Henry Ford Hospital o La cama volando
Frida Kahlo
Por Thiare Arguello
El lugar no contaba con muchos recursos, básicamente, lo único propio era la ropa que la congregación les regalaba. Dormían en colchones, los separaba del suelo una sábana delgada que garantizaba simbólicamente cierta higiene en el ambiente. Las paredes eran frías, pero eso no era relevante, todas las que llegaban ahí también tenían denominadores comunes: no les quedaban opciones y la pobreza no les fue ajena en su vida. A su compañera, ahora amiga, le daban miedo los ruidos nocturnos porque sabía que en ciertas ocasiones extraños se habían aproximado a robar en la madrugada, así que ella se armaba de un palo que encontró en los alrededores y metía ruido por los muebles para amedrentar a los intrusos. A ella le daban miedo los perros así que, cuando un ladrido tomaba un tono muy cercano, se devolvían la mano. Un día, su compañera de habitación se marchó, nadie supo exactamente a dónde ni en qué circunstancias partió, pero no dejó rastro. De ese hecho aprendió otra verdad primordial para su género: la vida de las mujeres de suerte que reniegan serlo, no son importantes para la sociedad, así que se limitó a esperar con el único derecho que nunca le fue negado: mantener silencio.
Sin duda, el día en que más la extrañó fue cuando el padre de quién sea que se estaba gestando en su útero apareció en la puerta, buscándola. Le dijo que la quería y se lo demostró como todos los hombres en su vida lo habían hecho: sujetándole con fuerza las muñecas a la altura del cuello, cual grilletes. Ese día, ella deseó tener la fuerza de su amiga para alejarlo de allí, porque aun cuando se fue, ella seguía sintiéndolo muy cerca. “Nadie más va a querer estar contigo”, le dijo, “Menos ahora que estái gorda”. Y deseó no creer que pudiera ser verdad, y deseó ser suficiente, estar lo más sola posible.
Deseó realmente estar sola
El viento seguía sonando afuera, parecía llevar el nombre de tantos en su rugir, tantos que parecían impotentes por marcar presencia, por ser reconocidos como entes invencibles. Y pensó en todas las veces que aquellos que seguían negando su existencia continuaban vociferándolo por las calles y la televisión, pero ella estaba ahí, en una noche de contracciones que le recordaba lo viva que estaba, lo presente que estaba; pues las mujeres sin placer, las mujeres adoloridas, las mujeres rotas, las mujeres solas, las mujeres sin suerte, también son parte de la maternidad. Dejó de escucharlo, quizás lenta y dolorosamente, o quizás rápida e inconscientemente, pero cuando despertó, la sábana había dejado de estar bajo el colchón para estar cerca de su piel. Era tan blanca que a la vista parecía celestina. Estaba en un hospital. Rostros lisos se paseaban por todos lados, rostros sin rostros que miraban sin mirar.
Ahora tenía una hija.
No sabía qué hora era, solo sabía dónde estaba. Nadie se tomó la molestia de informarle pero, para mujeres como ella, sólo hay un hospital dispuesto a recibirla, aun siendo un objeto inerte. Eso era para los hombres de rostros lisos: un objeto inerte con algo dentro que era más importante. Valdría lo mismo si el útero contenía un feto o cocaína, en ninguno de los dos casos la dignidad de la mujer que lo porta es el tema.
Echó un vistazo a su alrededor con el poco movimiento corporal que le tenían permitido: era una sala compartida con otras cinco mujeres, tan desgarradas como ella.
El viento las había penetrado desde el comienzo de sus vidas.
Así fue como supo que, si necesitaba gritar tan alto para infundir miedo, entonces no era tan poderoso como aparentaba. Y que pese a sus aullidos, la madera crepita, las mariposas vuelan, los pies caminan descalzos.
Apareció un padre en la entrada de la sala. No fue el de su hija, como ella hubiese querido, sino el suyo, el mismo que la echó a la calle, el mismo que la dejó sola. Le dijo que quería ver a la niña, a su nieta, y algunas palabras más que, para el caso, no tenían ya importancia. Se lo concedió, pensando que quizás el viento, un día de esos, podría envolverlas por completo y hacer de la ausencia el mejor refugio.