Las noches pasaron y aunque podía dormir, cada vez más sentía una inquietud difícil de explicar. Una pesada carga se posaba sobre su pecho por las noches, como si colocaran una enorme estatua sobre él. Sin embargo, no podía hacer nada al respecto, ni siquiera podía despertarse de aquel sueño tan grávido en el cual se sumergía cada noche. Comenzó a experimentar una serie de sueños —¿O quizá deberíamos llamarles visiones?— en las cuales se paseaba por la playa. Era de noche, escuchaba el rugir de las olas y muy a lo lejos creía escuchar un tenue llanto que no lograba distinguir y que se perdía entre el rumor de las olas. Al amanecer siguiente se despertaba sin saber si lo que había soñado era verdaderamente eso, un sueño nada más o si en verdad había ocurrido. Estos sueños eran tan vívidos, los recordaba con tanta nitidez que era difícil discernir entre la vigilia y el sueño, entre lo que era real y lo que no. Así transcurrieron varias noches, aunque conforme pasaban los días, cada vez se volvía más claro aquel lamento. No lograba saber de dónde provenía, se preguntaba quién podría ser, quién lo profería y por qué. Este pensamiento lo acosaba día y noche, no podía dejar de pensar en esos misteriosos lamentos.

Una noche tuvo, una vez más, otro de estos sueños y por primera vez logró distinguir una voz femenina. Trató de seguirla en medio de la noche pero no veía nada, sólo la inmensidad abrumadora del mar. Aguzó el oído esperando obtener una pista del origen de aquella voz enigmática que, por tantos días, había poblado su pensamiento, pero no lo logró. A la mañana siguiente volvió a sentirse cansado, como si hubiera corrido por horas, insatisfecho por no lograr descubrir el misterio. Parecía que ya se había olvidado de su propósito original en la casa, ya ni siquiera se ocupaba de los papeles ni de los trámites, ni de nada más que no fuera aquella visión proveniente de la playa. 

Al cabo de unos días, los sueños comenzaron a hacerse más recurrentes. Ya no era solamente aquella voz misteriosa la que lo inquietaba, sino que ahora también había una imagen. Se trataba de una mujer joven, de cabello largo, negro y frondoso, de piel blanquísima, aunque su rostro le era desconocido, no podía verlo. Siempre que se le aparecía, lograba verla solamente a lo lejos, veía su larga cabellera mecerse con el viento como las mismas olas del mar. La veía alejarse, caminando por la orilla de la bahía mientras él gritaba, pero su voz no se escuchaba. Empezó a imaginar quién podría ser aquella mujer, quizá necesitara de su ayuda, quizá estaba atrapada y por eso se le apareció justo a él, para ser rescatada. El hombre no paraba de hacer conjeturas y cada vez más se convencía a sí mismo de que la mujer quería que fuese por ella. Soñaba que la acariciaba, que se hundía en un apasionado beso sobre su melena negra y espesa como las algas, que recorría con su boca aquellos muslos blanquísimos como las perlas y que por fin descubría una cara hermosa con unos impactantes ojos verdes como el jaspe. Quería estar con ella, quería poseerla, quería salvarla de aquello que la retenía en esa playa. 

Revisaba los papeles del testamento pero sin prestarles la más mínima atención. No podía concentrarse. Entonces, una carta apareció de entre el montón de papeles, era una de aquellas cartas viejas escritas con tinta azul y sobre papel amarillento. Era otra de las cartas de su madre. “Gracias por traerlo de vuelta Arcelia. No sé qué hubiera hecho sin ti. Asegúrate que no deje la casa antes de que se cumpla lo pactado”. El hombre se sintió confundido. No sabía de qué trataba la carta, ni a qué se refería su madre. Sin embargo, no fue algo que le preocupara mucho, ahora tenía en mente otros asuntos de los cuales ocuparse. Probablemente se refería a todos los trámites que el hijo debía hacer en la casa y que no debía irse sin dejarlo todo en regla. Claro. Si ahora su madre supiera que incluso quería quedarse y por una mujer, seguro enfurecería. Se quedaría en la casa al menos hasta que supiera quién era aquella mujer y luego partir de ahí, y así, cerrar aquel capítulo en su vida. O aún mejor, huir de esa solitaria playa con ella, con su nueva amada. Cada día esperaba con ansias la noche para volver a verla, soñarla, sentirla cerca de él. Parecía que se manifestaba sólo por las noches, pero él estaba dispuesto a esperar, esperaría todo lo que fuera necesario para reencontrarse con ella. 

Finalmente, una noche se decidió. Cuando la viera, iría inmediatamente a su encuentro. Esperó pacientemente tendido sobre la cama hasta que se apareció nuevamente en sus sueños. Estaba encima de él, podía sentir su cálido aliento sobre su cuello. Un escalofrío de placer recorrió su cuerpo. Se asomó por la ventana y ahí estaba, haciéndole un movimiento con la mano como si lo invitase a su lado para reunirse con ella. Inmediatamente bajó hacia la playa, corrió mientras sentía que el aire fresco inundaba sus pulmones. Por un momento la perdió de vista, no podía ser… No podía perderla nuevamente. De repente escuchó aquella voz, pero ya no eran lamentos, ahora parecía ser un cántico, una invitación amable, ya no se quejaba. Impulsado por el deseo, corrió a lo largo de la bahía siguiendo la voz de la mujer. No podía verla, pero escuchaba sus murmullos acompañados del rugir del mar. Emocionado y casi sin aliento, llegó a donde la voz se escuchaba más cerca. No lograba distinguir lo que decía, era casi como un tarareo. El corazón se le salía del pecho, no podía contener la emoción, al fin conocería a quien tantas noches le robó el sueño y por quien tanto deseo experimentaba. Pero cuál fue su sorpresa cuando al acercarse a ese viejo muelle de donde provenía el sonido no halló nada, no había ni rastro de la mujer. Su atención se fijó en unos huesos deslavados por la sal del mar y el sol. Sintió un poco de inquietud, incomodidad, no se explicaba de dónde podrían haber salido, pero no podía dejar de verlos. Se sentía como un hechizado, hasta que de repente un escalofrío recorrió su cuerpo y los cabellos se le erizaron del terror. Sintió sobre su cuello un aliento frío como el mar nocturno y una mano pegajosa, húmeda y fría que acariciaba su hombro mientras la inconfundible voz de su madre le susurraba delicadamente al oído: “Al fin volviste, mi amor”. 

 

Fotografía de Hiroshi Sugimoto

 

* * * * * * *

 

Irene Ramírez Muñoa. Licenciada en Literatura Francesa por la UNAM. Escritora, crítica literaria, traductora y docente mexicana. Le interesan la literatura fantástica, de terror y ciencia ficción.